Mario Levrero - París
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No miré hacia la piecita del mostrador y subí rápidamente la escalera. En mi pieza encontré al viejo Abal, que pareció sorprendido al verme entrar.
– ¡Buenas, buenas! -saludó. Estaba acostado en un colchón sobre el piso, y tapado con una manta raída; tenía un codo apoyado en el colchón y la cabeza apoyada en la palma de la mano. Ocupaba el rincón entre la ventana y la pared, frente a mi cama. Noté, además, que realmente había traído otras pertenencias suyas: una palangana con el esmalte saltado en varios lugares; un hornillo metálico, que estaba encendido, con una caldera encima que echaba vapor por el pico; algunas botellas de bebidas; una silla, sobre la que estaban dobladas sus ropas; y un pequeño bolso marrón, cerrado con cierre metálico.
– ¿Angeline? -pregunté.
– Oh, no sé -respondió el viejo. Guiñó un ojo- ¿Y cómo le fue con Sonia? -preguntó. Me encogí de hombros. Me resultaba tremendamente fastidioso tener al viejo en la pieza. Me acerqué a la ventana.
La luz artificial de los faroles callejeros tiene, ahora, un aspecto especial: como si la calle estuviera llena de polvo, la luz amarillenta parece visible en cada una de sus partículas, que giran y revolotean lentamente en los espacios iluminados. Pero curiosamente no parecen gravitar en torno de las lamparitas, sino de los carabineros estacionados en la vereda de enfrente: ellos se me presentan como si fueran el centro real desde el cual parten los haces de partículas -no la luz, sino las partículas visibles, como de polvo o de humo, como átomos-, o por lo menos alrededor del cual ellas se mueven. Abrí la ventana.
– ¿Qué hace? -protestó Abal-. Nos vamos a morir de frío.
No le respondí. La noche tiene una consistencia física. No es la luz; es la noche la que está formada por partículas, como grandes moléculas visibles que giran sobre sí mismas y se desplazan por el espacio sin tocarse, al parecer en forma desordenada; pero yo siento que allí hay un orden estricto, y que si pudiera de alguna manera detener ese movimiento, fijarlo, comprendería ese orden, la intención de ese orden.
Me doy cuenta que estoy respirando la noche, por la nariz y por la boca, y veo y siento cómo la noche entra en mí y vuelve a salir al ritmo deja respiración.
El viejo se queja otra vez del frío, y le respondo, sin ganas, que de todos modos no cerraré la ventana, y menos aún con ese brasero encendido. Con la manga del saco me limpio algunos trozos de noche que se han pegado a mi frente, delgadas películas negras que al frotarlas se arrugan y se despegan. Siento de pronto un lejano pero muy nítido batir de alas; un aleteo pesado y ruidoso, como una enorme bandada de enormes albatros que se aproximara cansadamente.
Me desentendí del viejo Abal, que ahora subía el tono de su queja, y me pregunté qué significaba para mí la palabra "albatros"; por qué había pensado en esa palabra, y no simplemente en "pájaros grandes", o algo parecido; nunca había dicho, que pudiera recordar, la palabra albatros.
Es un batir perfectamente rítmico; y el aire que desplazan las alas resuena como una infinidad de fuelles accionados mecánicamente, o como la respiración amplificada de una multitud. Asomo la cabeza hacia la calle, para escrutar la noche; a lo lejos, en la noche, veo aproximarse una lenta masa blanca y aleteante. Miro hacia abajo: los carabineros también miran, hacia arriba, y suben lentamente el brazo armado.
– ¿A donde va? ¿Qué hace? ¿Por qué no cierra la ventana? ¡Ah, puta, puta! -sentí que gritaba el viejo Abal a mis espaldas, mientras yo abría la puerta, la cerraba, y subía rápidamente las escaleras hasta el séptimo piso.
Me dio la sensación de que los escalones se hubieran multiplicado, o tal vez los pisos intermedios; los hechos objetivos eran mi velocidad, que me dejaba sin aliento, y el tiempo exagerado que tardaba en llegar a la azotea; finalmente comencé a contar los escalones, pero al pronunciar el número 104 me encontré con que ya había llegado.
Asomé el cuerpo por la puerta trampa, y me hallé nuevamente rodeado por la noche tangible, en la azotea. La masa blanca continuaba acercándose pero todavía no me era posible distinguir los detalles. Sin embargo, el corazón me palpitaba de una manera rara: él tenía una certeza que mí cerebro iba recibiendo con gran lentitud y desconfianza.
Me asomo por encima del parapeto, después de rodear con cuidado las claraboyas y los fosos, y me parece que los carabineros me están apuntando a mí.
Ahora, al mirar la masa aleteante, puedo distinguir las alas que suben y bajan, aproximándose desde mi derecha a una altura no muy superior a la de la azotea. Forcé la vista pero aún los cuerpos no eran nítidos; el sonido, en cambio, se hacía cada vez más preciso y atronador.
A mis espaldas se oyó una voz.
– Hola -dijo, cálidamente. Me doy vuelta y veo a Angeline.
Viste un ropaje amplio y transparente, y está muy próxima. Sonríe con unos labios demasiado pintados de rojo -un rojo imposible, que me hizo acordar al de los malvones a la puesta de sol, o a la sangre-, y la pintura no coincide exactamente con la forma de los labios, sino que los sobrepasa creando la impresión de una boca más grande.
– Angeline -dije, y ella acentúa la sonrisa, en forma provocativa, y me mira intensamente con unos ojos verdes que no recordaba en ella como para hipnotizarme.
– Angeline -repetí. Ella abre los brazos y los estira hacia mí, ondulando lentamente el cuerpo.
Los pechos son más grandes y los pezones rojos, o pintados de rojo, con el mismo color de los labios.
Me invade un deseo terrible.
Doy un paso hacia ella, y de pronto recuerdo a los seres voladores. Me volví, y allí estaban, acercándose. Eran hombres. Piel blanca, desnudos, hombres y mujeres con los brazos cruzados sobre el pecho, tal vez un centenar o más de ellos, que se aproximan en un vuelo horizontal, por sobre la azotea y la calle, los ojos escrutando la noche hacia adelante en el vuelo imperturbable.
Y oí el sonido de sus alas cuando andaban, como sonido de muchas aguas, como la voz del Omnipotente, como ruido de muchedumbre, como la voz de un ejército.
Angeline pegó su cuerpo a mi espalda y sentí que los brazos me rodeaban y me acariciaban. Sentía con toda precisión la punta de los pechos y el calor del vientre.
– Angeline -dije. Ya los seres alados estaban pasando a unos diez metros por encima de nosotros, como si no nos vieran; el ruido era atronador, y las partículas de la noche tangible se agitaban alocadamente, en un torbellino, al ser desplazadas por las alas. Mi cuerpo estaba rígido, y los miraba con ojos fijos, sintiendo la angustia fría circular por mis venas, helarme la respiración. Angeline pasó sus piernas por delante de las mías y las enroscó, trabando mis pies con los suyos.
– ¡Angeline! -grité, y trato de avanzar hacia el parapeto, luchando contra el peso de su cuerpo y contra mi propia rigidez y mi deseo. Son dos pasos los que me separan del parapeto, pero no logro darlos. Los hombres alados siguen pasando, imperturbables, sobre nosotros.
– ¡Angeline! -volví a gritar, y ella aprieta más el abrazo, y aumenta el calor del cuerpo y me lo transmite, y me besa el cuello y las orejas y la mandíbula mientras una mano se desliza sobre mi vientre y alcanza mi sexo; me llega el perfume que emana de su pelo, un perfume intenso de violetas. Forcé mis brazos hacia arriba, en dirección a los seres alados, y los brazos de Angeline volvieron a apretarlos nuevamente, dulcemente, contra mi cuerpo.
Sonó un disparo de mosquete y en seguida otro, como el eco del primero. Uno de los seres cayó a plomo, con las alas bruscamente plegadas, y escuché el ruido sordo del cuerpo contra el pavimento. El resto de la bandada continuó viaje sin parecer advertirlo.
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