Mario Levrero - París
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– He desperdiciado mi vuelo -me digo; recién ahora sospecho que pude haber aprovechado mejor el tiempo, pero no quiero sentirme culpable; después de todo, es un descanso que necesitaba en forma imperiosa. Y ya, ahora, las cosas no podrán ser del mismo modo; ahora ya sé qué, pase lo que pase durante el día, tendré para mí toda la noche.
Pero a medida que avanzaba la amenaza del día -donde todo aquello perdería sentido y, lo sabía, habrían de sucederme cosas terribles de persistir en el aire-, la inquietud se hacía mayor y se iba transformando en miedo y luego en pánico. Al fin, sólo atiné a buscar el Asilo, a tratar de reconocer aquella azotea y regresar allí.
Fue más sencillo de lo que creía, y logré ubicarlo cuando aún las sombras se extendían sobre la ciudad. Por alguna razón imprecisa no quise volver por la azotea y descendí en una calle cercana, vacía. Plegué las alas cuidadosamente, y acomodé lo mejor que pude el saco hecho jirones sobre mi espalda.
Desde la esquina divisé a los carabineros, en apariencia los mismos y siempre alertas. Supuse que no habría inconveniente para entrar, ya que no lo hubo la vez anterior, y que tendrían orden -si todo eso era cierto- de evitar que la gente saliera, y nada más. En efecto, pude entrar con entera tranquilidad.
Detrás del polvoriento mostrador había, en lugar del cura, un hombre flaco con gorra de portero, dormido en la silla junto al escritorio. Tenía puesto un guardapolvo similar a los que usaban los hombres de cabeza rapada. No pude distinguir bien sus facciones, ni tampoco me interesaba hacerlo; sólo reparé en que era muy flaco y tenía un bigote fino y alargado. Pasé de largo hasta las escaleras del fondo, y regresé a mi cuarto.
Me quité el traje, me puse la ropa interior -que había dejado en una silla cuando el baño- y me acosté. Dudaba entre coser el saco, con el hilo y la aguja que tenía en la valija, o dejarlo de lado y usar otro traje, que también tenía en la valija. Por el momento resolví quedarme así.
Apagué la luz de la portátil y, tirado en la cama, espié la evolución del amanecer, mientras evocaba el vuelo reciente y dejaba que se superpusiera con aquellos vuelos anteriores; curiosamente, me parecía que todas las experiencias eran una sola, que no había entre ellas otras diferencias que su pluralidad y los distintos tiempos en que las había realizado; quiero decir que en mi memoria estaban siempre la ciudad nocturna, los techos, las estrellas, que no había elementos diferentes, y hasta me parecía que el dibujo trazado en el aire por mi vuelo era siempre el mismo, un solo dibujo.
Sin embargo, surgió también el recuerdo de otra ciudad; uno de los vuelos, al menos, había tenido lugar en otra parte; y aunque el dibujo fuese el mismo, había un decorado distinto: una ciudad extensa, interminable, heterogénea -y ahora recordaba uno de los suburbios, perfectamente cuadriculado y con farolitos dispuestos en forma simétrica, como un jardín bien cuidado-, con grandes rascacielos junto a construcciones pequeñas y amontonadas como el azar. Y algo, también acerca de ferrocarriles nocturnos y su largo silbido, y puentes metálicos en medio de la ciudad, y debajo de ellos los ferrocarriles que pasaban.
Sonaron golpes recios en la puerta. Me vestí con el traje que había usado hasta el momento, incluso el saco roto, pues no pensaba salir. Antes de descorrer el pasador pregunté quién era.
– ¡Vamos! -dijo una voz-. ¡La misa!
– ¿Misa?-pregunté-. ¿Qué misa?
– No se haga el despierto -respondió la voz-. Es el único que falta. ¡Vamos, abra!
El tono era perentorio, y me sentí obligado a descorrer el pasador. Entraron rápidamente dos monjes grises -con capuchas que les cubrían el pelo y se prolongaban hacia atrás, en punta-, en quienes creí reconocer a los dos hombres de la cabeza rapada. Me tomaron de los brazos y me sacaron al corredor, sin decir palabra, y me hicieron bajar precipitadamente las escaleras. Pero no salimos a la calle, como presumía, sino que me llevaron hacia el hueco bajo la escalera, donde había una puertita y un pequeño corredor que desembocaba en una especie de templo, no demasiado grande pero sí muy alto. Estaba lleno de gente en semicírculo, de pie, y fui arrastrado hacia el semicírculo. Me soltaron, pero sentí que se quedaban allí, a mis espaldas.
El lugar estaba iluminado solamente por cirios, enormes, y no vi ventanas, ni iconografía de ninguna clase. Había pequeños huecos en las paredes, cruzados por barrotes verticales y horizontales, a distintas alturas -algunos muy cerca del techo-, y tras algunos barrotes creí advertir alguna cara blancuzca, y aun manos que los aferraban. Alguien hablaba con voz aguda, un tanto histérica, y poniéndome en puntas de pie logré ver al cura, el mismo del mostrador, que me había atendido ayer. Ahora daba la misa, en medio del semicírculo. Movía los brazos aparatosamente, y noté que usaba sotana más lujosa, y que también tenía un tocado violeta; parecía más bien un obispo, casi un papa. Lo secundaban algunos monjes silenciosos, las manos metidas dentro de las amplias mangas de la túnica. El cura hablaba en latín. No pude comprender nada de lo que decía.
Es una respetable cantidad de gente la que hay allí reunida. La parte izquierda del semicírculo está formada por mujeres. Veo algunos perfiles y pienso que alguna de ellas puede ser Angeline; hay una que se le parece. Y en mi sector hay una cabeza blanca, algunos pasos delante de mí, que tal vez pertenezca a Juan Abal; pero no estoy seguro de ninguna de estas cosas. Del mismo modo, tanto los hombres de capucha como los otros de particular, dentro del semicírculo, se parecen notablemente, en su mayoría, a los de cabeza rapada.
Se hincó todo el mundo. Como yo tardé en reaccionar, recibí un golpe en las costillas. Del semicírculo brotaba un murmullo monótono que respondía a las frases espaciadas que lanzaba el cura. Luego todo el mundo volvió a ponerse de pie, y entonaron una especie de himno. Yo, por las dudas, traté de seguir la entonación, aunque desconocía la letra. No quitaba la vista del sector femenino, tratando de elegir entre tres candidatas a Angeline, con intención de abordarla cuando terminara aquello; pero, por el momento, no lograba decidirme por ninguna.
– En este lugar -pensé- las gentes se parecen demasiado entre ellas.
Pero luego me pareció ver la cara de Abal frente a mí, tras los barrotes de uno de los agujeros, a mediana altura en la pared gris, y hasta tuve la impresión de que me hacía un saludo con el brazo.
Hubo unos movimientos allá adelante; pensando que había terminado la misa me puse alerta para no perder de vista a ninguna de las posibles Angeline; pero, al parecer, todavía no concluía. Estuve un rato a la expectativa, sin comprender lo que pasaba, hasta que fue raleando la gente que tenía delante.
Los del semicírculo, uno a uno, se iban arrodillando ante el cura, quien les deslizaba una cosa en la boca, supuse que una hostia, y decía unas palabras en voz baja; luego, la persona se ponía de pie y desaparecía por otra puerta, sobre el costado derecho, detrás del cura. Se turnaban un hombre y una mujer, y parecía haber un orden predeterminado. Me impacienté, pero no quise moverme de allí hasta que fuera evidente que tenía que hacerlo. Aceptaba todo con resignación, pensando en tomarme revancha esa noche, emprendiendo un vuelo espectacular que me llevara a otra región; aunque intuí que no era exactamente ése mi deber. "Que el placer del vuelo sea una cosa secundaria -me dije-; tampoco una revancha." Recordé mi sentimiento de culpa, al amanecer, como si íntimamente hubiese esperado algo más del vuelo, y yo mismo me hubiese defraudado. "Tendría que pensarlo bien antes -me dije- o, mejor dicho, tratar de recordar." Noté que ya se habían ido todas las mujeres, y quedaban pocos hombres. En seguida unos dedos me tocaron el hombro, impulsándome hacia adelante, y caminé unos pasos y fui a arrodillarme, con vergüenza, ante el cura. Acercó a mí una mano de gruesos dedos y deslizó entre mis labios una cosa vidriosa y desagradable, que de ninguna manera podía tragar; tenía un gusto amargo, ligeramente ácido, y producía un sonido metálico al chocar contra los dientes, y la lengua rozaba una superficie lisa y pulida; mientras el cura decía sus palabras yo agaché la cabeza en señal de contrición, y aproveché a escupir aquella cosa en mi mano derecha y la deposité con rapidez en el suelo, junto a mi cuerpo, mediante un movimiento aparentemente casual.
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