Mario Levrero - París
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El final me llegó desde cierta distancia, pues el hombre había echado a andar por la mitad de la frase y ahora lo veo alejarse, su blanca espalda tratando de perderse entre los árboles. Me pongo de pie y corro tras él.
(Creí entender que se me estaba juzgando no por haber interrumpido el partido de básquetbol, sino por haber presenciado la muerte de algo como un pájaro; los jueces hacían frecuentes referencias a este hecho oscuro que yo sabía de algún modo verdadero, aunque no pudiese recordarlo; me sentía cada vez más culpable y llegué a temer que en algún momento, en el pasado, hubiese llegado realmente a dar muerte a un ser volador; pero los jueces no me acusaban de ello, y ni siquiera parecía importarles demasiado el hecho en sí, sino que hacían hincapié en mi participación como testigo -cosa que creían mucho más grave y reprobable. Los interrumpí, porque ya no podía tolerar más la angustia y la culpa, y pedí que me condenaran a muerte de inmediato; ellos se miraron brevemente y comenzaron a reír, con maldad, y no dejaban de reír.)
Los árboles crecían muy próximos unos a otros; casi era un bosque. El hombre se me perdió de vista en seguida, con una velocidad increíble. No me di por vencido, y anduve entre los árboles, buscándolo.
Comencé a sentir una nueva forma de bienestar. Me dejé atrapar por la belleza de aquellos árboles; parecen pinos, aunque no estoy seguro de que lo sean. Las cortezas presentan maravillosos dibujos, como trazados muy laboriosamente por una mano incansable, y tienen un color muy atractivo, castaño casi violeta con infinidad de matices. Paso entre los árboles, observando o más bien dejándome penetrar por los dibujos y el color, y poco a poco me voy olvidando del hombre de blanco. No es que lo olvide realmente, sino que mi búsqueda va perdiendo fuerza e interés, porque me interesan más los árboles.
(Los jueces reían, aunque ahora me encontraba rodeado de una niebla espesa y sólo oía las risas, como alejándose, y no podía ver a los jueces.)
Este árbol es ancho como un hombre, y cuanto más lo examino y admiro sus detalles, tanto más humano me parece; quiero decir que lo siento como un ser que está vivo y que siente y que piensa. Hay una columna de hormigas negras que sube y otra que baja por la rugosa superficie del tronco.
Pienso que la corteza parece la piel de un animal; siento que si le arranco un trozo, uno de estos trozos con forma de islas irregulares, por debajo brotará la sangre como si le arrancara la costra a una herida que cicatriza. Sé que no podría hacerlo, que no podría arrancarla; y ahora me sube por la espalda una curiosa sensación de miedo, porque me parece que sería muy fácil establecer una comunicación con el árbol; que podría saber qué piensa y conversar con él. No sé por qué esto me asusta, y sacudo la cabeza y muevo ligeramente el cuerpo para ahuyentar mis propias ideas. Continué mi paseo.
(Del lugar donde me encontraba podía salir sólo a través de una escalera de caracol, descendente; bajo con mucho cuidado los escalones pues no puedo ver nada más que un tramo muy breve, y temo caer; a los costados no había nada, o al menos no podía ver ni tocar nada; mi descenso es muy lento.)
Llegué a un lugar donde los árboles raleaban y había un claro circular con una fuente en el centro. Abundaban los matorrales. El cielo se mostraba cada vez más oscuro; y a pesar de que no serían más de las tres, o a lo sumo las tres y media de la tarde, parecía como que estuviese anocheciendo. Noté asimismo un calor creciente y húmedo. Me inquietó la idea de que una tormenta -que al parecer habría de desatarse pronto- me impidiese emprender vuelo esa noche.
La fuente era muy pequeña, con una base formada por baldosas también pequeñas, cada una de las cuales tenía un dibujo hermoso y antiguo, en distintos colores; la base tendía a la forma circular, aunque sólo era una aproximación, ya que las baldosas eran rectas. Los dibujos me parecen todos ingenuos y figurativos, flores, rostros de mujeres, paisajes marinos, escenas de trabajos campestres.
Uno de ellos sin embargo, perdido entre los demás, representa a un ser alado, un hombre volando entre nubes, que se me parecía notablemente. Al menos se parecía a la imagen que conservaba de mí en la memoria, y pensé que quizás ahora presentara un aspecto completamente distinto; recordé el baño de inmersión durante el cual había perdido el pelo y adquirido una piel distinta, y la descripción de Sonia, de mi frente y mis ojos. De todos modos aquella figura representaba a mi vieja imagen, con largos cabellos negros que me caían sobre los hombros, cejas espesas y una frente amplia y recta.
Del centro de la base -llena de agua sucia y musgosa, y en donde me pareció ver pasar fugazmente algún pececillo rojo- surgía una figura de mármol, blanca, algo así como una virgen en actitud mística, la mirada perdida en el cielo, pero con múltiples brazos en distintas posiciones; y al girar alrededor de la fuente advertí que era una figura circular que mostraba al espectador siempre el frente de la supuesta virgen, y no estaba bien delimitado dónde terminaba una de las caras y comenzaba la otra; desde ciertas perspectivas podían verse tres o cuatro ojos, dos narices, varias bocas; y por momentos resultaba muy confusa, costaba mucho reconocer un rostro. Me extrañó que esa primera visión hubiese sido tan nítida; luego no pude volver a conseguirla, descubría siempre algún elemento que introducía la confusión: una oreja de más, otro ojo.
(Había llegado al final de la escalera, la bruma se ha esfumado, y me encuentro ante una puerta abierta; da a una calle conocida, aunque no puedo recordar su nombre. Anduve unos metros y desde la bocacalle, hacia mi derecha, pude ver el cuerpo blanco de un ser alado tendido en la calle, entre un montón de plumas; tenía forma humana; y vi cómo las plumas seguían cayendo sobre él, desde el cielo, lenta e interminablemente.)
Noto que una mujer desconocida camina a mi lado.
– Puedo dejarte en la Place Flammarion; no es muy lejos -dice, como respondiendo a una pregunta que yo le hubiese formulado; entonces supe que se llamaba Sonia y la recordé como a alguien familiar, recordaba todas sus características aunque no podía saber cuándo la había visto antes.
En la calle no había mucha gente, pero algunos bares estaban concurridos; y luego vi en las calles perpendiculares grupitos que se amontonaban en ciertas vidrieras.
– ¿Qué hacen? -pregunté.
– Ven televisión -respondió Sonia.
– ¿Fútbol?
– No -responde-. La guerra.
Nos aproximamos a una de esas vidrieras. A pesar de la gente apiñada puedo ver la pantalla del televisor, ubicado a cierta altura; se ve un ejército a caballo, seguido a lo lejos por tanques. Una breve toma, casi en primer plano, muestra fugazmente a Hitler, sable en mano, dirigiendo la tropa, sobre un caballo blanco.
Abandoné la fuente y seguí andando, hasta llegar a una escalinata muy ancha, de escalones pequeños, y muy larga, que me produjo vértigo. Parecía el acceso principal de la plaza. Bajé los escalones con cuidado, apoyando la mano en una construcción de material que bordeaba la escalinata sobre el costado derecho, y llegué a la calle. En el asfalto se veían vías, y junto a la esquina un poste que supuse indicaría la parada. No vi a nadie a quien preguntar por la dirección que me había dado Sonia, pero de todos modos me recosté a la pared, próximo a la esquina, suponiendo que ya pasaría alguien a quien preguntar, o bien podría tomar el tranvía y consultar al guarda: tenía, de cualquier manera, ganas de viajar en tranvía; me provocaba lejanas rememoranzas, que ubiqué vagamente en los años infantiles: un sonido de campanas, un movimiento traqueteante muy distinto al del ferrocarril, un chirriar de frenos.
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