Carlos Fuentes - Los años con Laura Díaz

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Un recorrido por la vida íntima de una mujer y sus pasiones, los obstáculos, prejuicios, dolores, amores y alegrías que la conducen a conquistar su libertad propia y su personalidad creativa. Una saga familiar, originada en Veracruz. Laura Díaz y otras figuras de la talla de Frida Kahlo y Diego Rivera comparten aspectos centrales de la historia cultural y política del país, y nos llevan a reflexionar sobre la historia, el arte, la sociedad y la idiosincrasia de los mexicanos. En esta novela, como nunca antes, Fuentes es fiel a su propósito de describirnos el cruce de caminos donde se dan cita la vida individual y la colectiva.

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Se resignó a todo, hasta el día en que una sombra empezó a manifestarse visiblemente, primero inmaterial en el tráfico de la avenida, luego cobrando cuerpo en la banqueta de enfrente, al cabo exhibiéndose, unos pasos detrás de ella, cuando Laura iba y venía del Parián con el mandado del día. No quiso tomar una criada. El recuerdo de la monja Gloria Soriano le dolía demasiado. El quehacer doméstico le llenaba las horas solitarias.

Lo sorprendente de este descubrimiento es que Laura, al saberse vigilada por un achichincle de su marido, no lo tomó en serio. Y esto la afectó más que si le hubiera importado. Le abrió, en vez, a Juan Francisco, una calle tan estrecha como ancha era la avenida donde vivían. Decidió, a cambio, no vigilarlo físicamente -como él, estúpidamente, lo hacía- sino con un arma más poderosa. La vigilancia moral.

Lázaro Cárdenas, un general de Michoacán, ex-gobema-dor de su estado y dirigente del partido oficial, había sido electo presidente y todo el mundo pensaba que sería uno más de los títeres manejados sin pudor por el Jefe Máximo de la Revolución, el general Plutarco Elias Calles. La burla llegó al grado que durante la presidencia de Pascual Ortiz Rubio un espíritu chocarrero colgó un letrero a la puerta de la residencia oficial de Chapultepec: AQUÍ VIVE EL PRESIDENTE. EL QUE MANDA VIVE ENFRENTE. El siguiente presidente, Abelardo Rodríguez, considerado un pelele más del Jefe Máximo, reprimió una huelga tras otra, la de los telegrafistas primero, enseguida la de los jornaleros de Nueva Lombardía y Nueva Italia en Michoacán, agricultores de ascendencia italiana acostumbrados a las luchas del Partido Comunista de Antonio Gramsci, y al cabo el movimiento nacional de los trabajadores agrícolas en Chiapas, Veracruz, Puebla, Nuevo León: el presidente Rodríguez ordenó despidos de huelguistas, sustituyéndolos por militares; los tribunales dominados por el Ejecutivo declararon «injustificada» huelga tras huelga; el ejército y las guardias blancas asesinaron a varios trabajadores de las comunidades italo-mexicanas, y a los dirigentes huel-

guistas nacionales que luchaban por el salario mínimo los envió Abelardo al desolado penal de las Islas Marías, entre ellos al joven escritor José Revueltas.

La vieja CROM de Luis Napoleón Morones, incapaz de defender a los trabajadores, se fue debilitando cada vez más, a medida que ascendía la estrella de un nuevo líder, Vicente Lombardo Toledano, un filósofo tomista primero y ahora marxista, de aspecto ascético, mirada triste, flaco, despeinado y con una pipa en la boca: al frente de la Confederación General de Obreros y Campesinos de México, Lombardo creó una alternativa para la lucha obrera real; los trabajadores que luchaban por la tierra, por el salario, por el contrato colectivo, empezaron a agruparse bajo la CGOCM y como en Michoacán el nuevo presidente Cárdenas había apadrinado la lucha sindical, todo debería ahora cambiar: ya no Calles y Morones, sino Cárdenas y Lombardo…

– ¿Y la independencia sindical, dónde, Juan Francisco? -oyó Laura decir una noche al único viejo camarada que seguía visitando a su marido, el ya muy vencido Pánfilo que no encontraba donde escupir, porque Laura mandó retirar esos adefesios de cobre.

Juan Francisco repitió algo que ya era como su credo: -En México las cosas se cambian desde adentro, no desde fuera…

– ¿Cuándo aprenderás? -le contestó con un suspiro Pánfilo.

Cárdenas comenzaba a dar señas de independencia y Calles de impaciencia. En medio, Juan Francisco parecía desconcertado sobre el rumbo que tomaría el movimiento obrero y su propia posición dentro de él. Laura captó esta desazón y comenzó a preguntarle reiteradamente a su marido, con aire de preocupación legítima, si viene una ruptura entre Calles el Jefe Máximo y Cárdenas el Presidente, ¿de qué lado te vas a poner?, y él no tenía más remedio que recaer en su defecto anterior a la reconciliación con Laura, la retórica política, la Revolución está unida, nunca habría ruptura entre sus dirigentes, pero la Revolución ya rompió con muchos de tus ideales de antes, Juan Francisco, cuando eras anarcosindicalista (y la imagen del altillo de Xalapa y la vida amurallada de Armonía Aznar y su relación misteriosa con Orlando y la oración fúnebre de Juan Francisco regresaban todas en cascada) y él decía como un beato que repite el credo, hay que influir desde adentro, desde afuera te aplastan como una chinche, las batallas se libran en el interior del sistema…

– Hay que saber adaptarse, ¿no es cierto?

– Todo el tiempo. Claro. La política es el arte del compromiso.

– Del compromiso -repetía ella con la mayor seriedad.

– Sí.

Había que anochecer el corazón para no admitir lo que ocurría; Juan Francisco podía explicar que la necesidad política lo obligaba al compromiso con el gobierno…

– ¿Todo gobierno? ¿Cualquier gobierno?

… ella no podía preguntarle si su conciencia no lo condenaba; él hubiese querido admitir que no tenía miedo a la opinión ajena, le tenía miedo a Laura Díaz, a ser juzgado de nuevo por ella, hasta que una noche volvieron a estallar los dos.

– Estoy harto de que me juzgues.

– Y yo de que me espíes.

– No sé a qué te refieres.

– Has encerrado mi alma en un sótano.

– No te tengas tanta lástima, me das pena.

– No me hables como el santo a la pecadora, ¡dirígete a mí!

– Me indigna que me pidas resultados que no tienen nada que ver con la realidad.

– Deja de imaginar que te juzgo.

– Con tal de que sólo me juzgues tú, pobrecita de ti, me tiene sin cuidado, y ella quería decirle, ¿crees que regresé contigo sólo para hacerme perdonar mis propios errores?, se mordió la lengua, la noche me acecha, la madrugada me libera, se fue a la recámara de los niños a mirarlos dormir, a apaciguarse.

Viéndolos dormir.

Le bastaba mirar las dos cabecitas hundidas en las almohadas, cubierto hasta la barbilla Santiago, descubierto y despatarrado Dantón, como si hasta en el sueño se manifestasen las personalidades tan opuestas de los muchachos y se preguntó si ella, Laura Díaz, en este punto preciso de su existencia, tenía algo que enseñarles a sus hijos o por menos el coraje de preguntarles, ¿qué quieren saber, que les puedo decir?

Sentada allí frente a las camas gemelas, sólo podía decirles que vinieron al mundo sin ser consultados y por eso la libertad de los padres al crearlos no los salvaba a ellos, las criaturas de una herencia de rencores, necesidades e ignorancias que los padres, por más que lo intentasen, no podrían disipar sin dañar la libertad misma de los hijos. A ellos les tocaría combatir por sí mismos los males de la

heredad en la tierra y ella la madre no podía sin embargo retirarse, desaparecer, convertirse en el fantasma de su propia descendencia. Estaba o obligada a resistir en nombre de ellos sin demostrarlo nunca, permanecer invisible al lado de los hijos, no disminuir el honor de la criatura, la responsabilidad del hijo que necesitaba creer en su propia libertad, saberse la fragua de su propio destino. ¿Qué le quedaba a ella sino vigilar discretamente, soportar mucho y pedir, a la vez, mucho tiempo para vivir y poco para sufrir, como las tías Hilda y Virginia?

Pasaba, a veces, toda la noche mirándolos dormir, decidida a acompañar a sus hijos por dondequiera como un larguísimo litoral donde el mar y la playa son distintos pero inseparables; aunque el viaje durase sólo una noche, pero con la esperanza de que no terminase nunca, dejando suspendida sobre la cabeza de sus hijos la pregunta, ¿cuánto tiempo, cuánto tiempo les darán Dios y los hombres a mis hijos sobre la tierra?

Viéndolos dormir hasta que sale el sol y la luz les toca a los niños la cabeza porque ella misma puede tocar el sol con las manos, preguntándose cuántos soles soportarían ella y sus hijos. Por cada parcela de luz había una silueta de sombra.

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