Ana Matute - La torre vigía

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La torre vigía es la primera novela de la trilogía medieval de Ana María Matute. Ambientada en una Edad Media mítica, mágica y sensual, la novela es un peculiar libro de caballerías que narra, en primera persona y con una sensibilidad moderna, los años de formación y aprendizaje de un joven caballero, a lo largo de una trama repleta de heroísmo, superstición y barbarie.
La torre vigía relata el descubrimiento del mundo y sus conflictos, la memoria, la añoranza y la dificultad para establecer relaciones en la infancia y la adolescencia del protagonista que habrá de ser armado caballero en un marco donde todo se rige por instintos primitivos y febriles, en el que el amor, el odio, la violencia, la soledad, la crueldad o la nostalgia se alternan en una espléndida narración que ofrece un mundo inquietante y misterioso y, al mismo tiempo, salvaje y pasional.

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Aunque no me miró -ni siquiera volvió el rostro hacia mí-, bien se entendía que hacia mi persona iban dirigidas sus palabras. Y no las pronunció en voz baja, sino tan alta, que ni un solo presente dejó de percibirlas. Mientras escanciaba vino en su copa, le oí decir:

– Ese rubio cabello y esa mirada nos devuelven la herencia del pasado, hasta el más alejado confín de la tierra, a nadie se puede hallar tan rubio, ni de tan azules y feroces ojos. Al contemplar a este muchacho, siento en mi nuca el aliento de los dioses perdidos.

Tan insólitas palabras (que semejaban una adivinanza) fueron, no obstante, comprendidas al instante por mí; pero no así, imagino, por la mayoría de quienes las escucharon. Mas, dado que a menudo Mohl pronunciaba frases misteriosas y luego pasaba sin transición a otros temas, la extrañeza causada por semejante comentario borróse fácilmente de todos los oyentes (salvo de mis tres hermanos). Un temblor inoportuno se apoderó de mi mano y hube de hacer un gran esfuerzo para no derramar el vino sobre el hombre que había pronunciado tales sentencias.

El Barón quedó sumido en un raro silencio, y acaso con el propósito de que mis oídos y entendederas captaran más exactamente que se había dignado referirse a mi poco relevante persona añadió al fin:

– Conozco muy bien la causa de que, aún tan joven, seas ya muy temido. Y vaticino que lo serás mucho más, en grado creciente, hasta el último de tus días. No eres hermoso, ni gentil, pero tu naturaleza vive más allá de tan perecederas cualidades. Y puede, incluso, resultar mucho más tentadora que la belleza y la dulzura.

Tras aquellos memorables -al menos, para mí- vaticinios, mi señor pasó mucho tiempo sin volver a dar muestras de notar mi existencia.

Al fin llegó el último día del invierno. Y con el buen tiempo, cobraron más y más vigor los ejercicios violentos. Organizáronse varios encuentros de caballeros y los juegos guerreros menudearon. A presenciar algunos, fueron invitadas las damas, de suerte que acudían muy animadas y contentas. Y la que más, entre todas, mi señora. A los jóvenes no investidos, no nos estaba permitido tomar parte en las lides pero sí portar las armas, seguir de cerca a nuestros caballeros. Y si caían heridos, sacarlos del campo como mejor pudiéramos.

Tras celebrarse uno de estos encuentros entre los caballeros de Mohl y los de un barón de las cercanías, se sirvió una abundante comida sobre la hierba, pues tras el frío invierno, la primavera se ofrecía en todo su esplendor.

La Baronesa me llamó, indicándome que me arrodillara a su lado. Aguardé así alguna de sus órdenes. Pero en lugar de hacerlo me tendió una copa donde, sobre aguamiel, flotaban pétalos de flores. Y dijo:

– Llegado ese día, querría presenciar tu primer combate, puesto que yo inicié, desde lo más sumario, los pasos de tu aprendizaje. He sido tu maestra y, como tal, esa fecha revestirá un recuerdo muy emotivo para mí.

Quedé un tanto perplejo. En verdad había mucha razón en sus palabras; pero no atinaba a calibrar hasta qué punto ella misma era consciente de su doble filo. Sus cejas permanecían imperturbablemente altas y arqueadas, y su mirada como amparándose en algún sueño interior. Tomé la copa entre las manos, pero no me atreví a probarla. El dulzor de la miel me repugnaba y los pétalos que la cubrían me parecieron, de improviso, una sarta de diminutos animales -mariposas o luciérnagas, injustamente asfixiadas- sinceramente repugnantes. Tuve miedo de mirar sus ojos: de antiguo conocía esas pupilas amarillas, intensas y fríamente exasperadas. Bruscamente, sus dedos largos y duros izaron mi barbilla y sus ojos se apoderaron impíamente de los míos, sin permitirles un posible resquicio a la huida, o refugio alguno.

– En verdad -murmuró en voz baja y lenta- que, como dijo mi señor, eres feo. Pero he oído comentar, también, que allí de donde vienes, o hacia donde vas, se percibe muy cerca la sombra de los dioses perdidos.

Quedó en silencio un momento. Y mientras duró llegué a creer que sus ojos prenderían fuego a los míos. Al fin, añadió:

– Pero los dioses han muerto. O, tal vez, yo los he olvidado. Diles que algún día regresen a mí…

Lleno de turbación, notaba cómo renacían en mis venas un rencor y una desolación infinitos, que imaginaba enterrados. Un dragón sacudía de su lomo cenizas ardientes, alzaba la cabeza y me devolvía a un tiempo en que disputaba a los perros los huesos que arrojaba mi padre de su plato. Contemplé el cuello largo y blanco, parecido al de un cisne, de la Baronesa. Un gusto a sangre inundó mi lengua, y deseé hundir en él mi daga, degollarla, como hice con el jabalí de pelaje dorado -sagrado o infernal despojo-; y luego, tuve la súbita revelación de que aborrecía a mi padre, y a mi perdida infancia, al tiempo que los añoraba hasta el dolor.

Pero la Baronesa ignoraba, sin duda alguna, esta doble naturaleza, tanto en ella, como en mí mismo. Deseé entonces, muy violentamente, que mudara en ogresa, allí mismo, sobre la hierba, en el sol de los guerreros, el ruido de las armas y el galope de los caballos. Pero ella, con un gesto de la mano, me despidió.

Y mi ogresa no vino a buscarme, ni aquel día, ni muchos después.

***

Pasó la primavera. Y cuando ya el verano declinaba, el Barón dispuso una gran cacería. Me ordenó entonces que formara parte de sus escuderos, aunque esto era contrario a las costumbres (no sólo suyas, sino generales), pues aquel puesto sólo se lograba tras relevantes méritos, o por la pureza del linaje.

Cuando me dispuse a cumplir sus órdenes, no supe discernir, con sorpresa y malestar, si aquéllas que tuve por visiones en la nieve y que el físico denominó "muerte pequeña" -esto es: la imagen de un Barón Mohl, de metal negro, rígidamente alzado en el blanco patio de armas- eran tales o, por contra, sucedieron fuera de los sueños (aunque no formaban parte de la realidad que conocía). No sentí, pues, satisfacción ni orgullo alguno por tal distinción, a todas luces extraña y, como no tardé en apreciar, peligrosa.

Llegadas a este punto las distinciones del Barón, mis hermanos sintiéronse especialmente ultrajados. Así lo evidenciaba la dañina expresión de sus ojos clavados en mí cuando me vieron portando su jabalina. Y hubieran manifestado su odio y su despecho de forma harto más contundente, de no hallarse presente la gente del Barón y el Barón mismo.

Apareció entonces en la cumbre de un altozano la Baronesa, mi señora, sobre su blanco corcel. Peinaba las trenzas en torno a su cabeza, como una diadema de oro, y sus ojos mostraban su peculiar y asombrado desdén. Llevaba un halcón al puño y se cubría con un manto que, a la luz de la mañana, parecía de plata. Iba acompañada de la menor de sus sobrinas, aquélla por la que yo sentí un recatado e inane amor. Y comprobé al instante que este sentimiento había desaparecido por completo. Junto al rostro frío, delgado y blanquísimo de mi señora, el lozano y juvenil de la muchacha parecía una empanada. En cambio, todo mi ser ardía al contemplar y recrear en mi recuerdo a mi amada ogresa.

El Barón frunció el entrecejo y dijo:

– ¿Por qué ese halcón, mi señora…? No atino a comprender su puesto, en la presente cacería.

Ella sonrió, con los labios cerrados; pero había una profunda seriedad en sus ojos, al responder:

– Este halcón, mi señor, tiene su puesto en mi puño.

Entre la bruma de la mañana, su voz parecía un delgado río. Inclinó luego la cabeza, en una suerte de acatamiento y saludo, tan gentiles, que mucho contrastaban con sus palabras y actitud. Luego, con ímpetu inusitado en tan delicada persona, espoleó su montura y se alejó.

Cuando partió la comitiva y llenóse el aire con los ladridos de los perros, las voces de los ojeadores y el ulular del cuerno que abría la jornada de caza, sentí un deseo muy violento de subir hacia lo alto de la torre vigía: de allí había partido, una vez, un grito de alarma, sobresaltándome hasta el punto de no saber si relegarlo al reino de lo inmaterial o al de lo humano. El sol se alzaba ya tras las almenas y me pareció más brillante que nunca. Entonces recordé que estaba ya muy próxima la época de la vendimia, que pronto cumpliría quince años y que, según todos los indicios, sería armado caballero. Por primera vez, esta idea no me produjo alegría, el impaciente júbilo acostumbrado. Lleno de malestar, azucé mi montura, en pos de mi señor (tal y como me había sido ordenado) y noté físicamente, clavándose en mi nuca, el odio de sus escuderos. Con toda seguridad, en aquella jornada el número de mis enemigos en el castillo aumentó de forma singular.

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