Mario Levrero - París
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Escuché en todas las puertas del primer piso -débilmente iluminado por una sola lamparilla, próxima a la escalera de acceso-, sin notar ninguna presencia. Dudé entre golpear a cada una de aquellas puertas, o subir las escaleras y probar en los pisos superiores, o bajar y hacer una serie de preguntas al cura. Descarte rápidamente esta posibilidad; no tenía ánimo de mantener una conversación con ese hombre y, por otra parte, me sentía culpable de lo que estaba haciendo y no quería ser descubierto por él en mi búsqueda. Me resolví por lo más sencillo, es decir, lo que suponía habría de traerme menos complicaciones, y subí hasta el segundo piso. Me llamó la atención que todas las puertas estuviesen cerradas; de la charla del viejo Abal había sacado la conclusión de que la mayoría de ellas estaban vacías y con la puerta abierta. Antes de subir había tomado la precaución de cerrar con llave la puerta de mi cuarto, pensando en la valija.
El segundo piso no ofrece ninguna variante con respecto al primero, y lo mismo el tercero, y el cuarto. Quise ser consecuente, y antes de ponerme a golpear puertas o buscar otras soluciones, opté por seguir subiendo. Llegué, así, a un séptimo piso final, sin variantes, y una escalerilla formada por barras de hierro fijas a la pared me condujo hasta una azotea, a la que se accedía emergiendo el cuerpo por una especie de puerta trampa, cuadrada, que estaba abierta. La tapa, quitada, estaba en el piso de la azotea, junto a una claraboya. Noté que había muchas claraboyas y dejé que mi vista se acostumbrara un poco a la semioscuridad, porque temía que hubiese otras trampas o pozos de aire.
Me aproximé cautelosamente a uno de los parapetos que bordean la azotea; al mirar hacia abajo siento un vértigo que me produce náuseas, y levanto rápidamente la vista y miro los techos de París, débilmente iluminados por ese resplandor nocturno de los luminosos del centro. Es un espectáculo hermoso y de efecto tranquilizador. Veo la Torre Eiffel, no muy lejos de aquí, y también algo que parece ser el Arco de Triunfo. Escucho unos gemidos débiles.
Evidentemente, es la queja amorosa de una mujer. "Angeline" -pienso, y siento palpitar mi corazón con fuerza. Los sonidos venían de algún sitio detrás de mí, en la azotea. Me separo del parapeto y camino con gran lentitud, temiendo los pozos o algún cable tendido que en la escasa luz sería invisible.
Rodeo una claraboya, y luego otra; he perdido la pista de la voz. Pero no quiero retroceder, y prosigo el movimiento circular en torno a la parte central del edificio, ocupada por una especie de casilla. Hay realmente cables tendidos, a cierta altura, y debo agacharme para esquivarlos. Ahora me encuentro de nuevo junto a la puerta trampa por la que entré, o quizá se trate de otra similar; pero vuelvo a oír la voz de la mujer, y me desplazo hacia un punto distinto de la azotea con la seguridad de llevar la dirección correcta.
En efecto: en el espacio reducido entre una de las claraboyas y el parapeto, hay un cuerpo de mujer, desnudo, blanco, que se retuerce blandamente; y una media docena de perros, no muy grandes, oscuros, que se mueven sobre él. Me aproximé más. Es, evidentemente, Angeline, y los animales la acarician con la lengua, por todas partes. Ella gime y retuerce el cuerpo para ofrecer nuevas zonas a los perros (o lo que sean).
– ¡Angeline! -grito ásperamente y me acerco más, tratando de apartar a los animales con los pies. Ellos gruñen sordamente, y varios pares de ojos brillan malignos con fosforescencia verdosa en la penumbra. No me asustan, a pesar de todo, y logro acertar un tremendo puntapié en la cabeza de un animal. Dio un aullido y saltó en el aire, hacia atrás, con una contorsión del cuerpo, y cayó más lejos, como muerto. Los demás retrocedieron.
– ¿Qué estás haciendo?-gritó Angeline, incorporándose, furiosa. Tiene un cuerpo hermoso; realmente no hay mayor diferencia con la foto del catálogo.
– Me perteneces -dije, también excitado-. Debes venir conmigo.
– ¡Cuidado! -un bulto oscuro, un perro, o un lobo, mucho mayor que los demás, a quien no había visto hasta el momento, surgió de alguna parte entre las sombras, y apenas pude esquivarlo gracias a la advertencia de la mujer; pero en seguida vuelve a la carga, ahora gruñendo de un modo horrible, y veo brillar ojos y colmillos mientras me salta a la garganta. Angeline grita con desesperación.
Puedo esquivar los dientes, pero las patas me golpearon el pecho y mi cuerpo se dobló sobre el parapeto y, tras un instante de angustiado equilibrio, caigo hacia la calle. Angeline gritó, secundada por otro grito mío, de espanto, y un prolongado aullido del perro, o lobo, que de inmediato fue coreado por los demás animales.
– Es el fin -pienso, y me invade una calma total. En una fracción de segundo experimenté un reencuentro conmigo mismo que quizá no hubiese hallado por otros medios durante años de búsqueda. Y pronto supe algo nuevo.
Ruido de género rasgado, y un par de alas se abren paso, automáticamente, a través del saco que acaban de romper. Mi caída es frenada como por un paracaídas enorme y compruebo con asombro que estoy volando, que incluso gano altura.
Las alas se mueven solas, y puedo cambiar fácilmente de dirección, o subir o bajar, mediante movimientos muy sencillos del cuerpo. Me veo enfrentado a una avalancha de pensamientos; estaba recordando mis alas; surge en mi memoria el recuerdo de vuelos anteriores, aunque todavía sin una precisión mayor; pero ya desaparece toda voluntad inquisitiva, y rememorativa, y me siento impulsado vivamente a alejarme de allí, no por el hecho de alejarme ni para llegar a ningún sitio en particular, sino por el vuelo mismo. Todos mis pensamientos se fueron diluyendo lentamente mientras aleteaba sobre los oscuros techos de París.
El vértigo había desaparecido. Sentí una embriaguez especial, una sensación no malsana de poder, y de dicha. Subía hasta alturas increíbles y luego me dejaba caer, planeando suavemente, con las alas extendidas; y aunque cerrara los ojos -y podía jugar con esto- no corría riesgo de estrellarme porque tenía una idea precisa del recorrido que hacía, y del lugar exacto en que me encontraba a cada instante; y me dejaba guiar en mi vuelo por impulsos arbitrarios y extraños, y sentía que, de algún modo, estaba trazando en el cielo un dibujo coherente y estético. Y descubrí algo más: que estaba descansando. Por primera vez en siglos sentía que el descanso se extendía por los músculos y la mente; sentí que esta era mi forma natural de descansar.
Los impulsos me llevaban preferentemente hacia zonas oscuras y periféricas, incluso los bosques lejanos; por algún motivo evitaba ser visto -tenía la seguridad de que no debía dejarme ver por nadie-, y apenas pasé alguna vez, fugazmente, por el resplandor de la zona céntrica; y, la verdad, que mirando hacia allá abajo no encontraba ningún atractivo -como imaginaba que lo encontraría al mirar el resplandor desde la ventana del Asilo, o desde la azotea- en aquellos luminosos parpadeantes ni en el minúsculo ir y venir humano por las calles principales. La torre, vista de cerca, era un feo y antiguo mazacote, carente de todo atractivo; opté por el espectáculo de las estrellas -en un cielo perfectamente despejado- y de la luna en cuarto creciente que asomaba en el horizonte. Pero tampoco necesitaba espectáculos, y aunque cerrase los ojos todo aquello estaba presente y palpitante, y la tierra, abajo, adquiría una nueva dimensión; quizás un tanto menor en cuanto a volumen e importancia, pero, sin saber por qué, sentía que adquiría para mí una importancia mayor en calidad humana (no me refiero a la gente que la habita, sino a la humanidad propia de la tierra, algo vivo en sí mismo).
Así pasé toda la noche, sin frío ni calor, sin ninguna clase de necesidades y en un perfecto reposo; apenas comenzó a insinuarse la claridad que precede a la aparición del sol, sentí que aquello debía terminar, y me fue ganando una inquietud creciente.
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