Carlos Fuentes - Los años con Laura Díaz

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Un recorrido por la vida íntima de una mujer y sus pasiones, los obstáculos, prejuicios, dolores, amores y alegrías que la conducen a conquistar su libertad propia y su personalidad creativa. Una saga familiar, originada en Veracruz. Laura Díaz y otras figuras de la talla de Frida Kahlo y Diego Rivera comparten aspectos centrales de la historia cultural y política del país, y nos llevan a reflexionar sobre la historia, el arte, la sociedad y la idiosincrasia de los mexicanos. En esta novela, como nunca antes, Fuentes es fiel a su propósito de describirnos el cruce de caminos donde se dan cita la vida individual y la colectiva.

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– No concibo al mundo sin Europa y a Europa sin Alemania. Una Alemania europea que sea parte de lo mejor que Europa le ha prometido al mundo. No hago una filosofía abstracta, caballeros y señoritas. Estoy enraizado en lo mejor que hemos hecho. Lo que puede sobrevivimos. Nuestra cultura. Lo que puede inspirar a los hijos y nietos de ustedes. Yo no lo veré. Por eso lo enseño. Me adelanto a mi muerte.

Entonces los dos salieron a celebrar en un alegre keller estudiantil que generalmente evitaban por su ruidosa camaradería pero esta noche todos se asombraron o rieron por los brindis que hacían Raquel y Jorge con los tarros de cerveza en alto, ¡por la in-tersubjetividad!, ¡por la sociedad, el lenguaje y la historia que todo lo relacionan! ¡no estamos separados! ¡somos un nosotros ligado por lengua, comunidad y pasado!

Causaron risa, simpatía, alboroto y gritos de ¿cuándo se casan?, ¿pueden dos filósofos llevarse bien en la cama?, ¿es cierto que su primer hijo se va a llamar Sócrates?, ¡oh, intersubjetividad, ven a mí, déjame interpenetrarte!

Entraron a la catedral después de recorrer sus costados con la mirada maravillada, inteligente y sensual de descubrir allí mismo, en esta famosa Münster terminada en el albor del siglo XVI, una ilustración perfecta de lo que les preocupaba, como si las lecciones del maestro regresasen, no a complementar, sino a renacer en el tímpano del pecado original que aquí, en un costado de la catedral, precedía a la Creación descrita en la arquivolta, diciéndonos que era la Creación lo que redimía el pecado, lo dejaba atrás. La Caída no era la consecuencia de la Creación, no hay Caída, se dijeron los amantes de Friburgo, hay Origen y luego hay Creación.

En el lado occidental del edificio, en cambio. Satanás, posando como «Príncipe del Mundo», encabeza una procesión que se aleja no sólo del pecado original, sino de la Creación divina. Frente al desfile satánico se abre, sin embargo, la puerta principal de la catedral y es allí, no afuera sino adentro, o más bien en el ingreso mismo al recinto, donde se describe y declara la Redención.

Entraron por esa puerta y casi como en comunión, sentados lado a lado de rodillas, sin temor alguno al ridículo, oraron en voz alta,

vamos a regresar a nosotros mismos vamos a pensar como si fundáramos el mundo vamos a ser sujetos vivos de la historia vamos a vivir el mundo de la vida

Los nazis corrieron a Husserl de Friburgo y de Alemania. El viejo exiliado continuó enseñando en Viena y en Praga, con la Wehrmacht siempre pisándole los talones. Lo dejaron regresar a morir en su amado Friburgo pero el filósofo ya había dicho que «en

el fondo de todo judío hay un absolutismo y un amor del martirio». En cambio, su discípula Edith Stein, ella sí ingresada como monja al Carmelo después de renunciar a Israel y convertirse al cristianismo, diría ese mismo año, «Las desgracias caerán sobre Alemania, cuando Dios vengue las atrocidades cometidas contra los judíos». Fue el año de La Noche de Cristal organizada por Goebbels para destruir las sinagogas, los comercios judíos, y a los judíos mismos. Hitler anunció su propósito de aniquilar para siempre a la raza judía en Europa.

Fue el mismo año en que Jorge Maura conoció en México a Laura Díaz y en que Raquel Mendes-Alemán, con la estrella de David pegada al pecho, saludaba a los SS en las calles con el grito «[Alabado sea Cristo!» y lo repetía en el suelo, sangrante, pateada y golpeada, «¡Alabado sea Cristo!».

El 3 de marzo de 1939, el vapor Prinz Eugen de la Lloyd Triestino zarpó de Hamburgo con doscientos veinticuatro pasajeros judíos a bordo, convencidos de que serían los últimos en salir de Alemania después del terror de la Kristalnacht del 9 de noviembre de 1938 y debido a una serie de circunstancias, algunas atribuibles a la demencia aritmética de los nazis (¿quién es judío?, ¿el hijo del padre y madre judía, o también el de un solo progenitor hebreo, o los descendientes de menos de tres abuelos arios, etcétera, etcétera, hasta la generación de Abraham?), otras a la riqueza de los judíos acomodados que pudieron comprar su libertad entregándoles a los nazis dinero, cuadros, residencias, muebles (como la familia de Lud-wig Wittgenstein en la Austria anexada al Reich), otras a amistades viejas que ahora eran nazis pero que guardaban un recuerdo cálido de sus amigos hebreos de antes, otras, porque le dieron sus caricias a un jerarca del régimen para salvar, como Judith, a sus padres y hermanos: pero este Holofernes era inmortal: \5\ otros, en fin, debido a funcionarios consulares que, con o sin autorización de sus gobiernos, intercedieron a favor de judíos individuales.

Raquel empezó a usar, el mismo día que los SS la golpearon, la cruz de Cristo al lado de la estrella de David, t $ y acabó encerrada en su pequeño estudio de Hamburgo, porque esa doble provocación significó que la esperarían a la puerta de su casa, con perros salvajes sin bozal y cachiporras en los puños, advirtiéndole, sal, atrévete, puta judía, semilla podrida de Abraham, peste eslava, piojo levantino, chancro gitano, sal, atrévete, hetaria andaluza, trata de encontrar comida, escarba en los rincones de tu pocilga, marrana,

come polvo y cucarachas, si un judío puede comer oro también puede comer ratas.

Les advirtieron a los vecinos que si me daban de comer, ellos mismos se quedarían sin raciones primero y si reincidían, los mandarían a un campo: yo, Raquel Mendes-Alemán, decidí morirme de hambre por mi raza judía y por mi religión católica; decidí, George, ser testigo absoluto de mi tiempo y supe que no tendría salvación cuando el partido nazi declaró que «nuestros peores enemigos son los judíos católicos». Es cuando abrí mi ventana y grité a la calle, «San Pablo dijo: ¡Soy hebreo! ¡Soy hebreo! ¡Soy hebreo!» y mis propios vecinos me apedrearon y a los dos minutos una ráfaga de metralla destruyó mis vidrios y tuve que acurrucarme en un rincón, hasta que llegó con un salvoconducto el cónsul mexicano, el señor Salvador Elizondo, y me dijo que tú habías intercedido por mí para embarcarme en el Prinz Eigen y salir a la libertad de América. Yo me había jurado quedarme en Alemania y morirme en Alemania como testigo de mi fe en Cristo y en Moisés. Cedí entonces, mi amor lejano, y sabía por qué, no por miedo a ellos, no por temor a que me llevaran a esos lugares cuyos nombres todos conocíamos ya -Dachau, Oranienburg, Buchfnwald- sino por la vergüenza de que mi propia iglesia y mi propio Padre, el Papa, no levantasen la voz para defendernos, a los judíos todos, pero también a los judíos católicos como yo. Roma me dejó huérfana, Pío XII nunca habló en defensa del género humano George, no de los judíos solamente; el Santo Padre nunca le dio la mano al género humano. Me la diste tú, me la dio México. No había mejor oportunidad que embarcarse en el Prinz Eugen que nos iba a llevar a América. El presidente mexicano, Lázaro Cárdenas, iba a hablar con Franklin Roose-velt para que nos dejaran desembarcar en la Florida.

Durante la travesía de nueve días, hice amistad con los demás fugitivos judíos, algunos se extrañaron de mi fe católica, otros me comprendieron pero todos pensaron que era una treta fallida de mi parte para escapar a los campos de concentración. No hay comunidades uniformes, pero Husserl tenía razón al preguntarnos, ¿no podemos todos juntos regresar a un mundo donde pueda volverse a fundar la vida, y reencontrarnos allí a nosotros mismos como semejantes?

Quise comulgar, pero el pastor luterano de a bordo se negó a atenderme. Le recordé que su función legal en un barco era ser no denominacional y cuidar por igual a toda fe. Se atrevió a decirme, Hermana, éstos no son tiempos legales.

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