Carlos Fuentes - Los años con Laura Díaz
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Basilio abrazó a Jorge y le dijo, hemos llorado tanto que conoceremos el futuro cuando llegue.
– La vida sigue -se despidió Vidal abrazando al mismo tiempo a los dos camaradas.
– Y la fortuna pulsa, hermano -dijo Maura.
– Cojamos la ocasión por la cola -se separó, riendo, Vidal-. No nos burlemos de la fortuna y dejemos de lado los placeres intempestivos. Nos vemos en México.
Pero estaban en México. Se despedían en el mismo lugar en donde se encontraban. ¿Hablaban los tres en nombre de la de-
rrota? No, pensó Laura Díaz, hablaban en nombre de lo que ahora empezaba, el exilio, y el exilio no tiene patria, no se llama México, Argentina o Inglaterra. El exilio es otra nación.
5.
Le vendaron la boca y mandaron cerrar todas las ventanas que rodeaban la Plaza de Santa Fe. Sin embargo, como si nada pudiese silenciar el escándalo de su muerte, la persiguieron de la puerta romana al coso taurino grandes gritos, gritos bárbaros que quizás sólo la condenada a muerte podía escuchar, a no ser que los vecinos todos mintiesen, pues todos, esa madrugada, juran que oyeron gritos o cantos que venían del fondo de la noche moribunda.
Las ventanas cerradas. La víctima amordazada. Sólo los ojos de Pilar Méndez gritaban, ya que su boca estaba cerrada como si el fusilamiento ya hubiese ocurrido. «Séllale la boca -pidió Clemencia la madre al alcalde justiciero, su marido-, lo único que no quiero es oírla gritar, no quiero saber que gritó». «Será una ejecución limpia. No te afanes, mujer.»
Puedo oler la muerte, se iba diciendo Pilar Méndez a sí misma, despojada de su manto de pieles, vestida sólo con un sobrepelliz carmelita que no ocultaba las puntas de sus senos, descalza, sintiendo con los pies y el olfato, puedo oler la muerte, todas las tumbas de España están abiertas, ¿qué quedará de España sino la sangre que beberán los lobos?, los españoles somos mastines de la muerte, la olemos y la seguimos hasta que nos maten.
Quizás esto pensó ella. O quizás lo pensaron los tres amigos, soldados de la República los tres, que se quedaron fuera de las puertas de la ciudad, todo oído ellos, atentos sólo al tronar de los fusiles que anunciarían la muerte de la mujer por cuya vida estaban dispuestos a dar algo más que las suyas, su honor de militares republicanos, pero también su honor de hombres unidos para siempre por la defensa de la mujer amada por uno de ellos.
Dicen que al final fue arrastrada por la arena del coso, levantando con los pies arrastrados el polvo de la plaza, hasta que ella misma se vistió de tierra y desapareció en una nube granulada. Lo cierto es que esa madrugada el fuego y la tormenta, enemigos mortales, sellaron un pacto y cayeron juntos sobre la villa de Santa Fe de Palencia, silenciando el trueno de los fusiles cuando Basilio, Do-
mingo y Jorge se arraigaron en el mundo como un homenaje final a la vida de una mujer sacrificada, se miraron entre sí, y corrieron a la montaña, para avisarles a los heraldos que no apagaran el fuego, que la Ciudadela de la República no estaba vencida.
¿Qué prueba traen?
Un puñado de cenizas en las manos.
No vieron el río otoñal ahogado de hojas, pugnando ya por renacer del seco estío.
No imaginaron que el hielo del invierno próximo paralizaría las alas de las águilas en pleno vuelo.
Ya estaban muy lejos cuando la multitud azotó como un látigo, con su gritería, la plaza donde Pilar Méndez fue fusilada y donde su padre el alcalde le dijo al pueblo yo actué por el Partido y por la República sin atreverse a mirar la celosía por dónde lo miraba con odio satisfecho Clemencia su mujer, diciéndole en secreto, diles, diles de verdad, tú la mandaste matar, pero la que la odiaba era su madre, yo la maté a pesar de quererla, su madre quiso salvarla a pesar de que la odiaba, a pesar de que las dos éramos franquistas, del mismo partido, católicas las dos, pero de edad y belleza disímiles: Clemencia corrió al espejo de su recámara, trató de recuperar en su rostro envejecido los rasgos de su hija muerta, muerta Pilar sería menos que una mujer vieja, insatisfecha, plagada de calores súbitos y los rumores que se le quedaban sepultados entre las piernas. Sobrepuso las facciones de su hija joven a las suyas, vieja.
– No apaguen los fuegos. La ciudad no se ha rendido.
Laura y Jorge se fueron caminando por Cinco de Mayo, rumbo a la Alameda. Basilio arrancó en sentido contrario, hacia la Catedral. Vidal chifló para detener un camión Roma-Mérida y lo pescó al vuelo. Pero cada uno volteó a verse por última vez, como si se enviasen un postrer mensaje. «No se abandona al amigo que nos acompañó en la desgracia. Los amigos se salvan o se mueren juntos.»
XV. Colonia Roma: 1941
Cuando Jorge Maura se fue, Laura Díaz regresó a su hogar y ya no salió nunca de noche, ni desapareció durante jornadas eternas. Estaba desconcertada. No le había dicho la verdad a Juan Francisco y primero se recriminó a sí misma, «Hice bien, todo acabó mal. Hice bien en ser cauta. ¿Fui cobarde? ¿Fui muy lista? ¿Debí decirle todo a Juan Francisco, apostando a que me lo iba a aceptar, exponiéndome a una ruptura y luego hallándome sola otra vez, sin ninguno de ellos, sin Jorge, sin Juan Francisco? ¿No dijo Maura que se trataba de nuestra vida íntima y eso era sagrado, no había razón alguna, moral alguna, que nos obligara a contarle a nadie nuestra intimidad?».
Se veía mucho en el espejo al regresar a la casa de la Avenida Sonora. Su cara no cambiaba por más tormentas que la agitasen por dentro. Hasta ahora. Pero a partir de este momento, a veces era la muchacha de antes y otras veces era una mujer desconocida -una cambiada. ¿Cómo la verían sus hijos, su marido? Santiago y Dantón no la miraban, evitaban sus ojos, caminaban de prisa, a veces corrían como corren los jóvenes saltando como si todavía fuesen niños, pero no con alegría, sino alejándose de ella, para no admitir ni su presencia ni su ausencia.
– Para no admitir que no fui fiel. Que su madre fue infiel.
No la miraban pero ella los escuchaba. La casa no era grande y el silencio aumentaba los ecos; la casa se había convertido en un caracol.
– ¿Por qué diablos se casaron papá y mamá?
Ella no tenía más compañía que los espejos. Se miraba y no sólo veía dos edades. Veía dos personalidades. Veía a Laura razonable y a Laura impulsiva, Laura vital y Laura menguada. Miraba su conciencia y su deseo batallando sobre una superficie de vidrio, lisa como esos lagos de las batallas en las películas rusas. Se habría ido con Jorge Maura; si él se lo pide, se va con él, lo deja todo…
Una tarde se sentó frente al balconcillo abierto de la casa sobre la Avenida Sonora. Puso cuatro sillas más y ella ocupó la quinta
al centro. Al rato la tiíta María de la O llegó arrastrando los pies y se sentó junto a ella, suspirando. Luego regresó López Greene del sindicato, las miró y se sentó junto a Laura. Al rato los chicos volvieron de la calle, miraron la inusitada escena y tomaron las dos sillas que sobraban en los extremos.
No los convoca su madre, decía la propia Laura, nos convoca el lugar y la hora. La ciudad de México un atardecer del año 1941, cuando las sombras se alargan y los volcanes parecen flotar muy blancos sobre un lecho incendiado de nubes y el cilindrero toca «Las Golondrinas» y empiezan a escarapelarse los carteles de la pasada contienda electoral, ÁVILA CAMACHO/almazAn, y esa primera tarde el reencuentro silencioso de la familia contiene todas las tardes por venir, las tardes de tolvanera y las tardes de la lluvia que aplaca el polvo inquieto y llena de perfumes el valle donde se asienta la ciudad indecisa entre su pasado y su futuro, el cilindrero toca amor chiquito acabado de nacer, las criadas tendiendo ropa en las azoteas cantan voy por la vereda tropical y los adolescentes en la calle bailan tambora y más tambora pero qué será, pasan los fotingos y los libres, los neveros y los vendedores de jicamas rociadas de limón y polvo de chile, se instala el puesto de dulces, chiclets Adams y paletas Mimí, jamoncillo y camotes, se cierra el puesto de periódicos con sus noticias alarmantes de la guerra que están perdiendo los Aliados y sus historietas del Chamaco y el Pepín y sus exóticas revistas argentinas para damas, el Leoplán y El Hogar, y para los niños, el Billiken, los cines de barrio anuncian películas mexicanas de Sara García, los hermanos Soler, Sofía Álvarez, Gloria Marín y Arturo de Córdova, los muchachos compran a escondidas cigarrillos Alas, Faros y Delicados en la tabaquería de la esquina, los niños juegan rayuela, apuntan con huesos de durazno a hoyos improvisados, intercambian corcholatas de Orange Crush, de Chaparritas de uva, juegan carreras los camiones verdes de Roma-Piedad con los camiones marrón y crema de Roma-Mérida: el Bosque de Chapultepec se levanta detrás de las residencias mexicanas Bauhaus con un aire de musgo y eucalipto, ascendiendo hasta el milagro simbólico del Alcázar donde los muchachos, Dantón y Santiago, suben cada tarde antes de regresar a casa como si conquistasen en verdad un castillo abrupto, misterioso, al que se llega por sendas empinadas y caminos asfaltados y rutas encadenadas que guardan la sorpresa de la gran explanada sobre la ciudad, su vuelo de palomas y sus misteriosas salas de mobiliario decimonónico.
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