Carlos Fuentes - Los años con Laura Díaz

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Un recorrido por la vida íntima de una mujer y sus pasiones, los obstáculos, prejuicios, dolores, amores y alegrías que la conducen a conquistar su libertad propia y su personalidad creativa. Una saga familiar, originada en Veracruz. Laura Díaz y otras figuras de la talla de Frida Kahlo y Diego Rivera comparten aspectos centrales de la historia cultural y política del país, y nos llevan a reflexionar sobre la historia, el arte, la sociedad y la idiosincrasia de los mexicanos. En esta novela, como nunca antes, Fuentes es fiel a su propósito de describirnos el cruce de caminos donde se dan cita la vida individual y la colectiva.

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Se inició un diálogo que a Laura, instantáneamente, le pareció en efecto programado o previsible, como si cada uno de los «contertulios» tuviese asignado su papel en un drama. Se culpó a sí misma diciéndose que su impresión ya estaba determinada por lo que le dijo Maura. Vidal arrancó, como por indicación de un apuntador invisible, argumentando que ellos, los comunistas, salvaron a la República en el 36 y el 37. Sin ellos, Madrid habría caído en el invierno del 37. Ni las milicias ni el ejército popular hubieran resistido el desorden callejero de la ciudad capital, la falta de comida, de transportes y de fábricas, sin el orden impuesto por el Partido.

– Se te olvidan todos los demás -le recordó Baltazar-. Los que estaban de acuerdo en salvar a la República pero no estaban de acuerdo con ustedes.

Vidal frunció el entrecejo pero soltó una carcajada, no se trataba de estar de acuerdo, sino de hacer lo más eficaz para salvar la República, los comunistas impusimos la unión contra los que querían un pluralismo anárquico en plena guerra, como tú, Baltazar.

– ¿Era preferible una serie de subguerras civiles, anarquis- tas por un lado, milicianos por el otro, comunistas contra todos y to-

dos contra nosotros, dándole la victoria al enemigo que ése sí, actúa unido? -Vidal se rascó el mentón sin rasurar.

Basilio Baltazar guardó silencio por un momento y Laura pensó, este hombre trata de recordar sus líneas, pero su turbación es auténtica y quizás la falta es mía y se trata de un dolor que no conozco.

– Pero el hecho es que hemos perdido -dijo después de un rato, con melancolía, Basilio.

– Hubiéramos perdido más pronto sin la disciplina comunista -dijo en un tono demasiado neutro Vidal, como si respetase ese dolor ausente de Basilio, adelantándose a la probable pregunta del anarquista, ¿se cuestionan ustedes si perdimos porque el Partido Comunista puso sus intereses y los de la URSS por encima del interés colectivo del pueblo español?, pues yo te digo que el interés del PC y el del pueblo español coincidían, los soviéticos nos ayudaron a todos, no sólo al PC, con armas y con dinero. A todos.

– El Partido Comunista ayudó a España -concluyó Vidal y miró detenidamente Jorge Maura, como si todos supieran que a él le correspondía el siguiente diálogo, sólo que Basilio Baltazar se interpuso con un súbito impulso. Imprevisto por todos, más llamativo que un grito porque hizo su pregunta en voz baja. -Pero ¿qué era España?, yo digo que era no sólo los comunistas, era nosotros los anarquistas, era los liberales, los demócratas parlamentarios, el PC fue aislando y aniquilando a todos los que no eran comunistas, se fortaleció e impuso su voluntad debilitando a los demás republicanos y burlándose de toda aspiración que no fuera la del PC, predicaba la unidad pero practicaba la división.

– Por eso perdimos -dijo Baltazar después de una pausa, con la mirada baja, tan baja que Laura adivinó primero y sintió enseguida algo más personal que un argumento político.

– Estás muy callado, Maura -se volteó a decirle Vidal, respetando el silencio de Baltazar.

– Bueno -sonrió Jorge-, veo que yo tomo un cortado, Vidal una cerveza pero Basilio ya se aficionó al tequila.

– Yo no quiero ocultar las desavenencias.

– No -dijo Vidal.

– Ninguno -dijo con cierta precipitación Baltazar.

Maura pensaba que España era más que España. Eso siempre lo había sostenido. España era el ensayo de la guerra general de

los fascistas contra el mundo entero, si se perdía España se perdía Europa y el mundo…

(-Tengo que hablarte de Raquel Alemán…)

– Perdona que sea el abogado del diablo -sonrió de su peculiar manera Vidal, el primer hombre que entraba a un café de la muy formal ciudad de México con un jersey -un suéter, decían los mexicanos- de lana peluda, como si viniera de una fábrica-. Imagínate que triunfa la revolución en España. ¿Qué pasaría? Pues que nos invadía Alemania, dijo el Diablo.

– Pero es que Alemania ya nos invadió -interrumpió con su quieta desesperación Basilio Baltazar-. España ya está ocupada por Hitler. ¿Qué defiendes o a qué le temes, camarada?

– Le temo a un triunfo republicano desorganizado que sólo aplace el verdadero triunfo, para siempre, de los fascistas.

Vidal tomó el vaso de cerveza como un camello que acaba de descubrir agua en el desierto.

– Quieres decir que es mejor que Franco gane para luego combatirlo en una guerra general contra los italianos, los alemanes y los españoles fascistas -se gastó con un grado aún más alto de desesperación Basilio.

– Eso dice mi diablo, Basilio. Los nazis tienen engañado al mundo. Se van apropiando de toda Europa y nadie los resiste. Los franceses y los ingleses creen ingenua o cobardemente que se puede pactar con Hitler. Sólo aquí los nazis no engañan a nadie…

– ¿Aquí? ¿En México? -sonrió Laura para aliviar la tensión.

– Pardon, pardon mille fois -se rió Vidal-. Sólo en España.

– Perdóneme a mí -volvió a sonreír Laura-. Entiendo su «aquí», señor Vidal, yo diría «aquí, en México», si estuviese en España, perdóneme a mí.

– ¿Qué bebe? -le preguntó Basilio.

– Chocolate. Es una costumbre nuestra. Se hace con molinillo y aguado. Mi Mutti, es decir, mi madre…

– Bueno -volvió a su argumento Vidal-, las cuentas claras y el chocolate espeso, con perdón sea dicho. Si los nazis ganan en España, quizás Europa despertará. Verá el horror. Nosotros ya lo sabemos. Quizás, para ganar la gran guerra, tengamos que perder la batalla de España para alertar al mundo contra el mal. España, la guerrita, la petite guerre d'Espagne -torció los labios y suprimió la risa Vidal.

Jorge durmió inquieto, habló en sueños, se levantó a beber agua, luego a orinar, luego se quedó sentado en un sillón con la mirada perdida, observado por Laura desnuda, inquieta también, satisfecha del sexo que le dio Jorge pero sintiendo con alarma que no era para ella, que era un desahogo…

– Habíame. Quiero saber. Tengo derecho a saber, Jorge. Te quiero. ¿Qué pasa? ¿Qué pasó?

Es un pueblo bello e inhóspito como si estuviera muñéndose poco a poco y no quisiera que nadie viese su agonía pero también deseara un testigo de su belleza mortal. Los sellos de los siglos se estampan uno sobre otro en su faz, desde la fundación ibérica que es un salvaje casco de oro con igual valor que una olla de barro. La puerta romana que perdura carcomida por el tiempo y las tormentas como un hito de poder y una advertencia de legitimidad. La gran muralla medieval, la cintura del burgo castellano y su defensa contra el islam, que sin embargo se cuela por todas partes, en la palabra almohada y en la palabra azotea, en la alberca de limpieza y placeres abominables, en la alcachofa deshojable como un clavel comestible, en el arco de medio punto de la iglesia cristiana y en el decorado morisco de puertas y ventanas cercanas a la sinagoga despoblada, derruida, perseguida internamente por el abandono y el olvido.

Ceñido por la muralla del siglo XII, el pueblo de Santa Fe de Palencia tiene un centro único, una especie de ombligo urbano en el que confluye toda la historia de la comunidad. Su plaza central es un coso taurino, un redondel de arena muy amarilla esperando que se derrame en ella el otro color de la bandera de España, una plaza que en vez de gradas de sol y sombra se encuentra rodeada de casas con enormes ventanales de celosías que se abren los domingos para ver las corridas de toros que le dan palpito y nervio a la comunidad. Sólo hay una entrada a la gran plaza cerrada.

Los tres soldados de la República han entrado hasta ese centro singular del pueblo donde los espera el alcalde don Álvaro Méndez, comunista. Es un hombre sin uniforme, de chaleco corto y barriga grande, camisa sin cuello y botas sin espuela. Su atuendo es su rostro de cejas abundantes y arqueadas como la entrada a una mezquita; sus ojos se velaron hace tiempo con los párpados de la edad, hay que adivinar un brillo duro y secreto en el fondo de esa mirada invisible. En cambio, las miradas de los tres soldados son abiertas, francas y asombradas. El viejo las lee y les dice no hago sino cumplir con mi deber, ¿vieron la puerta romana?, no es cuestión de

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