Mario Levrero - París
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– ¡Angeline! -grité, y me revolví contra ella con toda mi fuerza, liberándome de su abrazo. Corrí hasta la puerta trampa y bajé las escaleras a toda velocidad. Entré a mi pieza y me asomé a la ventana: el cuerpo blanco yacía en la calle, rodeado de un grupo de personas que se habían acercado, y los dos carabineros seguían en la vereda de enfrente.
En ese instante comenzaron a caer los primeros copos de nieve.
Me sentía inmovilizado, incapaz de la menor reacción, aferrando con manos rígidas la barandilla metálica del balcón. Me cruzó por la mente un millar de pensamientos, y entre ellos un odio violento hacia los carabineros y ganas tremendas de matarlos; y ganas de subir de inmediato a la azotea, y levantar vuelo hacia cualquier lugar distante. Pero sigo aferrado al balcón, observando casi desensibilizado cómo la nieve obliga a dispersarse a los curiosos y lentamente cubre al hombre caído y a los carabineros, que siguen erguidos en sus puestos, como maniquíes, blanqueándose lentamente.
Primero fue la nieve lo que terminó con la tangibilidad de la noche, como si los copos fuesen arrastrando las gruesas moléculas y depositándolas en la calle y las veredas bajo una capa creciente; mucho más tarde, la primera claridad que anunciaba el amanecer. Hasta mí llegó, y pensé que quizá hacía tiempo que estaba llegando, un sonido monótono y confuso; era Juan Abal. Lo había olvidado por completo. Yacía siempre en su colchón sobre el piso, y siempre tenía los ojos abiertos y la frente cubierta de transpiración, y noté que sus labios se movían. Estaba delirando.
Muy pocas cosas alcancé a comprender de su monólogo confuso e interminable; me aproximé a su lado, de rodillas sobre el piso, y le oí reprocharme haber dejado la ventana abierta y algunas frases acerca de Angeline, del cura y de los carabineros. De su frente se elevaba una débil cortina de vapor; la fiebre le evaporaba la transpiración. Me asusté.
Fui corriendo escaleras abajo hasta el despacho del cura. No había nadie a la vista, el sillón tras el escritorio estaba vacío. Apreté el timbre nerviosamente, varias veces, y el sonido estridente tuvo ecos impresionantes en el caserón silencioso.
De la piecita contigua salió aquel hombre de bigotes, delgado, que ya había visto fugazmente alguna vez, y me miró inquisitivo, con los ojos hinchados por el sueño. Vestía el guardapolvo marrón y la gorra.
– Hay un hombre enfermo -dije-. En mi pieza, la 24.
– ¿Usted quién es? -preguntó en forma mecánica.
– Ocupo la pieza 24 -respondí-. ¿Dónde está el cura?
– ¿El patrón? Duerme, por supuesto -tomó uno de los libros polvorientos y estuvo buscando en su interior, siguiendo las líneas con el dedo-. ¿En qué fecha fue admitido usted? -preguntó.
– Oh, yo qué sé -dije ásperamente-. Escuche, hay un hombre enfermo, parece muy grave, tiene fiebre y delira.
El hombre cerró el libro.
– Habrá que esperar unas horas -dijo, rascándose la cabeza por debajo de la gorra-. Yo no puedo hacer nada. ¿Usted no tiene aspirinas?
En mi interior se insinuó una especie de cólera que de inmediato se transformó en cansancio, o en algo más grave. Sentía que cada una de las células de mi cuerpo vibraba con suavidad, como cuando a uno se le duerme un brazo o una pierna, y que la mente se me nublaba por completo para lo que estaba sucediendo a mi alrededor; la percepción de las cosas me llegaba exactamente igual, pero en algún lugar del aparato receptor y clasificador se había producido una falla, un cortocircuito, y todo me pareció de pronto irreal, y muy distante, y escasas ideas circulaban con lentitud por mi cerebro.
– Un médico -dije, estúpidamente-. ¿No hay un médico?
– Usted vuelva a su pieza -dijo el hombre-. Ya tomé nota.
Mi conciencia de ese hombre es ahora muy distinta de la percepción que me hace llegar la vista, y no sólo del hombre, sino de mí mismo y de todas las cosas; como si las sintiera, ahora, desde una perspectiva más amplia, y con mayor objetividad. Todo es más pequeño, ridículamente pequeño, el hombre y yo somos pequeños animalitos, y nuestros movimientos no obedecen a las motivaciones que creemos, sino que forman parte de un plan general. Miré hacia la calle y vi a los carabineros. Había cesado de nevar y la nieve se derretía sobre sus cuerpos y en la calle. El cadáver del ser alado ya no estaba allí. Los carabineros me parecieron también muy pequeños y distantes.
– Voy a buscar un médico -dije, y en forma automática dirigí mis pasos hacia la puerta, la traspuse, e intenté caminar hacia la derecha; oí un estruendo y algo pasó rozándome casi la nariz; sobre la pared a mi derecha, junto a una ventana cerrada, se abrió un tremendo boquete. Un segundo estruendo y algo se derrumbó a mis espaldas.
– ¡Los carabineros! -pensé, aterrado, y mientras volvían a cargar sus mosquetes entré corriendo al Asilo a toda velocidad.
Me siento de nuevo muy ágil y lúcido, mientras subo los escalones de cuatro en cuatro. He recuperado mi sentido habitual de las cosas. En mi pieza está Angeline, en cuclillas junto al colchón de Abal, atendiéndolo. Ha llegado la palangana con agua, y allí remoja de vez en cuando un pañuelo que le coloca en la frente. Ella está vestida de igual modo que en la azotea; puedo ver perfectamente su cuerpo desnudo bajo esa especie de camisón transparente, y aunque comprendo que el momento no es adecuado, no puedo evitar desearla.
Apenas me miró entrar y cerrar la puerta. Estaba seria, y permaneció con la vista fija en el viejo mientras yo me acercaba y rodeaba el colchón, y miraba a ambos, de pie contra la pared. El viejo tenía los ojos cerrados y una expresión distinta, sin sufrimiento. Era Angeline, indudablemente, quien había apagado la luz general y encendido la portátil que había junto a mi cama, sobre la mesita de luz,
Observé los pechos, los pezones rojos, o pintados de rojo, la curva del vientre y el vello y las piernas, especialmente las rodillas redondas y hermosas; se me ocurre que nunca me había fijado de esa manera en las rodillas de las mujeres, no pensaba que pudieran gustarme. Me siento culpable y voy hasta la cama y me tiendo, con la mente confundida. Miro las manchas del techo. Juego a reordenarlas, recomponerlas, y me distraigo un instante. En seguida vuelvo a ser consciente de mis pensamientos, que me entregan sorpresivamente una nueva teoría.
Aunque mi memoria no arroja ninguna luz que la confirme o que la niegue, me ocupo en desarrollar esta teoría que algo, en mi interior, me impulsa a tomar como cierta: la razón de mi viaje de trescientos siglos en ferrocarril había sido encontrarme en París esta noche, en el momento en que los seres voladores surcaran el cielo, para unirme a ellos; y no lo había hecho, inmovilizado por el deseo que me producía Angeline y por el miedo, un miedo oscuro que no podía precisar; y que quizá los seres voladores eran accesibles para mí solamente en ese punto del espacio y del tiempo, o que, tal vez, su viaje tuviera un ciclo, una órbita, y ahora sólo pudiera reencontrarlos mediante otro viaje de trescientos siglos, que ya no me sentía capaz de emprender.
Me imagino a mí mismo antes de emprender el viaje, realizando complicados cálculos para determinar la órbita de los seres y el punto del espacio-tiempo en que pudiera acceder a ellos (que eran los míos); consultando datos extraídos de quién sabe qué extraños infolios, y determinándome a tomar el ferrocarril en esa misma estación, quizá como resultado de años y años de trabajo, de búsqueda, de cálculos.
Pero de todos modos este es un ejercicio inútil. Aunque la memoria hubiese venido en mi socorro para apoyar la teoría, ella no introducía ninguna variante fundamental en mi situación. Quizás esta noche emprenda vuelo hacia alguna parte, pero ya no tendrá el mismo sentido. Quizá sea más lógico emprender un nuevo, viaje en ferrocarril, si bien no cuento más que con esa oscura teoría orbital del vuelo de los seres que son como yo, y si los cálculos habían existido y si habían sido correctos, nada hace presumir que dentro de otros trescientos siglos los seres volverán a pasar por el mismo sitio; si la órbita existe no tiene por qué ser necesariamente rutinaria, y la próxima vuelta podría estar prevista con un desplazamiento cuya magnitud ahora yo no puedo predecir. Y pienso que carezco de un mínimo de documentación, y que me será muy difícil obtener el pasaporte para viajar, en caso de que decida hacerlo por ferrocarril; de todos modos, tendría que vagar durante mucho tiempo por oficinas polvorientas, realizando interminables trámites y largas esperas en antesalas oscuras y con adornos de mal gusto, y aunque logre finalmente instalarme en el ferrocarril ya no habré de resistir un viaje similar por segunda vez.
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