Javier Cercas - Soldados de Salamina

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Cuando en los meses finales de la guerra civil española las tropas republicanas se retiran hacia la frontera francesa, camino del exilio, alguien toma la decisión de fusilar a un grupo de presos franquistas. Entre ellos se halla Rafael Sánchez Mazas, fundador e ideólogo de Falange, quizás uno de los responsables directos del conflicto fratricida. Sánchez Mazas no sólo logra escapar de ese fusilamiento colectivo, sino que, cuando salen en su busca, un miliciano anónimo le encañona y en el último momento le perdona la vida.

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Comí en el Café Central, en la Place Grangier, muy cerca de donde había desayunado esa mañana y, después de tomar café y whisky en una terraza de la Rue de la Poste y de comprar un cartón de tabaco, volví a la Résidence des Nimphéas. Aún no eran las cinco cuando Miralles me hizo pasar a su habitación y advertí, no sin sorpresa, que no era la sórdida habitación de asilo que yo esperaba, sino un pequeño apartamento limpio, ordenado y con luz: de un solo vistazo abarqué una cocina, un lavabo, un dormitorio y una salita de paredes casi desnudas, con dos butacones, una mesa y un ventanal que daba a un balcón abierto al sol de la tarde. A modo de saludo le entregué a Miralles el tabaco.

– No sea bruto -dijo, desgarrando el envoltorio de celofán y sacando dos paquetes de cigarrillos-. ¿Dónde quiere que esconda este mamotreto? -Me devolvió el resto del cartón-. ¿Le apetece un nescafé? Descafeinado, por supuesto. El de verdad lo tengo prohibido.

No me apetecía, pero acepté. Mientras lo preparaba, Miralles me preguntó qué me parecía el apartamento; le dije que muy bien. Me habló de los servicios (sanitarios, lúdicos, culturales, de higiene) que ofrecía la residencia, y de los ejercicios de rehabilitación que debía realizar a diario. Cuando terminó de preparar el nescafé, cogí las tazas para llevarlas a la sala, pero me atajó con un gesto: abrió un armario bajero y, con una flexibilidad de contorsionista, metió medio cuerpo dentro y sacó triunfalmente una petaca.

– Si no se le añade un poco de esto -comentó mientras echaba un chorrito en cada taza-, este caldo sabe a rayos.

Miralles devolvió la petaca a su sitio, y luego, cada uno con nuestra taza, nos sentamos en los butacones de la salita. Bebí un sorbo de nescafé: lo que Miralles le había echado era coñac.

– Bueno, usted dirá -dijo Miralles, divertido, casi halagado, arrellanándose en la butaca y revolviendo el nescafé-. ¿Seguimos con el interrogatorio? Le advierto que ya le he contado todo lo que sabía.

De repente me dio vergüenza continuar preguntando, sentí ganas de decirle a Miralles que, aunque ya no tuviera ninguna pregunta que hacerle, también estaría allí, conversando y bebiendo nescafé con él, por un momento pensé que ya sabía todo lo que tenía que saber de Miralles, y, no sé por qué, me acordé de Bolaño y de la noche en que descubrió a Miralles bailando un pasodoble con Luz bajo la marquesina de su rulot y comprendió que su tiempo en el cámping había terminado. Fue todo uno pensar en Bolaño y pensar en mi libro, en Soldados de Salamina y en Conchi y en los muchos meses que llevaba persiguiendo al hombre que salvó a Sánchez Mazas y buscando el significado de una mirada y un grito en el bosque, buscando al hombre que bailó un pasodoble en el jardín de una prisión improvisada, sesenta años atrás, igual que Miralles y Luz habían bailado otro pasodoble o tal vez el mismo en un cámping proletario de Castelldefells, bajo la marquesina de su improvisado hogar. No pregunté; como si revelara un hecho desconocido dije:

– Sánchez Mazas sobrevivió al fusilamiento -Miralles asintió, paciente, saboreando su nescafé con coñac. Añadí-: Sobrevivió gracias a un hombre. Un soldado de Líster.

Le conté la historia. Cuando hube acabado, Miralles dejó su taza vacía sobre la mesa e, inclinándose un poco, sin levantarse de la butaca abrió el ventanal del balcón y miró fuera.

– Una historia muy novelesca -dijo luego, en tono neutro, mientras sacaba un cigarrillo del paquete mediado de por la mañana.

Me acordé de Miquel Aguirre y dije:

– Es posible. Pero todas las guerras están llenas de historias novelescas, ¿no?

– Sólo para quien no las vive. -Expulsó un penacho de humo y escupió algo que quizás era una hebra de tabaco-. Sólo para quien las cuenta. Para quien va a la guerra para contarla, no para hacerla. ¿Cómo se llamaba aquel novelista americano que entró en París…?

– Hemingway.

– Hemingway, sí. ¡Menudo payaso!

Miralles se calló, abstraído: miraba las volutas de humo ondeando lentísimas en la luz detenida del balcón, a través del cual llegaba el rumor intermitente del tráfico.

– Y esa historia del soldado de Líster -empezó, volviéndose de nuevo hacia mí: la mitad derecha de su cara había recobrado su aspecto rocoso; en la izquierda había una expresión ambigua, que participaba de la indiferencia y de la decepción, casi del fastidio-, ¿quién se la ha contado?

Se lo expliqué. Miralles asentía con la cabeza, la boca circunfleja, un poco burlona. Era evidente que el ánimo jovial con que me había acogido esa tarde se había disipado. Yo no sabía qué decir, pero sabía que tenía que decir algo; Miralles se me adelantó:

– Dígame una cosa. A usted Sánchez Mazas y su famoso fusilamiento le traen sin cuidado, ¿verdad?

– No le entiendo -dije, sinceramente. Me buscó los ojos con curiosidad.

– ¡Hay que joderse con los escritores! -Se rió abiertamente-. Así que lo que andaba buscando era un héroe. Y ese héroe soy yo, ¿no? ¡Hay que joderse! ¿Pero no habíamos quedado en que era usted pacifista? ¿Pues sabe una cosa? En la paz no hay héroes, salvo quizás aquel indio bajito que siempre andaba por ahí medio en pelotas… Y ni siquiera él era un héroe, o sólo lo fue cuando lo mataron. Los héroes sólo son héroes cuando se mueren o los matan. Y los héroes de verdad nacen en la guerra y mueren en la guerra. No hay héroes vivos, joven. Todos están muertos. Muertos, muertos, muertos. -Se le quebró la voz; tras una pausa, mientras tragaba saliva, apagó el cigarrillo-. ¿Quiere otro mejunje de estos?

Con las tazas vacías fue a la cocina. Desde la salita le oí sonarse la nariz; cuando regresó, tenía los ojos brillantes, pero parecía calmado. Supongo que intenté disculparme por algo, porque recuerdo que, después de alcanzarme el nescafé y arrellanarse de nuevo en su butaca, Miralles me interrumpió con impaciencia, casi irritado.

– No pida perdón, joven. No ha hecho nada malo. Además, a su edad ya debería de haber aprendido que los hombres no piden perdón: hacen lo que hacen y dicen lo que dicen, y luego se aguantan. Pero le voy a contar una cosa que usted no sabe, una cosa de la guerra. -Dio un sorbo de nescafé; yo di otro: a Miralles se le había ido la mano con el coñac-. Cuando salí hacia el frente en el 36 iban conmigo otros muchachos. Eran de Terrassa, como yo; muy jóvenes, casi unos niños, igual que yo; a alguno lo conocía de vista o de hablar alguna vez con él: a la mayoría no. Eran los hermanos García Segués (Joan y Lela), Miquel Cardos, Gabi Baldrich, Pipo Canal, el Gordo Odena, Santi Brugada, Jordi Gudayol. Hicimos la guerra juntos; las dos: la nuestra y la otra, aunque las dos eran la misma. Ninguno de ellos sobrevivió. Todos muertos. El último fue Lela García Segués. Al principio yo me entendía mejor con su hermano Joan, que era justo de mi edad, pero con el tiempo Lela se convirtió en mi mejor amigo, el mejor que he tenido nunca: éramos tan amigos que ni siquiera necesitábamos hablar cuando estábamos juntos. Murió en el verano del cuarenta y tres, en un pueblo cerca de Trípoli, aplastado por un tanque inglés. ¿Sabe? Desde que terminó la guerra no ha pasado un solo día sin que piense en ellos. Eran tan jóvenes… Murieron todos. Todos muertos. Muertos. Muertos. Todos. Ninguno probó las cosas buenas de la vida: ninguno tuvo una mujer para él solo, ninguno conoció la maravilla de tener un hijo y de que su hijo, con tres o cuatro años, se metiera en su cama, entre su mujer y él, un domingo por la mañana, en una habitación con mucho sol… -En algún momento Miralles había empezado a llorar: su cara y su voz no habían cambiado, pero unas lágrimas sin consuelo rodaban veloces por la lisura de su cicatriz, más lentas por sus mejillas sucias de barba.- A veces sueño con ellos, y entonces me siento culpable: les veo a todos, intactos y saludándome entre bromas, igual de jóvenes que entonces, porque el tiempo no corre para ellos, igual de jóvenes y preguntándome por qué no estoy con ellos, como si los hubiese traicionado, porque mi verdadero lugar estaba allí; o como si yo estuviese usurpando el lugar de alguno de ellos; o como si en realidad yo hubiera muerto hace sesenta años en cualquier cuneta de España o de África o de Francia y estuviera soñando una vida futura con mujer e hijos, una vida que iba a acabar aquí, en esta habitación de un asilo, charlando con usted. -Miralles siguió hablando, más deprisa, sin secarse las lágrimas, que le caían por el cuello y le mojaban la camisa de franela-. Nadie se acuerda de ellos, ¿sabe? Nadie. Nadie se acuerda siquiera de por qué murieron, de por qué no tuvieron mujer e hijos y una habitación con sol; nadie, y, menos que nadie, la gente por la que pelearon. No hay ni va a haber nunca ninguna calle miserable de ningún pueblo miserable de ninguna mierda de país que vaya a llevar nunca el nombre de ninguno de ellos. ¿Lo entiende? Lo entiende, ¿verdad? Ah, pero yo me acuerdo, vaya si me acuerdo, me acuerdo de todos, de Lela y de Joan y de Gabi y de Odena y de Pipo y de Brugada y de Gudayol, no sé por qué lo hago pero lo hago, no pasa un solo día sin que piense en ellos.

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