Mario Levrero - París

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París: краткое содержание, описание и аннотация

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Su París forma, junto con La ciudad y El lugar, una `trilogía involuntaria` sobre el extrañamiento: los viajes que emprenden sus protagonistas parecen al comienzo incursiones razonables en la realidad cotidiana, pero luego se advierte que en esa `realidad` todo se transforma y se tuerce de continuo, y quien cuenta la historia está siempre un paso detrás de la nuestra en el asombro.

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La puerta se abrió violentamente y entró Angeline, cortándome el aliento.

– Aquí me tienes -dice, con enojo; está sofocada y tiene el rostro contraído, como si sufriera un gran disgusto. Cerró la puerta y dejó la cartera sobre la mesita, y de inmediato comen/ó a desvestirse, sin dejar de hablar-. Parece que no habrás de dejarme en paz, nunca -y la mayor parte de las palabras se me perdían, porque hablaba con mucha rapidez y utilizando exageradamente el argot-. Una no puede tener un instante de distracción, y ya está ese cura buscándola, por orden del señorito. ¿Qué te piensas? -el enojo que mostraba y la rapidez y la despreocupación con que se iba desvistiendo me inhibían la excitación que procuraba insinuarse-. ¿De modo que el señor necesita una mujer? Bien, aquí la tiene. Vamos, sube.

Ya estaba desnuda por completo y se había tirado nerviosamente en la cama, todo a lo largo, con una pierna un poco recogida, doblada sobre la otra. Se pasó las manos a lo largo del cuerpo y movió la pierna recogida, haciéndola oscilar con impaciencia.

– ¿Y bien? -me urgió. Yo señalé a Abal.

– Tiene que irse -dije-. ¿No te parece?

– Oh, no será la primera vez que vea algo así -comentó el viejo con displicencia, las manos a la espalda, restándole importancia al asunto, aunque noté que tenía la mirada fija en el cuerpo de Angeline.

– Vamos, déjate de tonterías -dijo Angeline, en el mismo tono fastidiado.

– De ninguna manera -respondí. Y dirigiéndome a Abal-: Vamos, tiene que irse.

– No lo dice en serio, ¿verdad? -preguntó, adoptando el tono compungido de la tarde anterior; imaginé que a continuación hablaría de sus enemigos, y en efecto así lo hizo-. ¿No estará tratando de arrojarme en brazos…?

– ¡Basta! -exclamé con ira-. ¡Basta! Yo no trato de arrojarlo en brazos de nadie; pero debe irse de aquí de inmediato o le devolveré el golpe en la mandíbula.

– Mira, Juan -se oyó la voz conciliadora de Angeline, como si estuviera hablando de un niño con otro adulto-, será mejor que te encierres en el baño mientras el señor termina su trabajo; no sigas discutiendo, porque es evidente que será inútil.

Antes de que yo tuviera tiempo de dar o no mi aprobación, el viejo Abal fue hasta el baño con paso que quería mostrar resignación pero que, al mismo tiempo, era demasiado veloz, y se encerró por dentro.

– Espero que no salga de improviso -dije- y menos aún que mire por la cerradura.

– ¡Oh, vamos! -se quejó Angeline-. ¡Cuántas vueltas tienes, Dios mío!

Me quité el saco, y los pantalones; evité quitarme la camisa porque de pronto recordé las alas; y aunque muy probablemente Angeline me hubiese visto volar la noche anterior, sentía la necesidad de guardar el secreto; de todos modos no tenía la certeza de que me hubiese visto, y la verdad es que la noche había sido bastante oscura. Me tiendo a su lado y comienzo a acariciarle el cuerpo, con manos un tanto temblorosas, y trato de disfrutar de estos momentos en toda su intensidad, pero la presencia de Abal en el baño (sigo sospechando que espía por el ojo de la cerradura) no me permite actuar con naturalidad.

– Bueno, vamos, sube -me urgió Angeline, quebrando mi escaso bienestar-. ¿Crees que tengo todo el día para ti? Vamos, vamos.

No es, de ningún modo, una escena ni parecida a lo que había esperado. Me echo sobre su cuerpo con muy poco entusiasmo. Ella comienza a moverse de inmediato con un ritmo mecánico, sin participar en absoluto de lo que sucede. El placer que puede estar produciéndose en mi piel es bloqueado en su mayor parte por la presencia de Abal -casi puedo sentir su mirada en mi nuca- y por el trato despectivo de Angeline, que no imaginaba en ella, y que incluso me habría mortificado en una prostituta cualquiera. Me aprieta ciertos lugares de la cintura, próximos a la columna vertebral, con lo que consigue provocarme rápidamente el orgasmo. Y sin dejar siquiera que mi respiración retorne a su ritmo normal, me empuja a un costado y se sienta en la cama. Recogió sus ropas y fue hasta la puerta del

baño; allí golpeó ligeramente y el viejo Abal le abrió en seguida. Ella se metió adentro, y la puerta volvió a cerrarse sin que Abal saliera.

En forma creciente me fue ganando la desesperación. Me torturo con imágenes y pensamientos que rebusco en mi mente o que, tal vez, surgen solos. Hago un recuento de las frustraciones sufridas; imagino a Angeline entregándose gozosamente al viejo Abal en la bañera; recuerdo con precisión, recreándola, la escena de anoche, con los perros; recuerdo claramente a la mujer que esta mañana se me ofreció en la calle, y a quien desprecié por buscar a Angeline; recuerdo la promesa de volver que me había hecho ayer aquella supuesta prostituta, y la formulación un tanto humorística de esa promesa, que la negaba; y el tiempo sigue pasando con aquellos dos encerrados. Mi insatisfacción crece y el deseo me corroe, ahora, mucho más que antes.

No llegaba ningún sonido. Resolví levantarme, y me vestí apresuradamente. Luego golpeé la puerta del baño.

Me sorprendió que abrieran de inmediato.

– ¿Qué pasa? -preguntó Abal. Angeline estaba sentada en el borde de la bañera, completamente vestida.

– ¿Qué están haciendo? -pregunté.

– Conversamos -dijo Abal, aparentemente extrañado de mi pregunta.

– ¿Acaso no podemos conversar? -intervino Angeline, agriamente-. ¿También quieres echarnos de tu baño? ¿Por qué metes las narices en todas partes?

– Oh, está bien -respondí, y volví al cuarto. Evidentemente mentían, ya que si hubiesen tenido alguna conversación yo los habría escuchado; a menos que se hablaran al oído, a un volumen tan bajo que no llegara hasta mí ni un susurro.

Volvieron a encerrarse. Trato de desentenderme de ellos, pero recordando las palabras del cura me asalta la idea de reivindicar mi propiedad sobre esa mujer. Cierro con llave la puerta del cuarto y guardo la llave en el bolsillo, cuando salgan del baño podremos discutir o no el asunto, pero tengo el firme propósito de no dejarla escapar otra vez. Voy hasta la valija y la abro. Tenía intenciones de cambiarme de traje. Pero la valija está llena de ladrillos.

Me desplomé en la silla. Había perdido, realmente, todo lo que poseía. No sólo el traje, sino la documentación y otras cosas muy importantes. Y un libro. Una lapicera. Y lo demás.

Siento que es un golpe grande, quizás el más grande recibido en París, a pesar de que no puedo decir que me haya ido muy bien en las pocas horas que han pasado desde mi llegada. Me invade de nuevo todo el cansancio del viaje en ferrocarril, como si aún estuviera en el duro asiento, moviéndome con el moliente traqueteo a través de los siglos, interminablemente, cubriéndome de polvo y desesperanza, olvidándome de todos mis propósitos. Una memoria que se fue sepultando a sí misma, devorando paisajes monótonos -que más bien parecían un telón que girara eternamente sobre un eje, un telón pintado con árboles y campiñas y estaciones de pueblo todas iguales entre sí-; y ahora siento como si mi identidad hubiese estado no en las células de mi cerebro o de mi cuerpo, no en la memoria, sino, lo siento, allí, en la inerte valija de cuero que he perdido. Quizá le atribuyo a la pérdida una importancia exagerada, pero así lo siento, como si la valija fuese la única cosa que me mantenía ligado a mí mismo. No tanto por el libro, ni por los documentos, ni menos, aún, por el traje, como por las otras cosas, o quizá por todo el conjunto, o quizá, nada más que por la responsabilidad de llevar algo en mis manos, de tener alguna cosa para cuidar. Ahora no me queda nada. Angeline… Angeline no tiene resonancias. Ya no me interesa retenerla. Aún permanecía encerrada con Abal, y no sé cuál será mi actitud cuando intente salir de la pieza.

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