Mario Levrero - París

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París: краткое содержание, описание и аннотация

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Su París forma, junto con La ciudad y El lugar, una `trilogía involuntaria` sobre el extrañamiento: los viajes que emprenden sus protagonistas parecen al comienzo incursiones razonables en la realidad cotidiana, pero luego se advierte que en esa `realidad` todo se transforma y se tuerce de continuo, y quien cuenta la historia está siempre un paso detrás de la nuestra en el asombro.

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Entregué mi entrada a uno de ellos, aburrido de pasearme por el hall, sin nada para ver, y me condujo hasta un palco muy cerca del escenario. La iluminación era pobre, la platea y demás ubicaciones estaban casi desiertas -en total habría unas diez personas distribuidas por la sala-, y no había molduras ni grandes arañas para contemplar; lo único que me atraía, desde un primer momento, era el telón multicolor, con distintos letreros de propaganda de productos antiquísimos. Me dio la sensación de estar observando una revista vieja, con su publicidad que ahora nos parece ingenua o exagerada; y se me ocurrió pensar si todo aquello no formaría parte del espectáculo; si el teatro mismo, de mucha más categoría que la que hoy aparentaba, no se habría maquillado, no habría cambiado su aspecto para adecuarse al espectáculo prometido, reconstruyendo en cierto modo aquellos teatros bonaerenses de principios de siglo; y se me ocurrió que había un extraño sentido en el ciclo -aunque no podía hacer calzar en ninguna parte la tragedia de Medellín- de Buenos Aires exportando a Gardel, importando al Odeón y reexportando esta nueva combinación polvorienta de teatro y cantor.

De pronto se oyó un ruido atronador, las puertas se abrieron con violencia todas al mismo tiempo y una marea de gente comenzó a extenderse en forma desordenada y presurosa por la platea, llegando a cubrir en pocos minutos todos los asientos y aun los espacios libres, al tiempo que en los palcos y galerías sucedía lo mismo, me vi obligado a levantarme de mi asiento y ocupar un sitio contra la barandilla antes de que me obstaculizaran la visión en forma definitiva. La sala cobró una vida totalmente distinta: se hablaba ruidosamente, se fumaba, y una ola de calor y humo subía de la platea y empañaba el aire polvoriento. A mi lado y a mis espaldas se apiñaba cantidad de gente, que conversaba y transpiraba y a veces me empujaban peligrosamente contra la baranda, que era más bien baja, y tuve miedo de caer de cabeza a la platea. Llegué a sentirme extremadamente incómodo y a arrepentirme de haber venido; pensé, incluso, en salir de allí, pero creo que ya no era posible. El ritmo cardíaco se me fue acelerando y la boca se me llenó de saliva; traté de controlar la fobia de encierro distrayendo la mente, mirando una vez más la propaganda chillona que, ahora, se veía apagada por la niebla artificial; sentí un hondo deseo de que aquello comenzara y, sobre todo, terminara de una buena vez; y de pronto adquirí la certeza del engaño, comprendí que Gardel estaba irreversiblemente muerto, y que había sido un perfecto imbécil al dejarme convencer por Anatole. Sospeché un sentido oculto en todo el aparato montado, algo más que la simple estafa a meretrices, modistillas, canillitas y distintos especímenes del Barrio Latino que ahora, al apagarse la luz de la sala y encenderse un foco sobre el escenario, alcanzaban paulatinamente y sin necesidad de órdenes un silencio total. Apenas podía ver, en la semipenumbra de la sala, caras marrones y enjutas con los ojos redondos y blancos fijos en el escenario, en una espera tensa y sudorosa.

Se levantó el telón. No hubo aplausos, ni presentaciones. Uno a uno fueron desfilando los trasnochados y desconocidos que anunciaban los carteles, cumpliendo con su número que no era silbado ni recompensado con aplausos. Cantantes españoles, bailaores flamencos, "gauchos" con evidente acento centroamericano, envejecidos melenudos de la década del sesenta, seguramente calvos, que sacudían la peluca a un cansado ritmo beat que ya no se parecía a sí mismo; folklore norte y sudamericano, y un intervalo donde volvieron a surgir el humo y el ruido sin que nadie abandonara su lugar. (En mi palco, alguien orinaba, alguien se orinaba encima, y pequeñas gotitas llegaban a salpicarme los calcetines, y pronto sentí los pies encharcados y un olor creciente y penetrante.) La segunda parte del espectáculo transcurrió sin mayores variantes, hasta que un argentino se aferró al micrófono y empezó un discurso sobre la personalidad artística que ocuparía en breves instantes el escenario; era un delirio deshilvanado y a veces vociferante, lamentable; y, sin embargo conseguía enardecer al público que, en un principio, comenzó a revolverse inquieto en los asientos, luego a estremecerse y vibrar en forma mucho más evidente y en cierto extraño orden, para luego ponerse de pie y tratar de trepar al escenario (por fortuna, demasiado alto), y pronto el caos fue total; yo me sentí agarrado de los hombros y tirado con fuerza tremenda hacia atrás, perdí pie y fui a caer sobre una masa que también se revolvía y gesticulaba -todo ello en el mayor silencio posible, mientras el animador payasesco continuaba anunciando la figura del Mago, recorriendo todos los lugares comunes acumulados por animadores y locutores de radio rioplatenses durante décadas-; fui girando, y dejándome arrastrar, y manoteando para recuperar una posición estable hasta encontrarme casi afuera del palco, sobre la entrada que comunicaba con el pasillo, donde también los lujosos porteros hacían esfuerzos desmadejados por filtrarse y mirar. Abandoné la lucha, si es que la hubo en algún momento, y me recosté sudoroso y atemorizado contra el acolchado de la puerta abierta. Me pasé el pañuelo por la frente, ennegreciéndolo, y sentí cansancio, y asco, de la gente, de la sala, de mí mismo y, a poco, de todas las cosas del mundo.

Luego el silencio fue sepulcral. Y un instante después, la sala se venía abajo de aplausos y gritos enardecidos que se prolongaron durante minutos y minutos interminables; finalmente, otra vez el silencio, y el inconfundible y penoso rasgueo del trío de guitarras con sonido a lata. Una breve pausa en la música y emerge, sin micrófono y abarcándolo todo, la voz de Carlos Gardel.

– "Betty, Peggy, Mary, July, rubias de New York…"

Los ojos se me llenaron de lágrimas. Sospecho el truco del disco, pero no me importa; dejo de lado los pensamientos y escucho, y en mi mente se forma sin querer la imagen del cantor, que adopta mil formulaciones: los ojos iguales a sí mismos en un rostro envejecido pero que conserva los rasgos, el pelo canoso, totalmente blanco, peinado a la gomina, hacia atrás, como en las fotos; quizás, el gacho gris impecable sobre la cabeza, disimulando las canas; y luego las imágenes deformes, hinchadas, en las que aun los ojos han perdido todo parentesco con la voz conocida, o una cara plana, sin tercera dimensión, estirada sobre una pantalla blanca que, al moverse, crea nuevas expresiones y distorsiones. ¡Cuánto deseo poder ver, aunque más no sea por un instante fugaz, la cara del hombre que está cantando! Y de pronto supe que no era un disco; había variantes fundamentales en las letras y en la entonación de las canciones, pero la voz era indudablemente la suya, y el hombre que estaba en el escenario indudablemente era él; y luego vinieron los últimos tangos, los tangos recientes, que él nunca grabó. Entonces me entró la furia y cobré valor, y me abalancé por entre la masa humana que me rechazaba, buscando un hueco, tratando de reconquistar aunque más no fuese por un segundo mi lugar sobre la baranda; pero una y otra vez fui rechazado y oprimido, y nuevamente debí abandonar el intento y conformarme con escuchar la voz.

Esto me salvó; minutos más tarde se encendieron bruscamente una serie de luces, haciendo relucir la sala y los pasillos, y unas figuras negras, envueltas en capas, irrumpieron en la sala y por los pasillos, y aquello se transformó en un desbande caótico, con gente corriendo y gritando por todas partes; las espadas entrechocaban y hubo algunos disparos de mosquetes, aislados; yo me fui escurriendo, pegado a la pared del pasillo, y hallé una salida lateral que me devolvió ileso al aire frío de París,

Cautelosamente llegué hasta la esquina y asomé la cabeza; los auto-bombas cubrían la cuadra, y en la vereda del teatro habían instalado varias ametralladoras de pie, que esperaban al público. Me pregunté si ya habrían llegado los alemanes a París, o si se trataría de un intento local por contener la Resistencia; pero realmente no entendía nada de lo que pasaba. Volví sobre mis pasos y di vuelta a la manzana, curiosamente tranquila. Los carabineros, se destacaban nítidamente en la calle Rimbaud, y permanecieron imperturbables mientras yo me acercaba; no pude evitar, sin embargo, un envaramiento bastante evidente de la espalda cuando quedé en la línea de fuego de los mosquetes, al entrar al Asilo.

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