Xavier Velasco - Diablo Guardian

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El sepelio de Violetta o Rosa del Alba Rosas Valdivia es observado por Pig, escritor compulsivo, perfeccionista, y sin carrera literaria. Pig cede la palabra a la muerta y hace narrar a Violetta, que cuenta su historia en primera persona. Desde niña, el personaje tiene dos diferentes apelativos y una vocación de lo que ella entiende por la palabra puta que cobra diferentes significados durante toda su vida (mismos que ella lleva a la práctica). La niña vive en un ambiente de mentira (su padre tiñe de rubio la cabellera de cada uno de los integrantes de la familia desde los primeros años de la infancia). Las apariencias rigen a la familia de Violetta. El papá planea un robo a la madre, que a su vez ha estado robando a la Cruz Roja y guarda el dinero en una caja fuerte en el clóset. La jovencita-niña empieza a vivir aventuras desde que se escapa de su casa con los cien mil dólares robados. Contrata a un taxista anciano para que viaje con ella por avión y a partir de ese momento, manipulará a los demás. Cruza la frontera con los Estados Unidos, siempre usando a alguien, comprando favores y voluntades. Como todos los hombres que se topan con Violetta, Pig también es usado por ella, que lo domina como escritor y le exige escribir la novela en que ella aparece. Una obra divertida, sin concesiones, despiadada como observación de la sociedad y de los individuos, que tiene el buen gusto artístico de no caer en sentimentalismos o en?denuncias?. Una novela de la globalización.

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En la foto de la postal acabo de salir de una chamba en el Plaza: le saqué cuatrocientos a un argentino y le robé tres mil en cheques de viajero, mismos que ya cambié con éxito rotundo. Digo, una se supera. O sea que estoy triste, pero contenta. De pronto el Santa Claus me da una idea revolucionaría: ¿qué tal un regalito para la niña Víoletta? Y zas.- que me emociono. ¿Qué podía comprar en Saks que fuera más o menos fácil de ocultar? No se me ocurrió nada, así que me seguí caminando por la Quinta, hasta que cuando menos lo esperaba: Bingo-bíngo-bingo. Puta madre, se me hizo agua la hormona. Ya sé que con tres mil pránganas dólares no haces el gran milagro en Tiffany, y en este caso me faltaban nada más dieciocho. 0 más bien trece, ya contando los cinco que tenía escondidos en el tubo del toallero. Un dineral, ¿ajá? Sobre todo si lo conviertes en salarios mínimos, que es lo que hacen los pránganas para poder imaginarse las fortunas. Por eso dije: Que se chinguen los jodidos, yo quiero ese reloj.

POSTAL 4: Una indiscreta comezón en la muñeca

Todos los días iba a Tiffany a verlo. Una vez hasta me sacaron porque a huevo quería tomarle una polaroid. Me acuerdo que el policía me empujó hasta la calle y me advirtió: No puedes traspasar la puerta de Tiffany. Cuatro días después ya estaba yo de vuelta, con la lana completa. Entré, pagué el reloj, me lo puse, salí y se lo embarré en la jeta al policía, para que le quedara claro que el único que nunca iba a pasar de esa puerta era él. Por eso en la postal me ves con la muñeca izquierda encimada en la ceja derecha: lo que quiero es que salga el reloj en la foto. Un Bulgari con brillantitos sueltos en la carátula, no apto para voluntarias de la Cruz Roja.

Más de un año lo tuve escondido dentro de un casillero, en un boliche cerca del Madison. Iba, jugaba sola media hora y muy discretamente guardaba el relojito en mis zapatos. Los metía con todo y bola en el casillero y me salía a la calle tan tranquila, como seguramente salía mi mamá del banco luego de haber cambiado sus pesos por dólares: sabiendo que era rica pero causando lástimas. Yo porque finalmente venía de putear, y mi mamá porque traía el dinero de la Cruz Roja escondido en ingenuas bolsas del mandado. Genes ladrones y mediocres, pero también: eran los que me estaban sacando del hoyo.

Antes de ese reloj yo no pensaba más que en pasonearme; gracias a él volví a pensar en mí o no sé, tuve ilusiones. Cada vez que iba a Tiffany decía: Diosito, ayúdame. ¿Te conté que lloraba como loca cuando me confesaba? Y eso que no decía ni la mitad de mis pecados. Más bien los iba confesando en abonitos. Which means. El del reloj lo confesé cuando ya lo tenía en mi muñequita. No es que fuera pecado comprarme un reloj, sólo que casi todo me lo había robado. Rateras’ time, ¿ajá?

POSTAL 5: ¡Manos arriba!

En la foto me ves recostadita en una súper cama, con el velo de novia encima. El que la hace de novio es un maridito que me llamaba siempre que llegaba a New York. Tenía esposa, hijos, toda la función, pero viajaba solo, cargando con mi traje de novia. Todas las noches que él se quedara en la ciudad, yo tenía que estar vestida así. Velo, crinolina, ligas, zapatos, everything. Hasta que un día le dio por regalármelo. Tenía que seguir usándolo con él, pero también tenía otras ideas. ¿Tú crees que no iba a haber más cojos del mismo pie? A los hombres les puede enloquecer que una haga cosas de ésas, no hay ni que preguntarles. Es como si le dices a un niño: ¿Qué prefieres, helado de vainilla o sopa de verduras?

Luego venían las polaroids. Nos tomábamos unas indecentísimas, y entonces yo decía: Chin, tengo que recobrarlas. Ése era mi pretexto, ¿ajá? Me hacía la dormida en la mañana y esperaba a que se metiera a bañar el incauto. Un segundo después pegaba el brinco, me vestía y echaba a andar las uñas. Para cuando salía el ruco de la regadera, yo ya andaba en la calle con las fotos. Más el reloj, la cartera, a veces hasta la computadora. Y sí, era yo una traidora inmunda, pero mejor traidora que traicionada. ¿Cuántas esposas se divorcian y dejan al marido en la calle? Yo agarraba unos billetes, un reloj, cualquier cosa y me largaba.

Sin abogados, sin pensión alimenticia, sin luego andar contando de sus pinches miserias en la cama. ¿Ratera? ¿Cuál ratera? Yo estaba reclamando mis derechos de esposita, y con la polaroid me aseguraba de que el ex maridito no me iba a desconocer. La coartada está lista, señorita Schmidt. Queda usted para siempre fuera de esta historia. Además, los hacía hablar muchísimo. No sabes luego todo lo que me contaban: los defectos más íntimos de sus viejas, los trinquetes que hacían en el trabajo, los hijos que tenían no sé dónde. Por eso hasta sin fotos me iba tranquila. Aparte, si algo sobra en New York son los hoteles. Das un madrazo en uno, lo dejas descansar un tiempo y luego vuelves triunfalmente. El chiste es nunca desfalcar al hotel, sólo a los huéspedes. De hecho, sólo los huéspedes que ha visto una sin ropa. Por los demás Violetta no responde.

Ya era mayor de edad, pero si se ponían necios les decía: Ok, me falta un mes para cumplirlos. Y tú no te imaginas la jeta que planta un abuelito cuando su concubina le insinúa que es menor de edad. Concubina: qué asco de palabra. Puta es mucho más práctica y se oye menos fea. Según decía Nefastófeles, podían levantarme no sé cuántos cargos por andar concubineando. Y lo decía muy serio el pendejete, como si él no tuviera ni que ver. Si un día me llegaba a agarrar la policía, más iban a tardar en tomarme las huellas que en detenerlo a él: my motherfuckín’pimp. Además, yo podía probar que él había abusado de mí siendo menor de edad. A veces pienso que a propósito armaba mi película, pero luego me acuerdo de lo que hacía a diario y bueno: mi vida era una puta película. Cometía delitos todo el día, estatales, federales y domésticos. Por más que me tranquilizara pensando que lo mío era a nivel cucaracha, me quedaba clarísimo que en estos casos, y es más, en todos los casos, las cucarachas son a las primeras que aplastan.

POSTAL 6: Waitíngfor my man

Lexington y la 125, Violetta elegantísima en el taxi, con la cabeza casi afuera de la ventana. Lo reconozco: no se me da la discreción. La hipocresía, tal vez, pero no sé pasar inadvertida. Lo detesto, más bien. Sobre todo en este momento tan difícil: mi comprador no llega, traigo un par de trofeos de guerra en el taxi, necesito darme un jalón y no traigo ni los diez dólares que ya marcó el taxímetro. O sea que no me puedo bajar del taxi, necesito que llegue Marcus, que es el que va a sacarme del problema.

Las cuatro de la tarde y yo con las manitas temblando porque si el pinche Marcus no llega voy a acabar tirándome a un dealer de la Séptima para que me aliviane. My God, qué vieja tan adicta. O tan puta, ahí escógele. No tengo ni veinte años y parezco de treinta, por más que las gafitas me tapen los huecotes debajo de los ojos. Si te preguntas mientras tanto dónde anda Nefastófeles, yo pregunto lo mismo: hace tres días que no llega al departamento y ya no tengo nada de cois. Entonces te decía que estoy que me muero en la maldita esquina.

¿Nunca escuchaste Waitingfor My Man? Era la preferida de Marcus. De hecho por eso citaba a todos sus clientes ahí: Up to Lexington and one-two-five. No era ningún encanto, ese Marcus. Pelos tiesos de mugroso rasta, jeta de negro sin amigos, los ojos viendo siempre hacia otra parte, como si todo el tiempo te estuviera diciendo: No vales un carajo para mí. Nefastófeles era todo lo contrario: sonrisota, abrazote, palabras empalagosas. Luego la mierda, claro. Por eso prefería a Marcus. Vale más un ojete que te mira feo que otro que te hace fiestas para después joderte ya en confianza. Por mi, le habría propuesto a Marcus trabajar con él. Cómo estaría de harta que ya me parecía buena idea irme a vivir a Harlem. Tenía que escaparme, ¿ajá?, estaba lista para irme con quien fuera.

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