Javier Cercas - Soldados de Salamina

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Cuando en los meses finales de la guerra civil española las tropas republicanas se retiran hacia la frontera francesa, camino del exilio, alguien toma la decisión de fusilar a un grupo de presos franquistas. Entre ellos se halla Rafael Sánchez Mazas, fundador e ideólogo de Falange, quizás uno de los responsables directos del conflicto fratricida. Sánchez Mazas no sólo logra escapar de ese fusilamiento colectivo, sino que, cuando salen en su busca, un miliciano anónimo le encañona y en el último momento le perdona la vida.

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Cruzamos frente a la entrada de un garaje subterráneo, abandonamos el sendero y trepamos -Miralles con inesperada agilidad, aferrado a su bastón; yo tras él, temiendo que en cualquier momento se cayera- por un pequeño terraplén, al otro lado del cual se extendía un pedazo de césped con un banco de madera que miraba hacia el tráfico escaso de la Rue des Combottes y hacia la fila de casas apareadas que se alineaba más allá. Nos sentamos en el banco.

– Bueno -dijo Miralles, apoyando el bastón contra el borde del banco-, venga ese cigarro.

Se lo di; se lo encendí; me encendí uno. Miralles fumaba con delectación, tragándose profundamente el humo.

– ¿Está prohibido fumar en la residencia? -pregunté.

– ¡Qué va! Lo que pasa es que casi nadie fuma. A mí me lo prohibió el médico cuando me dio la embolia. Qué tendrá que ver una cosa con la otra. Pero de vez en cuando me meto en la cocina, le robo al cocinero un cigarrillo y me lo fumo en mi cuarto, o me lo vengo a fumar aquí. ¿Qué le parece la vista?

Yo no quería someterle de entrada a un interrogatorio, y además me apetecía oírle hablar de sus cosas, así que durante un rato hablamos de su vida en la residencia, del Estrella de Mar, de Bolaño. Comprobé que tenía la cabeza muy clara y la memoria intacta y, mientras vagamente le escuchaba, se me ocurrió que Miralles tenía la misma edad que hubiera tenido mi padre de haber estado vivo; el hecho me pareció curioso; más curioso aún me pareció haber pensado en mi padre, precisamente en aquel momento y en aquel lugar. Pensé que, aunque hacía más de seis años que había fallecido, mi padre todavía no estaba muerto, porque todavía había alguien que se acordaba de él. Luego pensé que no era yo quien recordaba a mi padre, sino él quien se aferraba a mi recuerdo, para no morir del todo.

– Pero usted no ha venido aquí a hablar de estas cosas -se interrumpió en algún momento Miralles: hacía rato que habíamos tirado los cigarrillos-. Ha venido a hablar del Collell.

No sabía por dónde empezar, así que dije:

– ¿Entonces es verdad que estuvo en el Collell? -Claro que estuve en el Collell. No se haga el tonto: si yo no hubiera estado allí, usted no estaría aquí. Claro que estuve: una semana, quizá dos, no más. Fue a finales de enero del 39, lo recuerdo muy bien porque el 31 de ese mes crucé la frontera, esa fecha no se me olvida. Lo que no sé es por qué estuvimos allí tanto tiempo. Éramos los restos del V Cuerpo del Ejército del Ebro, la mayoría veteranos de toda la guerra, y llevábamos desde el verano pegando tiros sin parar hasta que se hundió el frente y tuvimos que salir echando leches hacia la frontera, con los moros y los fascistas pisándonos los talones. Y de repente, a un paso de Francia, nos hicieron parar. Claro que lo agradecimos, porque llevábamos encima un palizón tremendo; pero tampoco entendíamos a qué venían aquellos días de tregua. Corrían rumores: había quien decía que Líster estaba preparando la defensa de Gerona, o un contraataque por no se sabe dónde. Tonterías: no teníamos ni armas, ni municiones, ni pertrechos, ni nada de nada; en realidad, no éramos ni siquiera un ejército: sólo un montón de desharrapados, con un hambre de meses, desperdigados por los bosques. Eso sí, ya le digo, por lo menos descansamos. Usted conocerá el Collell.

– Un poco.

– No está lejos de Gerona, en la zona de Banyoles. Ahí se quedaron algunos durante esos días, otros en los pueblos de los alrededores; a otros nos mandaron al Collell.

– ¿Para qué?

– No lo sé. En realidad, no creo que nadie lo supiera. ¿No se da cuenta? Aquello era un desbarajuste fabuloso, un sálvese quien pueda. Todo el mundo daba órdenes, pero nadie las obedecía. La gente desertaba en cuanto se le presentaba la ocasión.

– ¿Y usted por qué no lo hizo?

– ¿Desertar? -Miralles me miró como si su cerebro no estuviera preparado para procesar la pregunta-. Pues no lo sé. No se me ocurrió, supongo. En esos momentos no es tan fácil pensar, ¿sabe? Además, ¿adónde iba a ir? Mis padres habían muerto y mi hermano también estaba en el frente… Mire -levantó el bastón, como si un imprevisto viniera a sacarle del aprieto-, ahí están.

Ante nosotros, al otro lado de la verja que separaba el jardín de la residencia de la Rue des Combottes, cruzaba un grupo de párvulos pastoreados por dos maestras. Me arrepentí de haber interrumpido a Miralles, porque la pregunta (o su incapacidad de responderla; o quizás era sólo el paso de los niños) pareció desconectarlo de sus recuerdos.

– Puntuales como un reloj -dijo-. ¿Tiene usted hijos?

– No.

– ¿No le gustan los niños?

– Me gustan -dije, y pensé en Conchi-. Pero no los tengo.

– A mí también me gustan -dijo, agitando el bastón hacia ellos-. Fíjese en aquel botarate, el de la gorra.

Permanecimos un rato en silencio, mirando a los niños .No tenía por qué decir nada, pero filosofé tontamente:

– Siempre parecen felices.

– No se ha fijado bien -me corrigió Miralles-. Nunca lo parecen. Pero lo son. Igual que nosotros. Lo que pasa es que ni nosotros ni ellos nos damos cuenta.

– ¿Qué quiere decir?

Miralles sonrió por primera vez.

– Estamos vivos, ¿no? -Se incorporó ayudándose con el bastón-. Bueno, es la hora de comer.

Mientras caminábamos de vuelta a la residencia dije:

– Me estaba hablando del Collell.

– ¿Le importa darme otro cigarro?

Como si tratara de sobornarlo, le di el paquete entero. Guardándoselo en el bolsillo preguntó:

– ¿Qué le estaba diciendo?

– Que mientras usted estuvo allí aquello era un desbarajuste.

– Claro. -Con facilidad retomó el hilo-. Imagínese el panorama. Estábamos nosotros, los que quedábamos del batallón; nos mandaba un capitán vasco, un tipo bastan te decente, ahora no recuerdo cómo se llamaba, el comandante había muerto en un bombardeo a la salida de Barcelona. Pero también había civiles, carabineros, gente del SIM. De todo. Yo creo que nadie sabía qué pintábamos allí, supongo que esperar la orden de cruzar la frontera, que era lo único que podíamos hacer.

– ¿No vigilaban a los prisioneros?

Hizo una mueca escéptica.

– Más o menos.

– ¿Más o menos?

– Sí, claro que los vigilábamos -concedió de mala gana-. Lo que quiero decir es que los encargados de hacerlo eran los carabineros. Pero, a veces, cuando los prisioneros salían a pasear o a hacer algo, nos ordenaban que estuviésemos con ellos. Si a eso le llama usted vigilar, pues sí, los vigilábamos.

– ¿Y sabían quiénes eran?

– Sabíamos que eran peces gordos. Obispos, militares, falangistas de la quinta columna. Gente así.

Habíamos desandado el sendero de gravilla: los ancianos que minutos atrás tomaban el sol habían desertado de sus hamacas, y ahora conversaban en grupos a la entrada del edificio y en la sala de la televisión, que seguía encendida.

– Todavía es pronto: déjelos entrar -dijo Miralles, tomándome del brazo y obligándome a sentarme junto a él, en el borde del estanque-. Usted quería hablar sobre Sánchez Mazas, ¿verdad? -Asentí-. Decían que era un buen escritor. ¿Qué opina usted?

– Que era un buen escritor menor.

– Y eso qué quiere decir.

– Que era un buen escritor, pero no un gran escritor.

– O sea que se puede ser un buen escritor siendo un grandísimo hijo de puta. Qué cosas, ¿verdad?

– ¿Usted sabía que Sánchez Mazas estaba en el Collell?

– ¡Claro! ¡Cómo no iba a saberlo, si era el pez más gordo! Lo sabíamos todos. Todos habíamos oído hablar de Sánchez Mazas y sabíamos lo suficiente de él, o sea que por su culpa y por la de cuatro o cinco tipos como él había pasado lo que había pasado. No estoy seguro, pero me parece que, cuando él llegó al Collell, nosotros ya llevábamos unos días allí.

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