Se había quedado solo con la casa, y para no pensarlo se instaló en un hotel. El día del velorio -mirando de soslayo a tíos, primas, amistades, doctores, abogados: extraños inasibles- huyó a cenar a solas: fondue de queso, flandue de carne, una botella entera de Chablis. Y en los días que siguieron comió también así, con gula, casi con rencor, como quien se resarce de una ruina desleal. Tenía dinero: en una sola cuenta, Mamita había puesto el suficiente para dejar la escuela y apostar por la escritura, aunque tampoco el necesario para mudarse para siempre al Sheraton y ya nunca volver a la casa de San Ángel. Despertaba mirando hacia el Ángel de la Independencia, como intentando subrayar la irrealidad del caso. Esto no está pasando, éste no soy yo. Y entonces se soltaba redactando incongruencias en la cama. Escribía el titulo de alguna de sus películas favoritas y acto seguido la cubría de los peores insultos, sin más placer que el de saberse implacable. Un día invitó al Sapo a participar en el juego, y entre los dos lo bautizaron: El Patíbulo.
Parecía como el principio de algo, justo cuando el resto del mundo se estaba derrumbando. Por eso no dudó cuando, con el periódico en una mano y un vodka en la otra, concibió la gracejada de llevar a vender El Patíbulo. Así pensó: vender, cual si planease negociar cierta valiosa patente, y no un esbozo de columna periodística. Encontraba difícil que un editor se interesara por la idea, pero se conformaba con ver en su reacción alguna forma de sorpresa. Cuatro periódicos más tarde, ya sabía que para rechazar un artículo no es preciso leerlo, reaccionar, o ya siquiera verle la cara a su autor. Pero le afligió poco, porque en ese momento lo único importante seguía siendo no pensar en Mamita, expulsar el recuerdo del velorio y el entierro y la casa vacía, darles la espalda a todos los asuntos graves de este mundo, como hacía tantos años se la había dado al Pensamiento. De manera que Pig soportó de buen grado -con la vista perdida, sin hacer ni gestos- las negativas de uno y otro editor, hasta que alguno se ofreció a publicarlo. Una vez por semana, sin paga y con seudónimo.
Acababa de publicar la novena entrega de El Patíbulo cuando alguien resolvió que merecía cobrar: la idea le había divertido a la esposa del jefe de redacción, tanto que decidieron conservarle el seudónimo: Pig. Un sobrenombre que cargaba desde los nueve años, junto al vicio secreto de escribir. Hacerse responsable de un seudónimo así, y encima estar a cargo de una columna intitulada El Patíbulo, equivalía a convertirse en un irresponsable profesional.
Porque Pig, la persona, no iba a perder el tiempo dando la cara por Pig, el personaje, cuando podía invertirlo en La Novela. Con buena parte de la percepción sedada por la muerte inaceptable de Mamita, Pig estaba aún lejos de advertir que sí no se atrevía a dar la cara por las pequeñas fechorías de su Detector de Faulkner -retorcido hasta desmerecer el apellido y recobrar su calidad original: de mierda-, menos iba a atreverse a enseñar los escritos que consideraba importantes, y en consecuencia mucho más expuestos a las mortíferas radiaciones del ridículo. Agazapado tras la imagen dura de su seudónimo, Pig asumía su sagrada irresponsabilidad con el celo de quien no se permite los pasos en falso. (Aún hoy, cuando ya nada puede hacer contra el apodo, Pig se pregunta si era realmente necesario hacer tan acuciosas descripciones de los mocos, las cacas o los pedos; y luego de los sesos, las entrañas, cadáveres reglamentariamente putrefactos en cuya estampa Pig pormenorizaba con el placer de quien a cada instante se descubre capaz de perturbar, desconcertar, asquear, amedrentar a su auditorio. Frente a su nombre opaco, vulnerable, olvidable, Pig se le aparecía como un personaje convenientemente amurallado, entre cuyas almenas escapaban sarcasmos, puyas y ciertas divertidas auto inmolaciones que lo exhibían como un cínico sin culpas: el que ríe al principio, a la mitad y al último.)
Apenas regresó a vivir en la casa de San Ángel, decidió que era hora de empezar a desaparecer, y que lo haría obsesiva, sistemáticamente. Deshacerse del Sapo, romper con cada uno de los nexos familiares, huir de todo hasta fundirse con la nada, cual si al hacerlo se abrazase al Pensamiento que durante tantos años lo intimidó, y así viera llegar la hora de extender sus límites, hacer lo que nunca antes habría hecho. Por más que Píg pujara por ignorarlo, desde la muerte de Mamita se habían venido abajo todos los nuncas, y sentía la picosa tentación de desafiarlos. Una mañana decidió deshacerse de los muebles: abrió las puertas del garaje y los remató a precios poco más que simbólicos. Cuando el Sapo llegó y vio la casa vacía, Pig dijo que pensaba irse a vivir a España, y en unos pocos días desapareció: cambió los números de los teléfonos, colgó un letrero de se vende, echó a la servidumbre, colgó un letrero de vendido y asumió la borrosa identidad de nuevo dueño eternamente ausente, apenas una sombra imperceptible tras los muros de una casona más o menos abandonada donde nadie tenia negocios pendientes. Más tarde contrató a una cocinera, guardó el coche en una pensión cercana y se habituó a vivir como un extraño dentro de sí mismo. Sin darse tiempo ni aire para meditarlo, Pig se había entregado al poder corruptor de El Patíbulo, hasta el punto de condenarse a vivir bajo sus leyes. Una mañana, mientras se concentraba en descuartizar a Isabela Rossellini, Pig observó las últimas deformaciones del Detector de Faulkner, y recordó que nunca se propuso levantar un auténtico matadero; menos aún ser víctima de sus rigores. ¿Qué había sido del amor, las fechorías, La Novela que con los años se hizo de mayúsculas, aunque no de cuartillas?
La Novela: tal vez se había desprendido del Sapo para ya no tener que seguir justificando la inexistencia de esa desvergonzada ausente que tenía el descaro de presentarse con iniciales altas y grandilocuentes, involuntariamente sardónicas. ¿Cuál Novela, carajo? ¿Cuál amor? ¿Servía de algo que ahora sus fechorías las firmara como un verdugo alegre: Pig? Desde que había empezado a publicar, se afirmó en la certeza de que el paso siguiente no podía ser sino La Novela. Pero nadie masacra a Scorsese impunemente: cada semana llegaban nuevas cartas al periódico, atraídas por el olor a sangre que despedía El Patíbulo. ¿De quién era la sangre? ¿De Herzog, de Polanski, de Almodóvar? Pig tardó en descubrirse como el único verdadero proveedor de hemoglobina para El Patíbulo: cada vez que descuartizaba una película, se ensañaba ya no con sus errores, sino en particular con sus aciertos. Sobre todo cuando éstos guardaban alguna semejanza con La Novela, y entonces parecía más clara que nunca la urgencia de inmolarlos públicamente. ¿Cómo atreverse, entonces, a contar nada, cuando la rabia propia de una frustración que se quiere discreta no ha dejado un camino sin minar? Los lectores asiduos de El Patíbulo estaban, como nadie, preparados para pitorrearse del primer intento del implacable Pig por escribir una novela. Pues era él, finalmente, quien había elegido el sitio del verdugo. Imposible lograr cualquier aplauso sin antes empuñar bien alto una nueva cabeza chorreando hemoglobina. Semana con semana, Pig escribía frenéticamente, sin el mínimo asomo de piedad, y también sin considerar que el más grande espectáculo de cualquier patíbulo consiste en ver rodar la testa del verdugo.
Con el Sapo no había compartido grandes cosas. Desde siempre celoso de su rigor, Pig nunca habló con él de nada delicado. Las mujeres, por ejemplo, eran un tema próximo a las competencias deportivas, y en momentos a las ciencias exactas, aunque nunca a las confidencias personales. Pig y el Sapo las mencionaban sin cesar, las seguían, las clasificaban, pero jamás se permitían el lujo de confesarse obsesionados por alguna de ellas. Entre mexicanismos y argentinismos cruzados, se habían entendido comparando a las compañeras de la prepa o la universidad con personajes de historieta: las de ropa de manta eran mafaldas, las ricas caprichosas verónicas, las feas y rechonchas periquitas, las vulgares simpáticas borolas, las lindas sin dinero betys, las morenas salvajes rarotongas, las más impresionantes vampirellas, y las monstruosas casi siempre hermelindas. Una vez que llegaba la hora de describir a algún nuevo valor, Pig y el Sapo se enfrascaban en largas discusiones matemáticas, tras las cuales concluían, por ejemplo, que la interfecta gozaba de una afortunada combinación al 40-40 de factores borola y verónica pero sufría de un intolerable 20% de factor periquita que echaba a perder toda la ecuación.
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