Javier Cercas - Soldados de Salamina

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Cuando en los meses finales de la guerra civil española las tropas republicanas se retiran hacia la frontera francesa, camino del exilio, alguien toma la decisión de fusilar a un grupo de presos franquistas. Entre ellos se halla Rafael Sánchez Mazas, fundador e ideólogo de Falange, quizás uno de los responsables directos del conflicto fratricida. Sánchez Mazas no sólo logra escapar de ese fusilamiento colectivo, sino que, cuando salen en su busca, un miliciano anónimo le encañona y en el último momento le perdona la vida.

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Pero una noche ocurrió el milagro. Yo había terminado de redactar un suelto y estábamos cerrando la edición del periódico cuando inicié mi ronda de llamadas marcando el número de la Résidence de Nimphéas, de Fontaine-Lés-Dijon, y, apenas pregunté por Miralles, en vez de con la acostumbrada negativa la operadora de la centralita me contestó con un silencio. Creí que había colgado, y ya me disponía también a hacerlo yo, rutinariamente, cuando me frenó una voz masculina.

– Aló?

Repetí la pregunta que acababa de hacerle a la operadora y que llevábamos más diez días de periplo insensato haciendo por todas las residencias del departamento 21.

– Miralles al aparato -dijo el hombre en castellano: la sorpresa no me dejó caer en la cuenta de que mi francés rudimentario me había delatado-. ¿Con quién hablo? -¿Es usted Antoni Miralles? -pregunté con un hilo de voz.

– Antoni o Antonio, da igual -dijo-. Pero llámeme Miralles; todo el mundo me llama Miralles. ¿Con quién hablo?

Ahora me parece increíble, pero, sin duda porque en el fondo nunca creí que acabaría hablando con él, yo no había preparado la forma en que me presentaría a Miralles.

– Usted no me conoce, pero hace mucho tiempo que le busco -improvisé, notando un latido en la garganta y un temblor en la voz. Para disimularlos, apresuradamente dije mi nombre y desde dónde le llamaba; atiné a añadir-: Soy amigo de Roberto Bolaño.

– ¿Roberto Bolaño?

– Sí, del cámping Estrella de Mar -expliqué-. En Castelldefells. Hace años usted y él…

– ¡Claro! -La interrupción me produjo gratitud, más que alivio-. ¡El vigilante! ¡Ya casi lo había olvidado!

Mientras Miralles hablaba de sus veranos en el Estrella de Mar y de su amistad con Bolaño, reflexioné sobre el modo de pedirle una entrevista; resolví ahorrarme los rodeos y abordar directamente la cuestión. Miralles no dejaba de hablar de Bolaño.

– ¿Y qué ha sido de él? -preguntó.

– Es escritor -contesté-. Escribe novelas.

– También las escribía entonces. Pero nadie quería publicárselas.

– Ahora es distinto -dije-. Es un escritor de éxito.

– ¿De veras? Me alegro: siempre pensé que era un tipo de talento, además de un mentiroso redomado. Pero supongo que hay que ser un mentiroso redomado para ser un buen novelista, ¿no? -Oí un sonido breve, seco y remoto, como una risa-. Bueno, en qué puedo servirle.

– Estoy investigando sobre un episodio de la Guerra Civil. El fusilamiento de unos presos nacionales en el santuario de Santa María del Collell, cerca de Banyoles. Ocurrió al final de la guerra. -En vano aguardé la reacción de Miralles. Añadí, a tumba abierta-: Estuvo usted allí, ¿verdad?

Durante los segundos interminables que siguieron pude oír la respiración arenosa de Miralles. Exultante y en silencio, comprendí que había dado en el blanco. Cuando volvió a hablar, la voz de Miralles sonó más oscura y más lenta: era otra.

– ¿Eso le dijo Bolaño?

– Lo deduje yo. Bolaño me contó su historia. Me contó que hizo usted toda la guerra con Líster, hasta que se retiró con él por Cataluña. Algunos soldados de Líster estuvieron en el Collell en ese momento, justo cuando se produjo el fusilamiento. Luego bien pudo usted ser uno de ellos. Lo fue, ¿no?

Miralles hizo otro silencio; volví a oír su respiración arenosa, y luego un chasquido: pensé que había encendido un cigarrillo; una lejana conversación en francés cruzó fugazmente la línea. Como el silencio se prolongaba, me dije que había cometido el error de ser demasiado brusco, pero antes de que pudiera tratar de rectificarlo oí por fin:

– Me ha dicho que es usted escritor, ¿verdad?

– No -dije-. Soy periodista.

– Periodista. -Otro silencio-. ¿Y piensa usted escribir sobre eso? ¿De veras cree que alguno de los lectores de su periódico le va a interesar una historia que pasó hace sesenta años?

– No la escribiría para el periódico. Estoy escribiendo un libro. Mire, quizá me he explicado mal. Sólo quiero hablar un rato con usted, para que me dé su versión, para poder contar lo que realmente pasó, o su versión de lo que pasó. No se trata de pedirle cuentas a nadie, sino sólo de tratar de entender…

– ¿Entender? -me interrumpió-. ¡No me haga reír! Es usted el que no entiende nada. Una guerra es una guerra. Y no hay nada más que entender. Yo lo sé muy bien, me pasé tres años pegando tiros por España, ¿sabe? ¿Y cree usted que alguien me lo ha agradecido?

– Precisamente por eso…

– Cállese y escuche, joven -me atajó-. Respóndame, ¿cree que alguien me lo ha agradecido? Le respondo yo: nadie. Nunca nadie me ha dado las gracias por dejarme la juventud peleando por su mierda de país. Nadie. Ni una sola palabra. Ni un gesto. Ni una carta. Nada. Y ahora me viene usted, sesenta años más tarde, con su mierda de periodiquito, o con su libro, o con lo que sea, a preguntarme si participé en un fusilamiento. ¿Por qué no me acusa directamente de asesinato?

«De todas las historias de la Historia», pensé mientras Miralles hablaba, «la más triste es la de España, porque termina mal.» Luego pensé: «¿Termina mal?». Pensé: «¡Y una gran mierda para la Transición!». Dije:

– Lamento que me haya malinterpretado, señor Miralles…

– ¡Miralles, coño, Miralles! -bramó Miralles-. Nadie en mi puta vida me ha llamado señor Miralles. Me llamo Miralles, sólo Miralles. ¿Lo ha entendido?

– Sí, señor Miralles. Miralles, quiero decir. Pero le repito que aquí hay un malentendido. Si me deja hablar se lo aclararé. -Miralles no dijo nada; proseguí-. Hace unas semanas Bolaño me contó su historia. Por entonces yo había dejado de escribir un libro sobre Rafael Sánchez Mazas. ¿Ha oído hablar de él?

Miralles tardó en contestar, pero no porque dudara.

– Claro. Se refiere al falangista, ¿no? Al amigo de José Antonio.

– Exacto. Fue una de las dos personas que escapó del fusilamiento del Collell. Mi libro iba sobre él, sobre su fusilamiento, sobre la gente que le ayudó a sobrevivir después. Y también sobre un soldado de Líster que le salvó la vida.

– Y qué pinto yo en todo eso.

– El otro fugitivo del fusilamiento dejó un testimonio del hecho, un libro que se titula Yo fui asesinado por los rojos .

– ¡Menudo título!

– Sí, pero el libro está bien, porque cuenta con detalle lo que ocurrió en el Collell. Lo que no tengo es ninguna versión republicana de lo que ocurrió allí y sin ella el libro se me queda cojo. Cuando Bolaño me contó su historia pensé que quizás usted también había estado en el Collell cuando el fusilamiento y que podría darme su versión de los hechos. Eso es todo lo que quiero: charlar un rato con usted y que me dé su versión. Nada más. Le prometo que no publicaré una línea sin consultárselo antes.

De nuevo oí la respiración de Miralles, entrecortada por la confusa conversación en francés que cruzaba otra vez la línea. Porque su voz fue de nuevo la del principio, cuando Miralles volvió a hablar comprendí que mi explicación había logrado apaciguarlo.

– ¿Cómo ha conseguido usted mi teléfono?

Se lo expliqué. Miralles se rió de buena gana.

– Mire, Cercas -empezó luego-. ¿O tengo que llamarle señor Cercas?

– Llámeme Javier.

– Bueno, pues Javier. ¿Sabe usted cuántos años acabo de cumplir? Ochenta y dos. Soy un hombre mayor y estoy cansado. Tuve una mujer y ya no la tengo. Tuve una hija y ya no la tengo. Todavía me estoy recuperando de una embolia. No me queda mucho tiempo, y lo único que quiero es que me dejen vivirlo en paz. Créame: esas historias ya no le interesan a nadie, ni siquiera a los que las vivimos; hubo un tiempo en que sí, pero ya no. Alguien decidió que había que olvidarlas y, ¿sabe lo que le digo?, lo más probable es que tuviera razón; además, la mitad son mentiras involuntarias y la otra mitad mentiras voluntarias. Usted es joven; créame que le agradezco su llamada, pero lo mejor es que me haga caso, se deje de tonterías y dedique su tiempo a otra cosa.

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