No me hagas mucho caso. Te dije que pensaba contarte la verdad, y eso estoy intentando. Sólo que ni yo sé dónde está la verdad. Como dirías tú, ¿quién soy yo para saber quién soy yo? lo primero que dije fue: Van a buscar el coche. Por eso lo dejé en un estacionamiento. Luego me fui a un salón de belleza, pensando en no ser rubia ni un minuto más. Aunque viéndolo bien mi pelo era castaño, entre opaco y cenizo porque después de habérmelo entintado negro ya no volvió a quedar igual. Finalmente yo seguía sin saber de qué color tenía el pelo. Tampoco tenía idea de si mis papás mandarían buscar a la morena o a la castaña. Lo más probable era que fueran tras las dos. Cuando andas por la vida con cola que te pisen lo mejor es tomar decisiones radicales. Algo completamente inesperado, ¿ajá? Le pedí a la señora: Rápeme. Como diciendo: órale ya, antes que me arrepienta. Y ella muy maternal: No, hijita, cómo crees, mejor te pongo un acondicionador y una ampolleta y las arañas, y yo: No, gracias, rápeme. Y ya para callarla le pregunté los precios de las pelucas. Tenía muy poquitas, horrorosas todas, pero había una pelirroja que me iba a servir, mientras iba a una buena tienda de pelucas y me compraba cuatro o cinco distintas. Mi único problema era tener quince años, ¿ajá? Eso pensaba mientras me rapaban y cerraba los ojos para ver a la quinceañera pelirroja escondida debajo de una coladera. Anyway, si ya había tomado la decisión de ser al mismo tiempo pelona y pelirroja, tenía que seguir no sé, buscando los extremos. Y digo, me sentía extremadamente rica. Pero igual no tenía pasaporte, ni acta de nacimiento, ni nada más que la maleta con dos suéteres, un par de pantalones, unos pocos cassettes y ni siquiera el walkman, que se me había olvidado en el buró. Total, ya luego iba a poder comprarme los que se me antojara, sin tener que esconderlos ni rasparlos ni ninguna mierda. No tenía ni que mentir. O casi, porque había que encontrar un modo de cruzar la frontera. Eso me quedó claro cuando me vi al espejo, ya con la peluca. Dije: Esa pelirroja se va para New York.
Me moví rápido. Del salón de belleza tomé un taxi a la tienda de pelucas. El taxista podía haber sido mi abuelo; le pregunté si me aceptaba dólares y no tienes idea de lo lindo que sonrió. Volví a pensar: Podría ser mi abuelo. Y yo necesitaba algo así como un abuelo. O sea, no estaba tan segura que me fueran siquiera a vender el boleto de avión.
Tenía cara de niña, ¿ajá? Aunque igual con el cuerpo ya me veía más grande: pregúntame la cara del niñito la última vez que le hice show. El caso es que el taxista me traía nomás a lo pendejo por Insurgentes, y le digo: Señor… ¿cuánto me cobraría por llevarme de aquí hasta Monterrey? Entonces se me queda viendo y dice: Híjole, señorita, le sale como al doble que el avión. La tienda de pelucas todavía estaba cerrada y yo seguía pensando ya sabrás: rapidísimo, como en un videojuego donde ya te robaste las frutitas y ahora toca salir del laberinto. Señoras y señores, salvemos al pacman.
Le dije: ¿Me acompañaría en avión? Se quedó mudo pero yo seguí. Que dejara su coche en el estacionamiento. Luego nomás compraba los boletos de los dos y ya. ¿Quién no se iba a tragar que era su nieta? Me miraba moviendo la cabeza, yo no sabía si para compadecerme o para decir: Chín, se me hace que no le entro, y entonces que le enseño el caramelo: Usted va de mi abuelo a Monterrey y yo le doy trescientos dólares, mire. Y que se los enseño, ¿ajá? Figúrate la cara de abuelito que me puso el cabrón. Y como me sonreía sin contestarme, que le digo: Ya vámonos. Total, él iba a estar de vuelta en la tardecita.
No habían dado ni las once cuando ya estábamos trepados en el avión. Y los dos nerviosísimos, porque ni él ni yo habíamos volado nunca a ninguna parte. Puta madre, qué nervio. Aunque no te imaginas lo bien que jaló el cuento del abuelo. Porque él me decía niña, y yo abuelito, abue, papá grande, o sea exagerada, pero ya ves que el show de la linda nietecita nunca parece demasiado cursi, ¿ajá? Tanto que hasta el taxista terminó creyéndoselo, porque luego me acompañó a Laredo.
Agarramos un taxi en Monterrey. Carísimo, por cierto: casi doscientos dólares. Después hice la cuenta y vi que solamente en llegar a Laredo me había gastado lo de cuatro viajes a New York. Más lo que luego me costó cruzar el río. El abuelo ya hasta quería acompañarme al otro lado, pero yo dije no, y no, y no, hasta que le pagué al taxista y me bajé en el centro de Laredo: no podía seguir alquilando abuelito, y además a las seis salía su avión de Monterrey. Eran casi las tres, o las dos, no me acuerdo. Apenas se fue el taxi me arrepentí perrísimo. Sentía hasta coraje porque estaba en una calle como apestosa, entre pura gente que me miraba no sé, raro, y te digo que yo me maldecía porque no podía evitar que se me salieran las lágrimas, porque pues mal que mal me hacia falta el abuelito, ¿ajá? Con el trabajo que me había costado convencerlo de que me acompañara hasta Laredo. Decía el pobre: Nadie me lo va a creer, niña. Y yo: Pues mejor ni se los cuente, gástese ese dinero sin que se enteren. ¿Creerás que ni siquiera preguntó quién era yo, ni en qué movida andaba? Aunque igual ya con lana todo el mundo es discreto. Más la aventura, ¿ok? Porque a ninguno de los dos se nos iba a olvidar el susto de subirnos a ese avión. Me da pena acordarme. La gente nos veía como con ternurita porque nos abrazamos a la hora del despegue. Aunque en mi caso no era el puro avión, sino todo, carajo. Me estaba escapando de mi familia con más de cien mil dólares y no traía ni la credencial del club. Por un lado había sido La Más Eficiente, y por el otro no sabía dónde estaba parada. Luego pasaban tipos que me decían cosas en un inglés que yo ya no entendía. Como si me estuvieran hablando de una bocina rota. Pensaba: Necesito encontrar a otro ángel de la guarda. Pero veía las caras de los taxistas y decía: No, ése me va a hacer algo. Hasta en la carretera iba pensando: Me van a agarrar. Y luego cómo iba a explicar todos esos billetes en la maleta. Tenía que haber un modo de cruzar al otro lado, aunque tuviera que pagar no sé, dos, tres mil dólares. Hasta diez, tú me entiendes. Porque claro que ya había llegado muy lejos, pero todavía no lo suficiente, ¿ajá? Lo único que medio me tranquilizaba era meterme en cualquier tienda, plantarme enfrente del primer espejo y pensar: Im a tramp
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Estaba en la Calzada, con Mamita, cuando le vino El Pensamiento. Como un monstruo maligno al que nunca se ha llamado, El Pensamiento solía llegar justo cuando Pig menos lo esperaba. O cuando ya esperaba que nunca volvería (lo cual era, por cierto, la mejor forma de llamarlo). Y era imposible entonces pensar en otra cosa. Como si una ventana se abriera de repente. Y claro, hubiera que mirar. Y no bien se mirase, sobrevendría la compulsión de huir, el deseo tardío de jamás haber visto. Miraba dos, a veces cuatro, ese día en la Calzada cinco veces, y entonces ahuyentaba al Pensamiento como a un mal espíritu.
Nunca fue un pensamiento fácil de explicar. Además, Pig no estaba interesado en explicarlo. jamás había hablado de aquel asunto que no se atrevía a mencionar ni en voz queda, de noche, bajo las cobijas, únicamente para sus oídos, que tampoco querían saber del Pensamiento. Había empezado (lo recuerda borroso, como esos sueños de los que nunca se vuelve del todo) imaginándose a los ángeles, después de una larga conversación nocturna con Mamita.
0 más bien lo intentó, porque al final no pudo reconstruir en su cabeza la imagen de un solo ángel. ¿Era él un ángel antes de venir al mundo? ¿Lo sería después? ¿Qué tal si no había nada? Nada quería decir: un infinito eterno, vacío y sin propósitos al que uno volvería, como el viento y el polvo, después de morirse. Eso era El Pensamiento: nada. Cada que lo pensaba -y esto no era frecuente, por fortuna- se sentía marcado, pero más que eso enmudecido por un miedo tan solamente suyo que no podía soportarlo por más de dos instantes. Y tampoco podía contarle a Mamita del Pensamiento. Ni siquiera sabía si ella lo tomaría en serio. Hay cosas que a los adultos no se les pueden contar. Tampoco cuando crecemos y nos volvemos adultos, pues para entonces ya hemos aprendido a arrepentirnos de haberlas pensado, creído, temido, y así las enterramos en el subsuelo de la memoria: donde nunca hay por qué rascar. Las personas adultas se avergüenzan de su infancia como de su inocencia, y luego también de su juventud, porque lo más fácil y lo más cómodo y lo de mejor gusto es olvidar a tiempo lo que ya no se tiene. Pero Pig no sabía eso. Pig solamente le temía al Pensamiento, y por eso jamás se lo contó a nadie. Cuando Mamita lo animó a subir al taxi, ándale niño que el señor te está esperando, El Pensamiento se había ido. (Era como el dolor, que siempre llega pero siempre se va. Hasta que cualquier día nos vamos con él. Tendrían que haber pasado cuando menos quince años desde el día del taxi, pero él lo recordaba con nitidez maniática, obsesiva, cual si viniera ya no de otra época, como de otra vida. Especialmente desde que empezó a publicar: unos meses después de la muerte de Mamita.)
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