Carlos Fuentes - Los años con Laura Díaz

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Los años con Laura Díaz: краткое содержание, описание и аннотация

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Un recorrido por la vida íntima de una mujer y sus pasiones, los obstáculos, prejuicios, dolores, amores y alegrías que la conducen a conquistar su libertad propia y su personalidad creativa. Una saga familiar, originada en Veracruz. Laura Díaz y otras figuras de la talla de Frida Kahlo y Diego Rivera comparten aspectos centrales de la historia cultural y política del país, y nos llevan a reflexionar sobre la historia, el arte, la sociedad y la idiosincrasia de los mexicanos. En esta novela, como nunca antes, Fuentes es fiel a su propósito de describirnos el cruce de caminos donde se dan cita la vida individual y la colectiva.

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¿Cuál puede ser la duración de una escultura cuando la encarnan no estatuas, sino seres vivos amenazados de muerte?

La perfección escultórica -honor y belleza, triunfando sobre traición y justicia- se disolvió cuando Jorge le murmuró a la mujer, huye con nosotros a la montaña, sálvate, porque si no, los cuatro vamos a morir aquí juntos y ella respondió entre dientes apretados, soy humana, no he aprendido nada, aunque Basilio rogara, no se puede ganar nada sin compasión, ven con nosotros, huye, hay tiempo, y ella que soy como una perra de la muerte, que la huelo y la sigo hasta que me maten, que no les voy a dar gusto a ustedes, que puedo oler la muerte, que todas las tumbas de este país están abiertas, que ya no nos queda otro hogar más que el sepulcro.

– Tu padre y tu madre al menos, sálvate por ellos.

Pilar los miró a los tres con un asombro en llamas y comenzó a reír enloquecida.

– Pero vosotros no entendéis nada. ¿Creéis que muero sólo por fidelidad al Movimiento?

La risa la mantuvo separada varios segundos.

– Muero para que mi padre y mi madre se odien para siempre entre sí. Que nunca se perdonen.

(Tengo que hablarte de Pilar Méndez.)

– Yo creo que tú eres uno de esos hombres que sólo son leales a sí mismos si son leales a sus amigos -dijo Laura apoyando la cabeza sobre el hombro de Jorge.

– No -suspiró él con cansancio-, sólo soy un hombre enojado conmigo mismo porque no sé explicarte la verdad y evitar siempre la mentira.

– Quizás eres fuerte porque dudas, mi gachupín. Creo que eso sí lo saqué en claro esta noche.

Cruzaron Aquiles Serdán para pasar bajo el pórtico de mármol del Palacio de Bellas Artes.

– Lo acabo de decir en el café, mi amor, todos estamos condenados. Te confieso que odio a todos los sistemas, el mío y el de los demás.

VlDAL: ¿Ya ves? El triunfo no se va a obtener sin orden. Ganemos o perdamos ahora, victoriosos hoy o derrotados mañana, vamos a necesitar orden y unidad, jerarquías de mando y disciplina. Si no, ellos nos van a ganar siempre, porque ellos sí tienen orden, unidad, mando y disciplina.

Baltazar: Entonces, ¿cuál es la diferencia entre la implacable disciplina de Hitler y la de Stalin?

VIDAL: Los fines, Basilio. Hitler quiere un mundo de esclavos. Stalin quiere un mundo de hombres libres. Aunque los medios sean igualmente violentos, los fines son totalmente distintos.

– Tiene razón Vidal -rió Laura-. Estás más cerca del anarquista que del comunista.

Jorge se detuvo abruptamente frente a uno de los carteles de Bellas Artes.

– Nadie desempeñó un papel esta tarde, Laura. Vidal es realmente comunista, Basilio es verdaderamente anarquista. No te dije la verdad. Pensé que los dos, tú y yo, podríamos obtener así cierta distancia frente al debate.

Se quedaron un rato en silencio mirando la oferta en papel amarillo y letras negras, mal pegado a un marco de madera indigno de los mármoles y bronces del Palacio. Jorge miró a Laura.

– Perdóname. Qué linda te ves.

Carlos Chávez iba a tocar con la Sinfónica Nacional su propia Sinfonía India y El amor de tres naranjas de Prokofiev, y el pianista Nikita Magalov interpretaría el concierto número uno de Chopin, el que ensayaba sin resultados la tía Hilda en Catemaco.

– Qué ganas de que los nuestros no hubiesen cometido un solo crimen.

– Así ha de haber sido Armonía Aznar. Una mujer que conocí. O, más bien, que desconocí. Tuve que adivinarla. Te agradezco que tú me lo entregues todo sin misterios, sin puertas cerradas. Gracias, mi hidalgo. Me haces sentir mejor, más limpia, más clara en mi cabecita.

– Perdón. Es casi un saínete. Nos reunimos y repetimos las mismas frases trilladas, como en una de esas comedias madrileñas de Muñoz Seca. Ya lo viste hoy. Cada uno sabía exactamente lo que debía decir. Quizás así exorcizamos nuestra desazón. No sé.

Se abrazó a ella en el pórtico de Bellas Artes, rodeados de la noche mexicana parda, súbita y viciosa. -Me canso de esta pelea interminable. Quisiera vivir sin más patria que el espíritu, sin más patria…

Dieron media vuelta y se regresaron abrazados del talle a Cinco de Mayo. Se fueron apagando sus palabras como se iban apagando los aparadores de dulcerías, librerías, maleterías. Se encendían, en cambio, los faroles de la avenida abriendo un sendero de luz hasta el costado de la gran catedral herreriana, donde el 18 de marzo del año pasado habían celebrado la nacionalización del pe-

tróleo, ella con Juan Francisco, Santiago y Dantón y Jorge de lejos, saludándola con el sombrero en la mano y en alto, un saludo personal pero también una celebración política, por encima de las cabezas de la muchedumbre, saludando y despidiendo al mismo tiempo, diciéndole te quiero y adiós, ya regresé y te sigo queriendo… En el Café de París, Barreda, que los había estado observando, le dijo a Gorostiza y Villaurrutia que adivinaran de qué hablaban los españoles en una tertulia. ¿De política? ¿De arte? No, de jabugos. Les recitó otro par de líneas de la Biblia puesta en verso por un chiflado español, la descripción del Festín de Baltazar,

Borgoña, Rin, Valdelamasa: El salchichón sin tasa.

Villaurrutia dijo que no le hacían gracia las bromas mexicanas acerca de los españoles y Gorostiza se preguntó, más bien, el porqué de ese ánimo mexicano contra un país que nos dio su cultura, su lengua y hasta el mestizaje…

– Pregúntale a Cuauhtémoc cómo le fue con los gachupines a la hora de la merienda -rió Barreda-. ¡Tostada de patas!

– No -sonrió Gorostiza-, lo que sucede es que no nos gusta darle la razón a los victoriosos. Los mexicanos hemos sido derrotados demasiadas veces. Nos gusta querer a los derrotados. Son nuestros. Somos nosotros.

– ¿Hay victoriosos en la historia? -preguntó Villaurrutia, derrotado él mismo por el sueño o la languidez o la muerte, vaya usted a saber, pensó la guapa, inteligente y callada Carmen Barreda.

XIV. Todos los sitios, el sitio: 1940

1

Viajaba a La Habana, Washington, Nueva York, Santo Domingo, le mandaba telegramas al Hotel L'Escargot, a veces llamaba al teléfono mexicano de su casa y sólo hablaba si oía la voz de ella y ella decía, «No, no es Ericsson, es Mexicana»; era la clave acordada, «no había moros en la costa», ni marido, ni hijos, aunque a veces a Jorge Maura no le importaba, hablaba y ella se quedaba callada o decía tonterías porque el marido o los hijos andaban cerca, no, necesito el plomero hoy mismo, o ¿cuándo estará listo el vestido?, o ¡qué caro se ha puesto todo! es que ya viene la guerra, mientras Jorge le decía: éstos son los mejores días de nuestra vida, ¿no crees?, ¿por qué no contestas?, y ella reía nerviosamente y él comenzaba, qué bueno que fuimos impacientes mi amor, ¿te imaginas si nos hubiéramos aguantado aquella primera noche?, ¿en nombre de qué íbamos a ser pacientes?, se nos va la vida, mi mujer adorada, mi fembra placentera y ella silenciosa mirando a su marido leer El Nacional o a los chicos hacer la tarea, queriendo decirle a Maura, di-ciéndole en silencio, nada calmaba mi ansiedad de vida hasta encontrarte a ti, y ahora me siento satisfecha. No pido nada más, mi hidalgo, sólo que vuelvas sano y salvo y nos juntemos en nuestro cuartito y me pidas que lo deje todo por todo y eso lo haré sin dudarlo, ni hijos ni marido ni madre me lo van a impedir, sólo tú porque junto a ti siento que no he agotado mi juventud, ¿permites que te lo diga con franqueza?, ayer cumplí cuarenta y dos años y sentí que no estuvieras aquí para celebrarlo juntos, a Juan Francisco y a Dantón se les olvidó por completo, sólo Santiago se acordó y le dije «Es nuestro secreto, no les digas a ellos» y mi hijo me indicó con un abrazo que éramos cómplices, ésa sería mi felicidad completa, tú y yo y mi hijo predilecto, ¿por qué negarlo?, qué necedad pretender que queremos por igual a todos los hijos, no es cierto, no es cierto, hay hijos en los que adivinas lo que te falta, hijos que son alguien

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