Carlos Fuentes - Los años con Laura Díaz

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Un recorrido por la vida íntima de una mujer y sus pasiones, los obstáculos, prejuicios, dolores, amores y alegrías que la conducen a conquistar su libertad propia y su personalidad creativa. Una saga familiar, originada en Veracruz. Laura Díaz y otras figuras de la talla de Frida Kahlo y Diego Rivera comparten aspectos centrales de la historia cultural y política del país, y nos llevan a reflexionar sobre la historia, el arte, la sociedad y la idiosincrasia de los mexicanos. En esta novela, como nunca antes, Fuentes es fiel a su propósito de describirnos el cruce de caminos donde se dan cita la vida individual y la colectiva.

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Santiago, en cambio, saludó de mano a sus padres y estableció una distancia infranqueable contra todo intento de besuqueo. Dejó que Laura le pusiera la mano en el hombro guiándolo hacia la salida y no tuvo empacho en que Juan Francisco cargara las dos pequeñas maletas hasta el Buick negro estacionado en la calle. Los dos muchachos se notaban incómodos, pero como no querían atribuir su desazón al encuentro con sus padres, se pasaban el dedo índice por los cuellos tiesos y encorbatados del atuendo formal dispuesto por doña Leticia: saco ribetado con tres botones, pantalones knickers hasta la rodilla, altos calcetines de rombos; zapatos cafés cuadrados de agujeta.

Todos guardaron silencio en el trayecto de la estación de ferrocarril a la Avenida Sonora, Dantón embebido en los comics, Santiago mirando impávido el paso de la ciudad majestuosa, el Monumento a la Revolución recién inaugurado y que la gente comparaba a una gasolinera gigante, el Paseo de la Reforma y la sucesión de glorietas que parecían respirar en nombre de todos, del Caballito en el cruce con Juárez, Bucareli y Ejido, Colón y su círculo impávido de frailes y escribas, al altivo Cuauhtémoc, lanza en alto, en el cruce con Insurgentes; a lo largo de la gran avenida bordeada de árboles, calzadas peatonales y apisonadas para los jinetes matutinos que a esta hora ya la recorrían lentamente a caballo y suntuosas mansiones privadas de fachadas y remates parisinos. Al Paseo desembocaban las elegantes calles de la Colonia Juárez con casas de piedra de dos pisos, garajes en la planta baja y salones de recepción entrevistos gracias a los balcones de marco blanco abiertos para que las sirvientas de trenza complicada y uniforme azul airearan los interiores y sacudieran los tapetes.

Santiago iba leyendo los nombres de las calles -Niza, Genova, Amberes, Praga- hasta llegar al Bosque de Chapultepec -ni allí levantó Dantón la mirada de los monitos- y seguir al hogar de la Avenida Sonora. A Santiago le quedó como un ensueño la entrada al gran parque de eucaliptos y pinos, flanqueado por leones yacentes y coronado por el castillo afabulado donde Moctezuma tuvo sus baños, desde donde se arrojaron los Niños Héroes del Colegio Militar antes que rendir el Alcázar a los gringos en 1848 y donde vivieron todos los gobernantes, desde Maximiliano de los Habsburgos hasta Abelardo de los Casinos hasta que el nuevo presidente, Lázaro Cárdenas, decidió que estos fastos no eran para él y se trasladó, republicanamente, a una modesta villa al pie del Castillo, Los Pinos.

Sentados a un segundo desayuno, los muchachos escucharon impávidos el nuevo orden de sus vidas, aunque la chispa de la mirada de Dantón anunciaba en silencio que a cada obligación él contestaría con una travesura imprevista. La mirada de Santiago se rehusaba a admitir ni extrañeza ni admiración; ese vacío lo llenaba, en la lectura acertada de Laura, la nostalgia por Xalapa, por la abuela Leticia, por la tía María de la O: ¿tendrían que quedar las cosas atrás de él para que Santiago el joven las extrañara? Laura se sorprendió pensando esto mientras observaba la cara seria, de finas facciones, el pelo castaño de su hijo mayor, tan parecido a su tío muerto, tan contrastante con la apariencia trigueña, la piel de canela, las cejas oscuras y pobladas, el pelo negro aplacado con gomina, de Dantón. Sólo que Santiago el rubio tenía ojos negros, y Dantón el moreno ojos verdes pálidos, casi amarillos como la córnea de un gato.

Laura suspiró; el objeto de la nostalgia era siempre el pasado, no había nostalgia del porvenir. Sin embargo, en la mirada de Santiago era eso precisamente lo que se encendía y apagaba como uno de esos nuevos anuncios luminosos de la Avenida Juárez: tengo añoranza de lo que va a venir…

Irían al Colegio Gordon de la Avenida Mazatlán, no lejos de la casa. Juan Francisco los llevarían en el Buick en la mañana y regresarían a las cinco de la tarde en el camión anaranjado de la escuela. La lista de útiles había sido satisfecha, los lápices Ebehard suizos, las plumas sin marca ni ciudadanía destinadas a ser mojadas en los tinteros del pupitre, los cuadernos cuadriculados para la aritmética, los de a rayas para los ensayos, la Historia Nacional del comecuras Teja Zabre como para compensar las matemáticas del hermano raa-rista Anfossi, las lecciones en inglés, la gramática castellana y los verdes libros de historia universal de los franceses Malet e Isaac. Las mochilas. Las tortas de frijol, sardina y chiles serranos entre las dos mitades de una telera; la consabida naranja, la prohibición de comprar dulces que nomás picaban los dientes…

Laura quería llenar el día con estos nuevos quehaceres. La noche la acechaba, la madrugada le tocaba a la puerta y en medio de ella no podía decir: la noche es nuestra.

Se recriminaba: «No puedo condenar lo mejor de mí misma a la tumba de la memoria». Pero la callada solicitud nocturna de su marido -«Qué poco te pido. Déjame sentirme necesitado»- no alcanzaba a calmar la irritación recurrente de Laura en las horas solitarias cuando los niños iban a la escuela y Juan Francisco al sin-

dicato, «Qué fácil sería la vida sin marido y sin hijos». Regresó a Co-yoacán cuando los Rivera regresaron también, precedidos de las nubes negras de un nuevo escándalo en Nueva York, donde Diego introdujo los rostros de Marx y Lenin en el mural del Rockefeller Center, concluyendo con la solicitud de Neison del mismo apellido para que Diego borrara la efigie del líder soviético, Diego se negara pero ofreciese equilibrar la cabeza de Lenin con la cabeza de Lincoln, doce guardias armados le ordenaran al pintor que dejara de pintar y en cambio le entregaran un cheque por catorce mil dólares («Pintor Comunista se Enriquece con Dólares Capitalistas»). Los sindicatos trataron de salvar el mural pero los Rockefeller lo mandaron destruir a cincelazos y lo arrojaron a la basura. Qué bueno, dijo el Partido Comunista de los Estados Unidos, el fresco de Rivera es «contrarrevolucionario» y Diego y Frida regresaron a México, él tristón, ella mentando madres contra «Gringolandia». Regresaron todos, pero para Laura ya no había cupo exacto: Diego quería vengarse de los gringos con otro mural, éste para el New School, Frida había pintado un cuadro doloroso de sí misma con un vestido de tehuana deshabitado colgado en medio de rascacielos sin alma, en la mera frontera entre México y los Estados Unidos, hola Laurita, qué tal, ven cuando quieras, nos vemos pronto…

La vida sin el marido y los hijos. Una irritación solamente, como una mosca que se empeña en posarse una y otra vez sobre la punta de nuestra nariz, ahuyentada y pertinaz, pues Laura ya sabía lo que era la vida sin Juan Francisco y los niños, Dantón y el joven Santiago, y en esa alternativa no había encontrado nada más grande ni mejor que su renovada existencia de esposa y madre de familia -si sólo Juan Francisco no mezclara de una manera tan obvia la convicción de que su mujer lo juzgaba, con la obligación de amarla. El marido se estaba anclando en una rada inmóvil. Por un lado, la excesiva adoración que había decidido mostrarle a Laura como para compensar los errores del pasado irritaba a ésta, porque era una manera de pedir perdón, pero se resolvía en algo muy distinto, «No lo odio, me fatiga, me quiere demasiado, un hombre no debe querernos demasiado, hay un equilibrio inteligente que le falta a Juan Francisco, tiene que aprender que hay un límite entre la necesidad que tiene una mujer de ser querida y la sospecha de que no lo es tanto».

Juan Francisco, sus mimos, sus cortesías, su aplicada preocupación paterna para con los niños que no había visto en seis años, su nuevo deber de explicarle a Laura lo que había hecho durante el

día sin pedirle nunca a ella explicaciones, su manera insinuante y morosa de requerir el amor, acercando un pie al de Laura bajo las sábanas, apareciendo súbitamente desnudo desde el cuarto de baño, buscando como un tonto su pijama, sin darse cuenta de la llanta que se le había formado en la cintura, la pérdida de su esencial esbeltez morena, mestiza, hasta obligarla a ella a tomar la iniciativa, apresurar el acto, cumplir mecánicamente con el deber conyugal…

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