Carlos Fuentes - Los años con Laura Díaz

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Un recorrido por la vida íntima de una mujer y sus pasiones, los obstáculos, prejuicios, dolores, amores y alegrías que la conducen a conquistar su libertad propia y su personalidad creativa. Una saga familiar, originada en Veracruz. Laura Díaz y otras figuras de la talla de Frida Kahlo y Diego Rivera comparten aspectos centrales de la historia cultural y política del país, y nos llevan a reflexionar sobre la historia, el arte, la sociedad y la idiosincrasia de los mexicanos. En esta novela, como nunca antes, Fuentes es fiel a su propósito de describirnos el cruce de caminos donde se dan cita la vida individual y la colectiva.

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– ¿Qué le sirve más de tu vida a la vida de tus hijos?

– ¿Sabes, Laura? En el catecismo te dicen que hay pecado original y por eso somos como somos.

– Yo sólo creo en el misterio original. ¿Cuál sería el tuyo?

– No me hagas reír, bobita. Si es misterio, ni modo de saberlo.

Sólo el tiempo, disipado como humo, revelaría la verdad de Juan Francisco López Greene, el líder obrero tabasqueño, imaginaría Laura caminando desde el Parque de la Lama esa mañana de marzo, envuelta aún en el amor de un hombre completamente distinto, deseado con fervor, Jorge Maura es mi marido verdadero, Jorge Maura debió ser el padre verdadero de mis hijos, decidida a llegar a su casa y decirle a su marido, tengo un amante, es un hombre maravilloso, lo doy todo por él, lo dejo todo por él, te dejo a ti, a mis hijos…

Se lo diría antes de que los muchachos regresaran de la escuela, les dieron asueto, todos iban al Zócalo a festejar la nacionalización del petróleo por el presidente Cárdenas, un revolucionario valiente que se había enfrentado a las compañías extranjeras mandándolas a volar, recuperando la riqueza del país

el subsuelo

los veneros del diablo

las compañías inglesas que se robaron las tierras ejidales de Tamaulipas

las compañías holandesas que usaban matones a sueldo como guardias blancas contra los sindicatos

los gerentes gringos que recibían sentados a los trabajadores mexicanos y dándoles la espalda

gringos, holandeses, ingleses, se fueron con sus ingenieros blancos y sus planos azules y llenaron de agua salada los pozos

el primer ingenierito mexicano que llegó a Poza Rica no supo qué decirle al trabajador que se acercó a preguntarle, «Jefe, ¿ya le echo la cubeta de agua al tubo?»

y por eso estaban los cuatro, Juan Francisco y Laura, Dan-tón y Santiago, apretujados esa tarde entre la muchedumbre del Zócalo, entre la Catedral y el Ayuntamiento, con los ojos puestos en el balcón principal del Palacio y en el presidente revolucionario, Lázaro Cárdenas, que había metido en cintura a los explotadores extranjeros, los eternos chupasangres del trabajo y la riqueza de México, ¡El petróleo es nuestro!, el mar de gente en la plaza vitoreó a Cárdenas y a México, las señoras ricas entregaron sus joyas y las mujeres pobres sus gallinas para pagar la deuda de la expropiación, Londres y La Haya cortaron relaciones con México, el petróleo es de los mexicanos, pues que se lo beban, a ver quién se los compra, Cárdenas boicoteado tuvo que venderle el petróleo a Hitler y Mussolini mientras le mandaba fusiles a la República Española y entre la muchedumbre Jorge Maura miró de lejos a Laura Díaz con su familia, Laura lo reconoció, Jorge se quitó el sombrero y los saludó a todos, Juan Francisco miró con curiosidad a ese hombre y Laura le mandó decir en silencio, no pude, mi amor, no pude, perdóname, vuélveme a ver, yo te llamo, tu tienes teléfono Mexicana y yo Ericsson…

XIII. Café de París: 1939

– Tengo que hablarte de Raquel Alemán,

También le habló de sus compañeros de la causa republicana que estaban en México con misiones distintas a la suya. Acostumbraban reunirse en un lugar muy céntrico, el Café de París en la Avenida Cinco de Mayo, a donde concurría la intelectualidad mexicana de la época, encabezada por un hombre de gran ingenio y sarcasmo ilimitado, el poeta Octavio Barreda, que estaba casado con una hermana de Lupe Marín, la mujer de Diego Rivera anterior a Frida. Carmen Barreda se sentaba en el Café de París y escuchaba las ironías y burlas de su marido sin inmutarse. Nunca lo celebraba y él parecía agradecérselo; era el mejor comentario al humor seco, el dead-pan humour de su marido, traductor, al cabo, de La tierra baldía de Eliot al español.

Todos esperaban de él una obra mayor que nunca llegaba; era un crítico mordaz, un animador de revistas literarias y un hombre de gran distinción física, alto, delgado, con facciones de héroe de la Independencia, tez morena clara y ojos muy verdes y chispeantes. Estaba en una mesa con Xavier Villaurrutia y José Gorostiza, dos maravillosos poetas. Villaurrutia, abundante en su disciplina misma, daba la impresión de que su poesía, por ser tan desnuda, era escasa. En realidad, reunía un grueso volumen en el que la ciudad de México cobraba una sensibilidad nocturna y amorosa que nadie, antes que él, había conseguido:

Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera y el grito de la estatua desdoblando la esquina. Correr hacia la estatua y encontrar sólo el grito, querer tocar el grito y hallar sólo el eco, querer asir el eco y encontrar sólo el muro, y correr hacia el muro y tocar un espejo.

Villaurrutia era pequeño, frágil, a punto de ser dañado por fuerzas misteriosas e innombrables. La vida se le iba en la poesía. En

cambio, Gorostiza, sólido, socarrón y callado, era autor de un solo gran poema largo Muerte sin fin, que muchos consideraban el mejor poema mexicano desde los de la monja Sor Juana Inés de la Cruz en el siglo XVII. Era un poema de la muerte y la forma, la forma -el vaso- aplazando la muerte -el agua que se impone, trémulamente, como la condición misma de la vida, su flujo. En medio, entre la forma y el flujo, está el hombre contenido en el perfil de su vital mortalidad, «lleno de mí, sitiado en mi epidermis por un dios inasible que me ahoga».

Había atracciones y rechazos serios entre estos escritores mexicanos, y el punto de la discordia parecía ser Jaime Torres Bo-det, un poeta y novelista indeciso entre la literatura y la burocracia, que al cabo optó por ésta, pero nunca renunció a su ambición literaria. Barreda posaba a veces como un lavandera y espía chino de su invención, el Doctor Fu Chan Li, y le decía a Gorostiza:

– Cuídate de toles.

– ¿Qué toles?

– Toles Bodet.

Es decir que Jorge Maura y sus amigos se sentían como en su casa en esta réplica mexicana de la tertulia madrileña -un nombre, recordó Villaurrutia, derivado de Tertuliano, el Padre de la Iglesia que allá por el siglo segundo de la cristiandad gustaba de reunir a sus amigos en grupos de discusión socrática- aunque era difícil concebir una discusión con un dogmático como Tertuliano, para quien la Iglesia, siendo dueña de la verdad, no tenía necesidad de argumentar nada. Barreda improvisaba o recordaba en su honor un verso cómico,

Vestida como para una tertulia, Salió Judith rumbo a Betulia…

Nuestras discusiones quisieran ser socráticas, pero a veces se vuelven tertulianas, le advirtió Jorge Maura a Laura Díaz antes de entrar al Café. Los otros contertulios, o socráticos, eran Basilio Baltazar, un hombre joven de una treintena de años, moreno, de cabellera abundante, cejas oscuras, ojos brillantes y sonrisa como un sol, y Domingo Vidal, cuyo rostro parecía fabricado a hachazos, igual que su edad. Parecía salido de un calendario de piedra. Se rapaba la cabeza y dejaba que sus facciones se expandiesen en forma agresiva y móvil, como para compensar una dulzura soñolienta en la mirada de gruesos párpados.

– ¿No les molesta a tus camaradas que esté allí, mi hidalgo?

– Quiero que estés, Laura.

– Adviérteles, por lo menos.

– Ya saben que vienes conmigo porque tú eres yo y sanse-acabó. Y si no lo entienden, que digan misa.

Esta tarde iban a discutir un tema: el papel del Partido Comunista en la guerra. Vidal, le advirtió Jorge a Laura cuando entraron al Café, asumía el papel del comunista y Baltazar el del anarquista. Era algo convenido.

– ¿Y tú?

– «Óyeme y decide tú misma.»

Los dos contertulios le dieron la bienvenida a Laura, sin reticencias. A ella le sorprendió que tanto Baltazar como Vidal hablasen de la guerra como si viviesen uno o dos años atrás antes de que ocurriera lo que ya estaba ocurriendo. La República no sólo le miraba la cara a la derrota. Era la derrota. En cambio, desde lejos, la cara de Octavio Barreda era la de la simple curiosidad, ¿con quién andaba esta chica, Laura Díaz, que había acompañado a los Rivera a Detroit cuando Frida perdió el niño? Villaurrutia y Gorostiza se encogieron de hombros.

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