Javier Cercas - Soldados de Salamina

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Cuando en los meses finales de la guerra civil española las tropas republicanas se retiran hacia la frontera francesa, camino del exilio, alguien toma la decisión de fusilar a un grupo de presos franquistas. Entre ellos se halla Rafael Sánchez Mazas, fundador e ideólogo de Falange, quizás uno de los responsables directos del conflicto fratricida. Sánchez Mazas no sólo logra escapar de ese fusilamiento colectivo, sino que, cuando salen en su busca, un miliciano anónimo le encañona y en el último momento le perdona la vida.

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Traté de insistir, pero fue inútil. Antes de colgar Miralles me pidió que le diera recuerdos a Bolaño. «Dígale que nos vemos en Stockton», dijo. «¿Dónde?», pregunté. «En Stockton», repitió. «Dígaselo: él lo entenderá.»

Conchi estalló de alegría cuando le dije por teléfono que habíamos encontrado a Miralles; luego estalló de indignación cuando le dije que no iba a ir a verle.

– ¿Después de la que hemos armado? -gritó.

– No quiere, Conchi. Entiéndelo.

– ¡Y a ti qué te importa que no quiera!

– Conchi, por favor.

Discutimos. Intentó convencerme. Intenté convencerla.

– Oye, haz una cosa -dijo por fin-. Llama a Bolaño. A mí nunca me haces caso, pero él te convencerá. Si no le llamas tú, le llamo yo.

En parte porque ya lo tenía previsto y en parte para evitar la llamada de Conchi, llamé a Bolaño. Le expliqué la conversación que había tenido con Miralles y el rechazo taxativo del viejo a mi propuesta de visitarle. Bolaño no dijo nada. Entonces me acordé del mensaje que Miralles me había dado para él; se lo di.

– Joder con el viejo -rezongó Bolaño, la voz ensimismada y burlona-. Todavía se acuerda.

– ¿Qué significa?

– ¿Lo de Stockton?

– ¿Qué va a ser?

Tras una pausa demasiado larga Bolaño contestó a la pregunta con otra pregunta:

– ¿Has visto Fat City? -Dije que sí-. A Miralles le gustaba mucho el cine -continuó Bolaño-. Lo veía en la tele que instalaba bajo la marquesina de su rulot; algunas veces iba a Castelldefells y en una tarde se tragaba tres películas, la cartelera entera, le daba lo mismo lo que pusieran. Yo aprovechaba mis pocos días libres para ir a Barcelona, pero una vez me lo encontré en el paseo de Castelldefells, nos tomamos una horchata juntos y luego me propuso acompañarle al cine; como no tenía nada mejor que hacer, le acompañé. Ahora puede parecer mentira que en un pueblo de veraneo pusieran una película de Huston, pero entonces pasaban esas cosas. ¿Sabes lo que significa Fat City? Algo así como Una ciudad de oportunidades, o Una ciudad fantástica o, mejor aún, ¡Menuda ciudad! ¡Pues menudo sarcasmo! Porque Stockton, que es la ciudad de la película, es una ciudad atroz, donde no hay oportunidades para nadie, salvo para el fracaso. Para el más absoluto y total fracaso, en realidad. Es curioso: en casi todas las películas de boxeadores lo que se cuenta es la historia de la ascensión y caída del protagonista, de cómo alcanza el éxito y luego llega al fracaso y al olvido; aquí no: en Fat city ninguno de los dos protagonistas -un viejo boxeador y un boxeador joven- vislumbra siquiera la posibilidad del éxito, ni ninguno de los que los rodean, como ese viejo y acabado boxeador mexicano, no sé si te acuerdas de él, que orina sangre antes de subir al ring, y que entra y sale solo del estadio, casi a oscuras. Bueno, pues esa noche, al terminar la película, fuimos a un bar y nos sentamos a la barra y pedimos cerveza y estuvimos allí charlando y bebiendo hasta muy tarde, frente a un gran espejo que nos reflejaba y reflejaba el bar, igual que los dos boxeadores de Stockton al final de Fat city, y yo creo que fue esa coincidencia y las cervezas los que hicieron que Miralles dijera en algún momento que nosotros íbamos a acabar igual, fracasados y solos y medio sonados en una ciudad atroz, orinando sangre antes de salir al ring para pelear a muerte con nuestra propia sombra en un estadio vacío. Miralles no dijo eso, claro, las palabras las pongo yo ahora, pero dijo algo parecido. Esa noche nos reímos mucho y cuando llegamos ya de madrugada al cámping y vimos que todo el mundo estaba durmiendo y que el bar estaba cerrado seguimos charlando y riéndonos con esa risa floja que le da a la gente en los entierros o en sitios así, ya sabes, y cuando ya nos habíamos despedido y yo me iba ya para mi tienda, dando tumbos en la oscuridad, Miralles me chistó y me volví y lo vi, gordo e iluminado por la luz escasa de una farola, erguido y con el puño en alto, y, antes de que estallara de nuevo su risa reprimida, le oí susurrar en el silencio dormido del cámping: «¡Bolaño, nos vemos en Stockton!». Y a partir de aquel día, cada vez que nos despedíamos hasta la mañana siguiente o hasta el siguiente verano, Miralles añadía siempre: «¡Nos vemos en Stockton!».

Quedamos en silencio. Supongo que Bolaño esperaba algún comentario de mi parte; yo no podía hacer ningún comentario, porque estaba llorando.

– Bueno -dijo Bolaño-. ¿Y ahora qué piensas hacer?

– ¡De puta madre! -gritó Conchi cuando le di la noticia-. ¡Ya sabía yo que Bolaño iba a convencerte! ¿Cuándo salimos?

– No vamos a ir los dos -dije, pensando que la presencia de Conchi quizás haría más fácil la entrevista con Miralles-. Voy a ir yo solo.

– ¡No digas tonterías! Mañana por la mañana cogemos el coche y en un periquete nos plantamos en Dijon.

– Ya lo tengo decidido -insistí, tajante, pensando que un viaje hasta Dijon en el Volkswagen de Conchi era más arriesgado que la marcha desde el Magreb al Chad de la columna Leclerc-. Iré en tren.

Así que el sábado por la tarde me despedí de Conchi en la estación («Dale recuerdos de mi parte al señor Miralles», me dijo. «Se llama Miralles, Conchi», la corregí. «Sólo Miralles»), y tomé un tren hacia Dijon como quien toma un tren hacia Stockton. Era un tren hotel, un tren nocturno en cuyo restaurante de mullidos asientos de cuero y ventanales lamidos por la velocidad de la noche recuerdo que estuve hasta muy tarde bebiendo y fumando y pensando en Miralles, y a las cinco de la mañana, estragado, sediento y con sueño, bajé en la estación subterránea de Dijon y, después de caminar por andenes desiertos e iluminados por globos de luz esquelética, tomé un taxi que me dejó en el Victor Hugo, un hotelito familiar que se halla en la Rue des Fleurs, no lejos del centro. Subí a mi habitación, bebí del grifo un gran trago de agua, me duché y me tumbé en la cama. En vano traté de dormir. Pensaba en Miralles, al que pronto vería, y en Sánchez Mazas, al que no vería nunca; pensaba en su único encuentro conjetural, sesenta años atrás, a casi mil kilómetros de distancia, bajo la lluvia de una mañana violenta y boscosa; pensaba que pronto sabría si Miralles era el soldado de Líster que salvó a Sánchez Mazas, y que sabría también qué pensó al mirarle a los ojos y por qué lo salvó, y que entonces tal vez comprendería por fin un secreto esencial. Pensaba todo eso y, pensándolo, empecé a oír los primeros ruidos de la mañana (pisadas en el pasillo, el trino de un pájaro, el motor urgente de un coche) y a intuir el amanecer empujando contra los postigos de la ventana.

Me levanté, abrí la ventana y los postigos: el sol indeciso de la mañana iluminaba un jardín con naranjos y, más allá, una calle apacible delimitada por casas con teja

dos a dos aguas; sólo el piar de los pájaros quebraba aquel silencio de pueblo. Me vestí y desayuné en el comedor del hotel; luego, como pensé que era demasiado pronto para ir a la Résidence de Nimphéas, decidí dar un paseo. Nunca había estado en Dijon, y apenas cuatro horas atrás, mientras recorría en el taxi sus calles flanqueadas de edificios como cadáveres de animales prehistóricos y miraba con sueño sus frontispicios señoriales y parpadeantes de anuncios luminosos, me había parecido una de esas imponentes ciudades medievales que de noche se afantasman y sólo entonces muestran su verdadero rostro, el esqueleto podrido de su antiguo poderío; ahora, en cambio, en cuanto salí a la Rue des Fleurs y, tomando por la Rue des Roses y la Rue Desvoges, llegué a la Place D'Arcy -que a esa hora ya hervía de coches circulando en torno al Arco de Triunfo-, me pareció una de esas tristes ciudades de la provincia francesa donde los tristes maridos de Simenon cometen sus tristes crímenes, una ciudad sin alegría y sin futuro, igual que Stockton. Aunque hacía algo de fresco y el sol apenas brillaba, me senté en la terraza de un bar, en la Place Grangier, y me tomé una Coca-Cola. A la derecha de la terraza, en una calle adoquinada, había instalado un mercadillo ambulante, más allá del cual se erguía la iglesia de Notre Dame. Pagué la Coca-Cola, curioseando aquí y allá recorrí el mercadillo, crucé una calle y entré en la iglesia. Al pronto me pareció que estaba vacía, pero, mientras oía resonar mis pasos en la bóveda gótica, distinguí ante un altar lateral a una mujer que acababa de encender una vela; ahora escribía algo en un cuaderno abierto sobre un facistol. Cuando me acercaba al altar la mujer dejó de escribir y se volvió para irse; nos cruzamos en medio de la nave: era alta, joven, pálida, distinguida. Al llegar ante el altar, no pude evitar leer la última frase anotada en el cuaderno: «Dios mío, ayúdame a mí y a mi familia en este tiempo de oscuridad».

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