Carlos Fuentes - Los años con Laura Díaz

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Un recorrido por la vida íntima de una mujer y sus pasiones, los obstáculos, prejuicios, dolores, amores y alegrías que la conducen a conquistar su libertad propia y su personalidad creativa. Una saga familiar, originada en Veracruz. Laura Díaz y otras figuras de la talla de Frida Kahlo y Diego Rivera comparten aspectos centrales de la historia cultural y política del país, y nos llevan a reflexionar sobre la historia, el arte, la sociedad y la idiosincrasia de los mexicanos. En esta novela, como nunca antes, Fuentes es fiel a su propósito de describirnos el cruce de caminos donde se dan cita la vida individual y la colectiva.

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Un vigilante. Un guardián del orden. Un administrador de la estabilidad. Ganamos la Revolución. Nos costó mucho tener paz y un proceso de sucesión en el poder sin asonadas militares, distribuyendo tierras, educación, caminos… ¿Te parece poco? ¿Quieres que me oponga a eso? ¿Quieres que acabe como todos los insatisfechos, Serrano y Arnulfo Gómez, Escobar y Saturnino Cedillo, el filósofo Vasconcelos? Ni a héroes llegaron. Se quedaron en puritito ardido. ¿Qué quieres de mí, Laura?

Es que busco una rendijita por dónde te pueda amar, Juan Francisco. Así de tonta.

Pues a buena coladera te arrimas. ¡Faltaba más!

Quiso explicarle a Santiago, mientras el muchacho pintaba, que le encantaba su ánimo artístico. Se lo dijo con las razones del padre muy frescas en su atención.

– Diego usa la palabra élan. Vivió mucho en Francia.

Santiago estaba pintando descarnadamente a un hombre y una mujer desnudos pero separados, de pie, mirándose, explorándose con la mirada. Tenían los brazos cruzados. Laura le dijo que quererse siempre era muy difícil porque el ánimo de dos personas casi nunca es igual, hay un momento de identificación total que nos apasiona, hay un equilibrio entre los dos que por desgracia es sólo el anuncio de que uno de los dos lo va a romper.

– Quiero que entiendas eso sobre tu padre y yo.

– Te le adelantaste nomás, mamá. Le hiciste saber que tú no ibas a ser la triste, ese papel se lo dejaste a él.

Santiago limpió sus pinceles y miró a su madre.

– Y el día que él se muera, ¿quién se le adelanta a quién?

Cómo pude abandonar a un hombre tan débil, se dijo Laura, antes de reaccionar con fuerza y pudor, no, lo que hay que cambiar son las reglas del juego, las reglas hechas por los hombres para los hombres y para las mujeres, porque sólo ellos legislan para ambos sexos, porque las reglas del hombre valen lo mismo para la vida fiel y doméstica de una mujer, que para su vida infiel y errante: ella siempre es culpable de sumisión en un caso, de rebeldía en otro: culpable de la fidelidad que deja pasar la vida recostada en una tumba fría con un hombre que no nos desea, o culpable de la infidelidad de buscar el placer con otro hombre igual que el marido lo busca con otra mujer, pecado para ella, adorno para él, él Don Juan, ella Doña Puta, por Dios, Juan Francisco, por qué no me engañaste en grande, con un gran amor, no nada más con la huilas de tu patrón el panzón Morones? ¿Por qué no tuviste un amor con una mujer tan grande, tan fuerte, tan valiente como Jorge Maura, mi propio amor?

Con Dantón tenía Juan Francisco la relación paralela a la de Laura con Santiago: dos partidos. El viejo -había cumplido cincuenta y nueve años, pero se veía de setenta- le perdonaba todas sus trapacerías al hijo menor, le daba el dinero y lo sentaba a que se vieran las caras, porque ninguno de los dos abría la boca, por lo menos enfrente de los rivales de la casa, Laura y Santiago. La madre, a pesar de todo, tenía una intuición de que Juan Francisco y Dantón se decían cosas. Lo confirmó la tiíta muda por volición, una tarde en que se repetía la ceremonia saludable del balcón, el rito unifica-dor de la familia. María de la O se sentó a la fuerza entre el padre y el hijo menor, los separó pero sin apartar la mirada de Laura. Sólo entonces, cuando la anciana mulata siempre vestida de negro tenía

fijada la atención de Laura, María de la O movió rápidamente los ojos, como si fuese una oscura águila de mirada partida por la mitad, capaz de ver simultáneamente en dos direcciones, miró de Juan Francisco a Dantón y del hijo al padre, varias veces, diciéndole a Laura algo que podría significar «se entienden», cosa que Laura ya sabía, o «son iguales», cosa que era difícil de concebir: el ágil, parrandero y desenfadado Dantón parecía todo lo contrario del parsimonioso, retraído y angustiado Juan Francisco. ¿Dónde está la relación? Las intuiciones de María de la O rara vez fallaban.

Una noche, cuando Santiago se quedó dormido junto a su recién adquirido caballete -un regalo de Diego Rivera-, Laura, que tenía permiso de verlo pintar, lo cubrió con una manta y le acomodó la cabeza lo mejor que pudo, acariciándole la frente despejada muy suavemente. Al salir, oyó risas y cuchicheos en la recámara matrimonial, entró sin tocar y encontró a Juan Francisco y Dantón sentados con las piernas cruzadas en el piso, escudriñando un desplegado mapa del estado de Tabasco.

– Perdón -interrumpió Laura-. Es tarde y tú tienes clases mañana, Dantón.

El joven rió. -Mi mejor escuela está aquí, con mi papá.

Habían bebido. La botella de Ron Potrero estaba medio vacía y la pesantez alcohólica de Juan Francisco le impedía separar la mano extendida sobre el mapa de su estado natal.

– A la cama, caballerito.

– Oh, qué lata. Tan chicho que estábamos.

– Pues mañana vas a estar bien gacho si no duermes.

– Chicho, gacho, tatanacho, hijo de Ávila Camacho -tarareó Dantón y se retiró.

Laura miró intensamente a su marido y al mapa.

– ¿Dónde tienes puesto el dedo? -sonrió Laura-. Deja ver. Macuspana. ¿Es puro azar? ¿Te dice algo?

– Es un lugar escondido en la selva.

– Me lo imagino. ¿Qué te dice?

– Elzevir Almonte.

Laura no pudo hablar. Volvió como un hachazo a su mente la figura del sacerdote poblano que llegó un día a Catemaco a sembrar la intolerancia, a imponer ridiculas restricciones morales, a perturbar la inocencia en el confesionario, y a fugarse otro buen día con las ofrendas del Santo Niño de Zongolica.

– Elzevir Almonte -repitió en un trance Laura, recordando la pregunta del cura a la hora de la confesión, «¿te gustaría ver el sexo de tu padre, niña?».

– Fue a refugiarse a Tabasco. Pasaba por civil, claro está, y nadie sabía de dónde sacaba el dinero. Iba a Villahermosa una vez al mes y pagaba de un golpe todas sus deudas al día siguiente. El día que murió mi madre no había cura en toda la zona de Macus-pana. Yo corrí por las calles gritando, mi madre quiere confesarse, quiere irse al cielo, ¿no hay un padre que la bendiga? Es cuando Almonte se reveló como sacerdote y le dio los últimos auxilios a mi madre. No olvidaré nunca la cara de paz que puso mi viejecita. Se murió agradeciéndome que la mandara al cielo. ¿Por qué se escondía, le pregunté al padre Elzevir? Me contó y le dije, es hora de que usted se redima. Me lo llevé a la huelga de Río Blanco. Atendió a los heridos por los rurales. Hubo doscientos muertos por el ejército, Almonte bendijo a todos y cada uno. No se lo podían negar, aunque tenían prisa en cargar los cadáveres en trenes descubiertos y echarlos al mar en Veracruz. Pero el cura Elzevir era incorregible. Se unió a Margarita Ramírez, una valiente trabajadora que le prendió fuego a la tienda de raya. Entonces se hizo reo por partida doble. La Iglesia lo buscaba por su robo en Catemaco. El gobierno, por su rebelión en Río Blanco, yo acabé por preguntarme, ¿para qué sirve el clero? Todo lo que hizo el padre Elzevir pudo hacerse sin la Iglesia. Mi madre se moriría con o sin bendición. El ejército de Porfirio Díaz mató a los trabajadores de Río Blanco y los mandó arrojar al mar con o sin la venia del señor cura, y Margarita Ramírez no tenía necesidad del cura para pegarle candela a la tienda. Me pregunté, con toda buena fe, para qué chingados servía la Iglesia. Como si quisiera confirmar mis dudas, Elzevir luego luego mostró el cobre. Se fue a Veracruz y declaró que todo lo de Río Blanco era una «conspiración anarquista» y apareció en los periódicos con el Cónsul de los Estados Unidos felicitando al gobierno por su «acción decisiva». Todo por hacerse perdonar su ratería y su fuga de Catemaco. Traía la traición en las venas. Me usó cuando creyó que íbamos a ganar, nos traicionó apenas perdimos. No sabía que íbamos a ganar a la larga. Le agarré un desprecio y un odio profundos a la Iglesia. Aprobé por eso la persecución de Calles y entregué a la monja Soriano. Son una plaga y hay que ser implacables con ellos.

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