– Lo sabe todo el mundo en la corte y en la villa. Lo sabían ayer. Hoy lo sabrá ya el reino entero.
– ¡Qué vergüenza!
– No, Majestad. Menos algún que otro fraile, todo el mundo lo encuentra natural.
– ¿Y tú?
– Yo la he ayudado a esconderse aquí. Esta celda es mi celda, pero no volveré a ocuparla. Lo más probable es que aquí construyan una capilla al santo o a la santa que convenga.
La Reina no respondió. Miraba alrededor, y su mirada se fijó en el camastro. Marfisa dijo:
– No es digno de unos Reyes, pero no hay otra cosa mejor.
La Reina le tendió la mano, y mientras Marfisa se la besaba, le dio las gracias.
– Que todo salga bien, Majestad. Y cuando encuentre al Rey más contento, entérele de que este monasterio necesita un reloj nuevo. Si espera ya, lo entretendré un poco.
– Sí, pero cúbrete el rostro.
– Las monjas, Majestad, no podemos hablar con un hombre sin llevar la cara cubierta, aunque sea el Rey.
– Sobre todo si es el Rey.
Salió Marfisa. No sabía que a los reyes no se les puede dar la espalda, así que se la dio a la Reina, pero ésta no se fijó o no quiso fijarse. El claustro estaba vacío. Marfisa oyó el ruido de la cerradura. Se arrimó al quicio, y esperó. El Rey tardó todavía unos minutos; se oyeron pasos desorientados, y apareció al fin, allá lejos, como un fantasma delgado y negro, vacilante aún: quizá se hubiera perdido por los pasillos del monasterio. Al divisar a Marfisa, enderezó la figura y caminó con seguridad. Marfisa se había arrodillado, tenía la cabeza inclinada. Vio delante de sus ojos la mano delgada del Rey, y la besó.
– Levantaos.
Quedaron frente a frente: el Rey, larguirucho y un poco asustado; ella, firme, pero con la cabeza gacha.
– Tiene Su Majestad que esperar un poco.
– ¿Está la Reina dentro?
– Sí, pero acaba de entrar.
– ¿Y por qué tengo que esperar?
– Siempre conviene, señor, dar tiempo a los demás. Las cosas hay que hacerlas con calma.
– ¿A qué cosas te refieres?
– A todas, Majestad. Yo sé lo que son las mujeres. Prefieren esperar y ser deseadas. Su Majestad debe ser tierno y cauteloso, no darse prisa. Una mujer, por muy reina que sea, no se entrega a la primera, y me atrevería a decir a Vuestra Majestad que, después de que entre en esa celda, no habrá rey ni reina, sino una mujer y un hombre. Que sean esposos es lo de menos. El amor no sabe de leyes ni de bendiciones.
– ¿Por qué me dices eso?
– Porque me han ordenado que se lo diga.
– ¿Y te han dicho algo más?
– Sí, Majestad. Que actúe poco a poco, que se porte con comedimiento y que no se desanime si la Reina hace remilgos. Todo eso forma parte del ritual.
– No será porque la han prevenido en contra.
– ¿Su Majestad no saca consecuencias del hecho de que la Reina le espere aquí?
– Tienes razón. ¿Cómo hago para entrar?
– Espere un poco, acabo de decirle. Y también le aconsejé comedimiento. Esa prisa quiere decir que no me ha hecho caso.
– A un rey le cuesta caro obedecer.
– ¿Y qué hace Vuestra Majestad sino obedecer constantemente? Al Valido, a los amigos, a las leyes del reino. Debe estar acostumbrado.
– Otra vez tienes razón.
Se apartó un poco de Marfisa, se acercó a la puerta de la celda y aplicó el oído.
– No se oye nada.
– Las mujeres, señor, solemos desnudarnos en silencio.
– ¿Crees que se habrá desnudado?
– ¿Para qué, si no, han venido Vuestras Majestades a este lugar tan incómodo? ¿Y no era eso lo que Vuestra Majestad pretendía?
– Lo sabe demasiada gente.
– Lo sabe todo el mundo, hasta yo.
Marfisa no se había movido y mantenía la cabeza baja.
– Me gustaría saber cuándo hablas por ti misma y cuándo dices lo que te ordenaron.
– Van mezclados, señor, los dictados.
– ¿Puedo verte la cara?
– Lo prohíbe la regla.
– Pero yo soy el Rey.
– Sí, Majestad, pero la regla es cosa de Dios.
El Rey apartó la mano que encaminaba al velo.
– Eso dicen… -Volvió a escuchar, el Rey, a través de la puerta-. Ya debe de haber terminado, ¿no crees?
– En ese caso, señor, va mi último consejo: sea cariñoso y lento, y no olvide que quien le acompaña en el lecho es un ser de carne y hueso, pero, sobre todo, de carne.
– ¿Y quién te dijo esas cosas?
– Un pajarito, Majestad.
Marfisa empujó al Rey suavemente hacia la puerta.
– Dé tres golpes con los nudillos. Le abrirán… Que haya suerte.
Se apartó y corrió por el claustro hasta perderse. El Rey la vio marchar, y juraría haber descubierto, entre el vuelo de la falda, unos zapatos de hebilla y unas medias granate, y sólo después de que ella hubo desaparecido, llamó a la puerta de la celda.
– Entra.
9.Dieron las doce en algún reloj cercano. El padre Almeida atravesó la puerta del palacio de la Santa. «Su Excelencia le espera», le dijo el portero al abrirle. Recorrió pasillos y claustros con la teja en la mano. El fámulo que le precedía se detuvo. «Es aquí», y abrió sin llamar. El padre Almeida se halló en una antesala donde dos criados que esperaban se pusieron de pie.
– Por aquí, padre, haga Su Merced el favor.
Atravesó la puerta. El Gran Inquisidor le esperaba ante su ración de clarete frío, mediada ya la copa etrusca.
– Es usted puntual, padre.
– Su Excelencia me dijo que a las doce.
– Y las doce son. Venga conmigo.
Lo llevó a una habitación vecina, donde la mesa se había puesto como para la comida de dos Reyes; tales eran los relumbres del cristal y de la plata: por el zócalo de Talavera corrían monstruos azules sobre fondo amarillo, dragones de lengua florida y colas arbóreas, enlazadas unas a otras en una repetición avocada a lo infinito. El Gran Inquisidor señaló al jesuita un asiento.
– Obedezco, Excelencia -y se sentó.
El Gran Inquisidor lo hizo inmediatamente después.
– ¡Vaya tiempo que se nos ha echado encima!
– Sí, Excelencia. Tenemos ya ahí el invierno.
– Y Su Paternidad, ¿cuándo piensa marcharse?
– Mejor hoy que mañana.
– Va a encontrarse las lluvias, nada más pasado el Pirineo.
– También cuento con la nieve.
– ¿Y el peligro?
– Ése, Excelencia, es el compañero de mi misión.
– Sin embargo, en algún lugar se encontraría usted a cubierto. ¿Qué le parece Roma?
– No me atrae. Prefiero las brumas y los peligros de Londres.
– Aquí no hay brumas, pero, peligros, no faltan.
– Ya lo sé.
El Gran Inquisidor hizo una seña al criado que esperaba, y en seguida trajeron una sopera humeante, repleta de olorosa menestra.
Uno y otro se sirvieron comedidamente.
– ¿No es poca esa comida, para un cuerpo tan joven?
– Mi cuerpo está disciplinado, aunque no lo suficiente.
– ¿Le quedan, por ventura, algunos de esos deseos que atormentan a los eclesiásticos jóvenes, y que tanto dan que hacer a los que tenemos mando?
– Me quedan, Excelencia, conatos de violencia, ganas de desbaratarlo todo a trastazos cuando veo una injusticia.
– Mala cosa ésa, puede creerme. La señal indudable de que se ha alcanzado la debida madurez es la comprensión de que siempre habrá injusticias y violencias.
– Pero no siempre las mismas.
– En eso tiene razón.
El Gran Inquisidor comenzó a comer, el jesuita le siguió, lo hicieron en silencio y rápidamente. Habían pasado sólo unos minutos cuando el criado retiró los platos y puso otros limpios, de la misma finura, de la misma elegancia. El jesuita miró el suyo y lo remiró.
– No son portugueses, padre. Bien sé que en Portugal fabrican unas lindas vajillas, pero esta en que comemos la heredé de mi antecesor, cuyo refinamiento iba por otros rumbos.
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