brando la cizaña en el campo de la fe robusta de los católicos españoles: cosmopolitas apatridas, renegados, turbas sedientas de sangre española y cristiana, ¡canalla roja!, y por eso los bailes de disfraces de Alberti en el techo de un teatro iluminado por las bombas era como el desafío de la otra España, la que siempre se salva de la opresión gracias a la imaginación. Allí conocí a dos muchachos de las Brigadas Internacionales, dos norteamericanos. El comunista italiano Palmiro Togliatti y el comunista francés André Marty eran los encargados de formarlas. Desde julio del 36 unos diez mil voluntarios extranjeros cruzaron los Pirineos y para principios de noviembre había unos tres mil en Madrid. La frase del momento era «No pasarán». No pasarán los fascistas, pasarán los brigadistas, recibidos con los brazos abiertos. Los cafés se llenaron de brigadistas y de periodistas extranjeros. A todos ellos la gente les gritaba, «Vivan los rusos». Allí andaba un alemán comunista pero aristócrata, no olvido su fabuloso nombre, Arnold Friederich Wieth von Golsenau. Se acercó a mí como si me reconociera, dijo «Maura» y mis demás apellidos, como para asimilarnos él y yo, convocándome a su lado, a esa especie de superioridad impregnable que era ser aristócrata y comunista. Vio mi reticencia y sonrió: «En nosotros se puede confiar, Maura. No tenemos nada que ganar. Nuestra honradez está fuera de toda duda. Una revolución la deberían hacer sólo aristócratas pudientes, gente sin complejos de inferioridad o necesidades económicas. Entonces no habría corrupción. Es la corrupción lo que acaba con las revoluciones y hace pensar a la gente que si el antiguo régimen era detestable, más lo es el nuevo régimen, porque si los conservadores ya no engendraban esperanza, los izquierdistas la traicionaron». «Eso pasa -le contesté en tono de conciliación- porque las revoluciones siempre las pierden los aristócratas y los trabajadores, pero las ganan los burgueses.» «Sí -concedió-, ellos siempre tienen algo que ganar». «Y nosotros -le recordé- siempre tenemos algo que perder». Se rió mucho. El cinismo de Von Golsenau, que era conocido en las Brigadas por su nombre de guerra, «Renn», no era el mío. Había dos niveles de esta guerra, el nivel de sus habladores, teorizantes, pensadores y estrategas, y el de la inmensa gente del común, que era todo menos común, era extraordinaria y daba pruebas diarias de una valentía sin límites, Laura, la primera línea de fuego de todas las grandes batallas, Madrid y el Jarama, Brunete y Teruel, la derrota de Mussolini en Guadalajara. La primera línea nunca estaba vacante. Los republicanos del pueblo se
peleaban por ser los primeros en morir. Niños con el puño en alto, hombres sin zapatos, mujeres con la última hogaza de pan entre los pechos, milicianos con el fusil oxidado en alto, todos luchando en la trinchera, en la calle, en el campo, nadie cejó, nadie se acobardó. No se ha visto nada igual. Yo estaba ea el Jarama cuando la batalla se intensificó con el arribo de mil tropas africanas al mando del general Orgaz protegidas por tanques y aviones de la Legión Cóndor de los nazis. Los tanques rusos del lado republicano contuvieron el avance fascista y entre las dos fuerzas la línea de combate iba y venía, encarnizada, llenando los hospitales de heridos y también de enfermos por la malaria que trajeron los africanos. Era una combinación graciosa, hasta cierto punto. Moros expulsados de España por los Reyes Católicos en nombre de la pureza de sangre luchando ahora al lado de racistas alemanes contra un pueblo republicano y demócrata auxiliado por los tanques de otro déspota totalitario, José Stalin. Casi intuitivamente, por una simpatía liberal, por antipatía hacia los Renn y Togliatti, me hice amigo de los brigadistas norteamericanos. Se llamaban Jim y Harry. Harry era un chico neoyorquino, judío, al cual motivaban dos cosas simples: el odio al antisemitismo y la fe en el comunismo. Jim era más complejo. Era hijo de un periodista y escritor de fama en Nueva York y había llegado muy joven -tendría en ese momento veinticinco años- con credenciales de prensa y amparado por dos corresponsales famosos, Vincent Sheean y Ernest Hemingway. Sheean y Hemingway se disputaban el honor de morir en el frente español. No sé para qué vas a España, le decía Hemingway a Sheean, el único reportaje que vas a sacar es el de tu propia muerte y no te serviría de nada porque lo escribiré yo. Sheean, un hombre brillante y bello, le contestaba a Hemingway rápidamente: más famosa va a ser la historia de tu muerte, y ésa la escribiré yo. Detrás de ellos venía el joven alto, desgarbado y miope, Jim, y detrás de Jim el pequeño judío de saco y corbata, Harry. Sheean y Hemingway se fueron a reportear la guerra pero Jim y Harry se quedaron a pelearla. El chico judío compensaba su debilidad física con una energía de gallo de pelea. El neoyorquino alto y desgarbado perdió por principio de cuenta sus anteojos y se rió diciendo que era mejor pelear sin ver a los enemigos que ibas a matar. Los dos tenían ese humor neoyorquino entre sentimental, cínico y sobre todo autoburlón. «Quiero impresionar a mis amigos», decía Jim. «Necesito hacerme de un curriculum que compense mis complejos sociales», decía Harry. «Quiero conocer el miedo», decía
Jim. «Quiero salvar mi alma», decía Harry. Y los dos: «Adiós a las corbatas». Con barba, de alpargatas, con uniformes cada vez más raídos, cantando a toda voz canciones del Mikado de Gilbert y Su-llivan, (!), el par de americanos eran realmente la sal de nuestra compañía. No sólo perdieron las corbatas y los anteojos. Perdieron hasta los calcetines. Pero se ganaron la simpatía de todos, españoles y brigadistas. Que un miope como Jim exigiese salir al frente de un pelotón de exploradores una noche te prueba la locura heroica de nuestra guerra. Harry era más cauto, «Hay que vivir hoy para seguir peleando mañana». En el Tarama, a pesar de los aviones alemanes y los tanques rusos y las brigadas internacionales, éramos nosotros, los españoles, los que habíamos dado la pelea. Harry lo admitía pero me hacía notar: son españoles comunistas. Tenía razón. A principios del año 37, el Partido Comunista había crecido de veinte mil a doscientos mil miembros, y en verano, ya tenía un millón de adhe-rentes. La defensa de Madrid les dio esos números, ese prestigio. La política de Stalin acabaría por quitárselos. No ha tenido el socialismo peor enemigo que Stalin. Pero en el 37, Harry sólo veía la victoria del proletariado y su vanguardia comunista. Discutía el día entero, se había leído toda la literatura del marxismo. La repetía como una Biblia y terminaba sus oraciones con la misma frase, «We'll see tomorrow»; era su Dominus Vobiscum. Para él, el juicio y la ejecución de un comunista tan recto como Bujarin era un accidente del camino hacia el glorioso futuro. Harry, Harry JafFe, era un hombre pequeño, inquieto, intelectualmente fuerte, físicamente débil y moralmente indeciso porque no conocía la debilidad de una convicción política sin crítica. Por todo ello contrastaba con el gigantón de Jim, para quien la teoría no tenía importancia. «Un hombre sabe cuándo tiene razón», decía. «Entonces hay que luchar por lo que está bien. Es muy simple. Aquí y ahora, la República tiene razón y los fascistas no. Hay que estar con la República, sin más.» Eran como un Quijote y un Sancho cuyos campos de Montiel se llamaban Brooklyn y Queens. Bueno, más bien parecían Mutt y Jeff sólo que jóvenes y serios. Recuerdo que Harry y yo fumábamos y discutíamos reclinados contra los barandales a la mitad de los puentes, de acuerdo con la teoría de que los fascistas no atacaban las vías de comunicación. Jim, en cambio, buscaba siempre la acción, pedía los puestos más arriesgados, iba siempre a la primera línea de fuego «a buscar mis anteojos perdidos», bromeaba. Era un gigantón sonriente, increíblemente cortés, delicado al hablar («las malas palabras
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