Mario Levrero - París
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– Le pedí al cura que me enviara otra mujer, pero me dijo que no era posible, ya que me había sido dada Angeline… Concretamente, le había pedido que te enviara a ti… Bueno -agrego, confusamente, al no percibir ninguna reacción-, ayer, cuando estuviste con aquella otra mujer y esos dos hombres, me habías prometido venir hoy…
– Y aquí estoy, ¿no es así? -dice, con una sonrisa-. Pero creo que te equivocas -se levanta de la silla y va hasta la puerta; la abre y espía hacia el corredor. Ahora va hasta la puerta del baño y también espía hacia adentro-. No soy una prostituta -dice, acercándose y bajando la voz-. Creo que puedo decírtelo, ya que eres extranjero. Pertenezco a la Resistencia. Me he disfrazado de prostituta porque es la única forma de poder entrar y salir de aquí libremente; y aquí hay muchos contactos…
– ¿Resistencia? -pregunto, sin entender. La verdad es que no tengo la menor idea de los problemas políticos actuales.
– Oh, de dónde vienes -pregunta incrédula-. ¿No sabes que los alemanes han tomado Polonia, y que su próximo objetivo es París? ¿Que ya se acercan las tropas, que ya han pasado la frontera?
Sacudo la cabeza.
– No, no sabía nada -siento un profundo desaliento-. ¡La guerra otra vez! -agrego, dejándome caer en una silla.
– ¡La guerra otra vez! -exclamó ella en tono de burla-. ¡La guerra siempre!
Yo pensaba, honestamente, que todo aquello había sido superado. Me invade un cansancio extremo, superior incluso al cansancio del viaje en ferrocarril. Me muerdo los labios.
La muchacha se me acerca y me apoya una mano pequeña y fresca en el cráneo. Levanto la vista y sorprendo una mirada muy extraña, de una profundidad mística, que de inmediato cambió por otra, risueña; y en seguida desvía los ojos. Fue tan breve ese instante que luego dudé de lo que había visto, o tal vez de las connotaciones que yo le había añadido.
– Me llaman Sonia -dice-. Si precisas ayuda…
– ¿Cómo puedo salir de este lugar? Tengo ganas de andar por París, de respirar aire fresco, de salir de esta pieza que odio.
– No es difícil -responde-. Puedo conseguirte un sombrero y lentes negros, y saldrás del brazo conmigo, como si fueses un cliente casual que hubiese conseguido. No creo que recuerden que entré sola, ni que te reconozcan.
– Muy bien. ¿Cuándo salimos?
– Cuando quieras. Ahora mismo conseguiré el sombrero y los lentes.
– Bien; cuando antes, mejor. Y si puedes, también un saco -digo, recordando el estado del mío.
Va hasta la puerta, la abre, luego vuelve a cerrarla y se me acerca otra vez.
– Oye -dice, en voz baja-. ¿No quieres unirte a nosotros?
Muevo la cabeza.
– No puedo. Estoy muy cansado. Muy confuso. Es la… -me sobresalté; iba a decir "es la cuarta guerra que soporto", aunque no podía recordar con precisión haber participado en ninguna. No dije nada más.
– ¿Pero me permitirás utilizarte, favor por favor, para enviar un mensaje?
– Creo que sí. Creo que sí.
Esta vez salió y cerró la puerta.
Me quedé pensando en el asunto de las cuatro guerras, pero no recuerdo más que algunos titulares enormes en los periódicos, muchos años atrás, algunos de color rojo, anunciando victorias o derrotas, sin poder precisar con exactitud de qué se trata.
– Son muchas cosas -me digo, abrumado, dejando caer la cabeza sobre el pecho-. Muchas cosas para averiguar, para unir, para formar con ellas un mundo coherente… Necesito un espejo, necesito que venga la noche y partir, necesito información política…
Y tengo la certeza de que todo eso tampoco me va a servir de nada.
Afortunadamente Sonia vuelve en seguida. Me pongo el saco, el sombrero y los lentes negros -redondos, que me parece que me dan un aspecto anticuado o ridículo-; el sombrero me queda un poco grande; pero creo poder llevarlo con dignidad. El saco me cae bien.
Antes de salir de la pieza me detengo junto a la puerta.
– Sonia… -digo. Ella me mira interrogativamente-. Si antes, en fin, nos acostáramos, un rato…
Mueve la cabeza.
– No. No contigo. Ni tampoco ahora -enciende otro Gauloises-. Complemento del disfraz -dice, explicando el cigarrillo; y luego-: Tal vez, algún día, si te integras a la Resistencia…
Salimos al corredor. Me siento muy apenado: una mujer de la Resistencia haciendo ese chantaje, realmente Sonia es una prostituta… También me siento apenado por mí mismo, por mi propia insatisfacción. Ella me toma del brazo, y así bajamos las escaleras, pasamos ante el escritorio del cura -sin mirar si él está allí o no- y salimos a la calle. Me pongo rígido, esperando sentir el estruendo de los viejos mosquetes y el impacto de las balas en mi cuerpo; pero llegamos a la esquina, sobre la izquierda, sin que nada suceda.
Tomamos por una calle perpendicular a la del Asilo. Anoto mentalmente el nombre de las dos calles, por si tengo necesidad de regresar: Rué Rimbaud, Rué Ste. Madelaine. Sonia se suelta de mi brazo, y camina a cierta distancia de mi cuerpo.
– ¿A dónde vamos? -pregunto.
– ¿A dónde quieres ir? -pregunta a su vez.
– Ningún lugar en especial -digo, y me quito el sombrero y los lentes negros-. Tal vez algún parque con árboles y césped, o alguna plaza.
– Puedo dejarte en la Place Flammarion; no es muy lejos y me queda de camino. Allí deberemos separarnos.
Caminamos en silencio pon la callecita gris. Es hermosa, y no me despierta ningún recuerdo. El cielo está parcialmente nublado; algunas nubes tapan el sol, y producen una iluminación especial, que le da a los distintos tonos de gris una cantidad increíble de matices, que parecen contener todos los colores posibles: la calle es empedrada, y cada uno de los adoquines muestra un color distinto que si bien es apagado y oscuro, siempre dentro del gris, por un erecto de la luz aparecen, en ciertas partes, un rojo muy vivo y violetas y verdes y amarillos. Y lo mismo sucede con las paredes de la calle estrecha y con las baldosas de la vereda. Hay escasos comercios en esa calle, y en cambio se repiten incansablemente los portales angostos; algunos, abiertos, muestran largos zaguanes, o bien escaleras que suben inmediatamente junto a la puerta. Quizá por ser la hora del almuerzo se ve poca gente afuera; en cambio, algunos bares, en ciertas esquinas, están muy concurridos.
– Recuerda esta dirección -dice de pronto Sonia, que por largo rato no ha despegado los labios, y agrega una calle y un número. Me la hace repetir varias veces. Luego dice-: Allí debes preguntar por Anatole. En la pieza cuatro.
– Anatole, pieza cuatro. ¿Y qué más?
– Le transmitirás el siguiente mensaje: "Esta noche, a las nueve, en el teatro Odeón".
La cosa parece bien simple; ahora sólo me falta saber cómo llegar a esa calle.
– Supongo que no tienes mucho dinero -dice Sonia, y abre la cartera. Saca unos cuantos billetes-. Toma un taxímetro, o si te las ingenias para llegar en tranvía tendrás más dinero para ti. Si vas en taxi no te bajes en esa misma cuadra; una o dos antes, o después.
– Bien -digo, y me llega por fin la conciencia (que lentamente había estado queriendo manifestarse de estar soñando otra vez) en forma involuntaria.
Andaba por el desierto, bajo un sol inmóvil, casi rojo; andaba en espiral, veía la espiral trazada por las huellas de mis pies y no podía explicarme por qué lo hacía. Sólo la arena y el sol, y yo y mis huellas; el desierto parecía extenderse al infinito. Pero yo no tenía calor, ni sed, ni estaba cansado; andaba, insensible, trazando la espiral de mis huellas con suma pulcritud, y vagamente quería salir del desierto, me sentía vagamente incómodo por no poder hacerlo.
Sonia, al parecer, no advierte en mí ningún cambio, y seguimos caminando por la callecita, hacia la plaza. Me doy cuenta que puedo mantener con ella una conversación normal, si tengo cuidado, y al mismo tiempo seguir las escenas del sueño, que me interesan vivamente.
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