Miquel de Palol - Ígur Neblí

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En las postrimerнas de este siglo iba siendo necesario un libro, con lucidez y exactitud de relojero, construyera un mundo ficticio desde el que desvelar las trampas y los secretos del nuestro. Lo ha escrito Miquel Palol con Igur Nebli, hйroe caballeresco, a la vez atбvico y posmoderno, con el que el lector sentirб la claustrofobia de un mundo que pronto reconocerб como suyo, descubrirб las oscuras estrategias del Estado bajo las intrigas de La Muta, y reconocerб el hermйtico y vertiginoso Laberinto de Gorhgrу participando en una siniestra alegorнa del Poder y de sus inextricables instrumentos de manipulaciуn de la informaciуn, de presiуn del individuo, de despersonalizaciуn y de angustia.
Para quienes siempre pensaron que la literatura es un juego con la literatura, para quienes no se conforman con la lectura de la historia y quieren tomar parte de ella y para quienes gustan de los libros que jamбs se acaban con su ъltima pбgina, Igur Nebli resultara una lectura extremadamente gratificante.
La calidad indiscutible que llevу al exito a El Jardin de los Siete Crepъsculos alcanza con Igur Nebli una envidiable madurez.
`Un texto donde Palol lleva hasta sus ъltimas consecuencias el objetivo de convertir la literatura en el medio mбs oportuno para disfrazarse de dios y jugar a la construcciуn de un mundo`. Javier Aparicio, El Pais.
`La particular `locura` narrativa de Palol es saludable para todo el conjunto de la narrativa catalana`. Marc Soler, El Temps.

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– Debe haber un control -dijo-. Bajemos.

Tibu se encogió de hombros.

– Espero que no nos volvamos a encontrar con el mismo de antes.

Se apartaron de la caravana. El Atrio de la Falera estaba compartimentado, pero más allá de los tabiques se adivinaba un techo remoto.

De pronto, la cola retomó el movimiento.

– Vamos -dijo Ore-, vamos a la salida; en el último momento nos colgaremos del transporte.

Así lo hicieron, y cuando faltaban tan sólo diez metros para llegar a la puerta, se volvieron a detener. Entre los Guardias del control, en segundo término pero en clara actitud de supremacía supervisora, había un Caballero de Capilla. Como si lo hubieran hipnotizado. Ore se lo quedó mirando.

– Vamos -tiró de él Tibu con discreción apresurada-. Ya encontraremos otra ocasión.

En aquel momento los Guardias los vieron.

– ¡Atención! ¡Vosotros dos! -gritó uno de ellos, y un Oficial se acercó-. ¿Qué hacéis? ¿Por qué habéis bajado del transporte?

Los agarraron. Ore no le quitaba ojo al Caballero.

– ¿De qué unidad sois? -dijo el Oficial-. ¡Documentación!

De repente, Ore saltó hacia atrás, y clavó su mirada en la espada del Caballero. Lo abrumaban súbitas sacudidas de lucidez, como en la noche relámpagos de revelación.

– ¡Ahora me acuerdo! -gritó, y se encontró apuntado por media docena de fusiles-. ¡Ahora sabré quién soy y qué quiero!

– ¡Atención! -gritó otro Oficial-. ¡Cuidado con las radiaciones! ¡No disparéis los lásers aquí dentro!

– ¡El orden social es falso! -gritó Ore-. ¡Tenemos que contactar con el Fidai Mongrius, él me dirá quién soy!

Con una sensación de lentitud potentísima, que contrastaba con el vertiginoso acontecer de los hechos. Ore fue presa gozosa de los mecanismos de evaporación, inercia planetaria, mecánica cólica, temperatura y estación que hacen posibles los grandes tifones de la Costa Sur del Imperio.

– ¿Qué dices, loco? -gritó Tibu, y un Guardia lo tumbó de un culatazo; Ore se libró de los que lo acorralaban y huyó hacia la puerta.

– ¡Cogedlo! -dijo el Caballero-. ¡Que no escape!

En la puerta, los ojos de Ore se clavaron en los emblemas del frontón, que antes no había sabido ver. Dentro de un enorme pentágono estrellado, con fondo amarillo, lucía en vertical la doble hacha negra.

– ¡Lo sabía! -gritó Ore con una alegría desesperada-. ¡Ahora sé por que se retiró Arktofilax! ¡Yo soy el Fidai Ígur Neblí, el Invicto Entrador de este Laberinto!

– ¡Coged a ese loco! -oyó a sus espaldas, y salió corriendo; lo alcanzaron entre doce en un rellano lateral de la Falera; no llevaba armas, pero se enfrentó a ellos con las manos abiertas.

– ¡No me habéis vencido, mi respiración está intacta! ¡Yo soy Harpsifont, y volveré para enseñaros el camino de las estrellas!

Una punzada de hielo en el costado; la segunda cuchillada, la tercera. Cuatro, cinco, seis. Siete. La caída pausada en la oscuridad. Poco después, la Guardia se iba, y en la noche inmensa de Gorhgró, el charco de sangre alrededor del hombre vestido con mono gris, abandonado en el último rincón negro, era insignificante, verdaderamente insignificante.

XX

En la litera mural 5995-66-18 de la Sección 22, 28.a planta del Hospital General de Gorhgró, el Paciente no identificado se recuperaba lentamente de las graves heridas de arma blanca que unos desconocidos le habían infligido antes de abandonarlo. Había renunciado a reivindicar su identidad para no complicar la situación. Dos de los vigilantes nocturnos de los almacenes de la Bruijmathron amp; Co. habían presentado un comportamiento anómalo durante un transporte de excedentes a las Cavas Centrales de Gorhgró, uno de ellos había sido muerto por la Guardia, al otro lo habían dado por desaparecido. Así pues, estaban cerrados los expedientes de los ciudadanos Ore Enui y Tibu Cónola, y el ocupante de la litera 5995-66-18 de la sección correspondiente se había registrado con un número, tal como corresponde a los indigentes indocumentados.

A medida que se recuperaba, su objetivo primordial era la discreción. Exhibir una conducta llamativa, ya fuera por arrogancia y agresividad, o simplemente ansiosa, corría el peligro de atraer a los vigilantes civiles que lo convertirían en carne de experimentos biológicos o en víctima propiciatoria en los papeles de alto riesgo, cuando no de destrucción segura, de los espectáculos de la Apotropía General de Juegos del Imperio.

El desamparado que en otro tiempo fuera el orgulloso, el Invicto Caballero de Capilla, intentó prolongar la convalecencia en el Hospital General, alejar lo máximo posible el momento de enfrentarse al mundo otra vez. Finalmente vencido, con más pena que odio de sí mismo, se le veía esperar la noche midiendo una y otra vez desde todos los puntos de vista, con paseos de enfermo o desde inmovilidades sin contemplación, la gris regularidad de las largas galerías vidriadas de las casas de sufrimiento. No era la impresión absoluta de sentirse inútil lo que más le entristecía, sino la más relativa y, por tanto, y teniendo una dimensión sentimental, mucho más insultante, de ser tan ostensiblemente considerado innecesario, de ser, quizá aún peor, estibado como una molestia inofensiva. Desde el centro mismo del temblor y la lágrima renunciaba cada día a deducir por qué el Imperio había prescindido de él de una forma tan radical. No acertaba a imaginar la gravedad de su indisciplina, y quizá con la última brizna de soberbia se sentía el último conocedor de las permisividades entre el Hegémono y la casa Gúlkur del Emperador por una parte, y los Astreos por la otra. Que en ese momento su existencia no fuera necesaria porque los Astreos habían recuperado la posición, no le parecía razón para que su estrella hubiera caído en oscuridades. ¿Cómo podía ser que nada, ningún recuerdo, ninguna huella emocional quedase en todo el Imperio del Caballero de Capilla Ígur Neblí, el Entrador del Último Laberinto? Ninguna beligerancia, ni la más pequeña sombra de orgullo, sin embargo, presidía su abatimiento. El estatismo más profundo acogía el regusto terminal de su soledad. He aquí finalmente un lugar, pensaba, donde las Leyes de los Juegos no tienen influencia.

Un día, en una revisión rutinaria, el enfermero lo dejó solo un instante, y con un movimiento instintivo, nada perentorio, nada apasionado, le echó una ojeada a su expediente. En el apartado 'Observaciones', dos líneas: 'Fase final: suma cero /Destino transaccional: curación.' Sin llegar a excitarlo, eso le despertó una cierta intriga. Los términos eran los de la Apotropía de Juegos, pero se sentía demasiado débil y falto de expectativas para especular y tratar de sacar provecho.

Un tiempo más tarde le dieron de alta y lo echaron a la calle, y sin más se encontró en la más completa indigencia, sin blanca, sin crédito ni sello, sin trabajo y sin un miserable agujero donde dormir, precipitado en un Gorhgró cambiado, de edificios cerrados que propiciaban avenidas desiertas, de anuncios de Juegos que a sus ojos respiraban estafa, muerte y robo, anuncios de Cabezas Respondientes que respiraban impostura resonantes con sus sentimientos, como un espejo, y él en medio, sin timón, tan terminalmente enfrentado a su identidad que se preguntó hasta qué punto él era él, es decir, si Ígur Neblí no era tan sólo una ilusión producto de las últimas vicisitudes. Pero, en cualquier caso, si tales vicisitudes habían existido, ¿a qué tiempos se habían superpuesto para ocultar qué? Se dio cuenta de que, cierto o no, auténtico o mistificado, lo que quedaba en su interior de un Caballero de Capilla le impedía cualquier indignidad; no tan sólo suplicar, sino incluso defenderse. Pero no había de qué, y tan sólo podía tomar una actitud que no comprometiera su conciencia, que no lo volviera sospechoso de a saber qué ante sus propios ojos: la necesidad de conocimiento. Sabía que el último motor de su vida era un metadeseo, porque cuando a uno le interesa más saber por qué algo no fue que la solución al próximo embate, su prioridad es morir. Tuvo que sobreponerse a la debilidad de cuerpo y espíritu y, convertido en un vagabundo más que comía lo que podía y dormía en portales y estaciones, planificó una estrategia: para empezar, un calendario de los sitios de donde podía sacar información y ayuda.

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