– ¿Por qué eres tan distinto de todos los demás?
– Porque sólo te miro a ti.
Amaba el silencio que seguía al coito. Amó ese silencio desde la primera vez. Era la promesa esperada de una soledad compartida. Amaba el lugar escogido porque era un lugar, también, predestinado. El lugar de los amantes. Un hotel junto a un parque umbrío, fresco y secreto en medio de la ciudad. Así lo deseaba. Un lugar que siempre sea desconocido, una sensualidad misteriosa en un lugar que todos los demás juzgan normal, salvo los amantes. Amó para siempre el contorno del cuerpo de su hombre, esbelto pero fuerte, proporcionado y apasionado, discreto y salvaje, como si el cuerpo del hombre fuese un espejo de transformaciones, un duelo imaginario entre el dios creador y su bestia inevitable. O el animal más la divinidad que nos habita. Ella nunca había conocido metamorfosis tan súbitas, de la pasión al reposo, de la tranquilidad al incendio, de la serenidad a la desmesura. Una pareja húmeda, fértil el uno para el otro, adivinándose sin fin el uno al otro. Ella le dijo que lo habría reconocido dondequiera.
– ¿A tientas, en la oscuridad?
Ella asintió. Los cuerpos volvieron a unirse, con la obediencia libre de la pasión. Afuera amanecía, el parque rodeaba al hotel con una guardia de sauces llorones y era posible perderse en los laberintos de setos altos y árboles aún más altos cuyas voces susurrantes desorientaban, haciendo perder el camino con el rumor de sus copas agitadas en el oído de los amantes, tan lejanos de lo próximo, tan cercanos de lo ausente.
– ¿Desde cuándo no pasas una noche fuera de tu casa?
– Nunca, desde que volví.
– ¿Vas a dar una excusa?
– Creo que sí.
– ¿Estás casada?
– Sí.
– ¿Qué excusa vas a dar?
– Me quedé a pasar la noche con Frida.
– ¿Tienes que explicar?
– Tengo dos hijos pequeños.
– ¿Conoces el dicho inglés: never complain, never explain?
– Creo que es mi problema.
– ¿Explicarte o no?
– Me voy a sentir mal conmigo misma si no digo la verdad. Pero voy a herir a todo el mundo si la digo.
– ¿No has pensado que esto entre tú y yo es parte de nuestra vida íntima y nadie tiene por qué saber de ella?
– ¿Lo dices por los dos, tú también tienes que callar o contar?
– No, sólo te pregunto si no sabes que una mujer casada puede conquistar a un hombre.
– Lo bueno es que Frida tiene Mexicana y nosotros Ericsson. A mi marido le será difícil controlar mis movimientos.
El se rió de este enredo telefónico pero ella no quiso preguntarle si él estaba casado, si tenía a otra. Lo oyó decir eso, una mujer casada puede conquistar a un hombre que no sea su marido, una mujer casada puede seguir conquistando a los hombres y sus palabras bastaron para que una turbación excitante, casi una tentación inédita, la devolviese ardiente a los brazos fuertes pero esbeltos, al vello oscuro, a los labios hambrientos del español su hidalgo, su amante, su hombre compartido, lo supo enseguida, él sabía que ella era casada, pero ella también imaginó que él tenía a otra mujer, sólo que esa intuición de la otra ella no alcanzaba a comprenderla, a visualizarla, ¿qué clase de relación tendría Jorge Maura con la mujer que estaba y no estaba allí?
Laura Díaz optó por la cobardía. Él no le decía quién o cómo era la otra. Ella sí le diría a él quién y cómo era su marido, pero a Juan Francisco no le diría nada hasta que Jorge no le hablara de la otra. Su nuevo amante (Orlando pasó por la calle de su recuerdo) tenía dos pisos. A la entrada de la casa era reservado, discreto y con un trato impecable. En el segundo piso era entregado, abierto, como si sólo la exclusión le colocase a mitad de la intemperie, sin reserva alguna para el tiempo del amor. No pudo resistir la idea de esa combinación, una manera completa de ser hombre, sereno y apasionado, abierto y secreto, discreto vestido, indiscreto desnudo. Admitió que siempre deseó a un hombre así. Aquí estaba, al fin, deseado desde siempre o inventado ahora mismo pero revelador de un anhelo eterno.
Mirando por la ventana del hotel hacia el parque, aquel primer amanecer juntos, Laura Díaz tuvo la convicción de que, por primera vez, ella y un hombre iban a verse y conocerse sin necesidad de decirse nada, sin explicaciones o cálculos superfluos. Cada uno lo comprendería todo. Cada instante compartido los acercaría más.
Jorge volvía a besarla, como si le adivinara todo, la mente y el cuerpo. Ella no podía arrancarse de él, de la carne, de la figura acoplada a la suya, quería medir y retener el orgasmo, proclamaba
como algo suyo las miradas compartidas del orgasmo, quería que todas las parejas del mundo gozasen como ella y Maura en estos momentos, era su deseo más universal, más fervoroso. Nadie, nunca, en vez de cerrar los ojos o apartar el rostro, La había mirado al venirse, apostando por el solo hecho de verse las caras los dos que se vendrían juntos y así ocurría cada vez, por medio de la mirada apasionada pero consciente se nombraban el uno al otro mujer y hombre, hombre y mujer, que hacen el amor dándose las caras, los únicos animales que cogen de frente, viéndose, mira mis ojos abiertos, nada me excita más que verte viéndome, el orgasmo se convirtió en parte de la mirada, la mirada en el alma del orgasmo, cualquier otra postura, cualquier otra respuesta se quedó en tentación, la tentación rendida se volvía promesa de la verdadera, la mejor y la siguiente excitación de los amantes.
Darse la cara y abrir los ojos al venirse juntos.
– Vamos a desearle esto a todos los amantes del mundo, Jorge.
– A todos, Laura mi amor.
Ahora él se paseaba entre el desorden de su cuarto de hotel como un gato. Ella nunca había visto tanto papel regado, tanto portafolio abierto, tanto desorden en un hombre tan pulcro y bien gobernado en todo lo demás. Era como si Jorge Maura no amase ese papeleo, como si cargase en los maletines algo desechable, desagradable, posiblemente venenoso. No cerraba los portafolios, como si quisiera ventilarlos, o esperando que los papeles se fuesen volando a otra parte, o que una recamarera indiscreta los leyese.
– No entendería nada -dijo él con una sonrisa agria.
– ¿Qué?
– Nada. Ojalá salga bien.
Laura volvió a ser como antes o como nunca con él; lánguida, tímida, descuidada, mimosa, fuerte. Volvió a serlo porque sabía que todo esto lo derrotaría el pulso del deseo y el deseo era capaz de destruir al propio placer, volverse exigente, descuidado de los límites de la mujer y los del hombre, obligando a las parejas a volverse demasiado conscientes de su felicidad. Por eso ella iba a introducir el tema de la vida diaria, para aplacar la borrasca destructiva que desde la primera noche acompañaba fatalmente al placer, asustándolos en secreto. Pero no tuvo que hacerlo, él se le adelantó. ¿Se le adelantó, o era previsible que uno de los dos descendiera de la pasión a la acción?
Jorge Maura estaba en México como representante de la República Española, reducida ya, en marzo de 1938, a los enclaves de Madrid y Barcelona y los territorios mediterráneos de Valencia al sur. El gobierno mexicano de Lázaro Cárdenas le había prestado ayuda diplomática a los republicanos, pero no podía compensar con la ética la ayuda material aplastante de los regímenes nazifascis-tas al rebelde Franco, ni el abandono pusilánime de las democracias europeas, Inglaterra y Francia. Berlín y Roma intervenían con toda fuerza a favor de Franco, París y Londres dejaban sola a la «república-niña», como la llamó María Zambrano. Esa florecilla de la democracia española era pisoteada por todos, sus amigos, sus enemigos y, a veces, sus partidarios…
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