Ana Matute - La torre vigía

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La torre vigía es la primera novela de la trilogía medieval de Ana María Matute. Ambientada en una Edad Media mítica, mágica y sensual, la novela es un peculiar libro de caballerías que narra, en primera persona y con una sensibilidad moderna, los años de formación y aprendizaje de un joven caballero, a lo largo de una trama repleta de heroísmo, superstición y barbarie.
La torre vigía relata el descubrimiento del mundo y sus conflictos, la memoria, la añoranza y la dificultad para establecer relaciones en la infancia y la adolescencia del protagonista que habrá de ser armado caballero en un marco donde todo se rige por instintos primitivos y febriles, en el que el amor, el odio, la violencia, la soledad, la crueldad o la nostalgia se alternan en una espléndida narración que ofrece un mundo inquietante y misterioso y, al mismo tiempo, salvaje y pasional.

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Entre los soldados con los que solía yo jugar, o beber, o charlar, había uno que, antes de entrar al servicio de Mohl, combatió en las filas del Conde. Según sus palabras, le conocía bien. Y describía a Lazsko con vivas tintas, asegurando que ignoraba incluso la lengua con que pretendía hacerse entender por sus semejantes. Según le oí, mejor se entendía a Lazsko cuando gruñía que cuando llegaba a formular alguna de las pocas palabras que conocía o que lograban abrirse paso entre sus voraces labios. Al parecer, Lazsko sonreía siempre con expresión tal que, en un principio, tomábase por bondadosa y aun angelical hasta que despertaba las sospechas de si tal sonrisa, en lugar de un afable natural, encubría la más enconada imbecilidad. Vivía retirado en su sombría fortaleza, más allá de las dunas, hacia el este. Corría el rumor y la creencia de que su origen provenía de los pueblos esteparios. Así lo hacían sospechar sus trenzados cabellos, quemados por el sol y el viento, su extraordinaria manera de galopar y casi vivir sobre el caballo -alguien afirmaba que dormía sobre él-, y la manifiesta crueldad de su naturaleza. Este origen -fuera o no cierto- le valía el despego de los demás señores y en especial el de Mohl (que odiaba ferozmente a aquella raza errante y a caballo). Pero Lazsko negaba con gran ira semejante procedencia y hacía grandes alardes de piedad, y aun devoción, hacia la religión cristiana, sus ritos y costumbres -o lo que él tenía por tales-. Sólo se le conocía un verdadero afecto: su ahijado. Según oí a los hombres de mi señor, este jovencito, casi un niño, era tan delirantemente amado por el Conde, que a fuerza de halagos y arrumacos habíale convertido en una suerte de alimaña, de ademanes dulces, tan caprichoso como una doncella y tan feroz como su tío. Pues, con evidente placer, le secundaba en cuantas tropelías imaginaba éste. Y aun, por su cuenta, llevaba a cabo las que le venía en gana.

Entre los muchos atropellos que llevaban ambos a cabo, uno de los más persistentes consistía en un contumaz y obsesivo deseo que les impelía a apoderarse de ciertas tierras pertenecientes al dominio de Mohl. Aunque, según pude atrapar por éste o aquel solapado comentario, tal vez no faltaba razón al supuesto estepario, pues corría el rumor de que, con anterioridad, Mohl se las había arrebatado a él. Por esta razón, las escaramuzas en ocasiones revistieron un carácter sangriento.

Debo señalar que el viento nunca estaba ausente en semejantes circunstancias y ocasiones. Por lo general la disputa comenzaba de esta manera: Lazsko enviaba un hombre, distinguido por su insensatez o su desdicha, con el encargo de propinar puntapiés a unas hileras de tinajas que, hincadas en tierra aquí y allá, marcaban someramente las fronteras que Mohl tenía a bien considerar propias. una vez derribados y aporreados tan arbitrarios lindes, comenzaba la larga cadena de rencillas y resentimientos donde crecía el odio. Mohl no toleraba tal ofensa, mientras Lazsko sustentaba convicciones asaz diferentes sobre el lugar o emplazamiento de tales límites. Trataba de desbaratarlos y a su manera recuperar aquel o este pedacito de tierra con que, si no resarcirse de lo que consideraba (y tal vez era) usurpado, darse, al menos, a sí mismo una pequeña satisfacción por la que brindar con sus gentes, en las frecuentes borracheras de su torreón. Mohl no le daba ocasión a gozar demasiado tiempo de tales delicias. El desdichado o insensato que dio de puntapiés a éste o aquel recipiente fronterizo, lo daba también a su propia cabeza. Las apostadas gentes que mantenía Mohl en constante vigilancia, brotaban de todas partes: de las dunas, de los árboles e incluso -parecía- del suelo. Como energúmenos -así debían parecerle, al menos, al osado o cándido pateador de lindes- se lanzaban tras él, hasta apresarlo y colgarlo del árbol más propicio. La visión de su cuerpo bamboleante excitaba los ánimos al otro lado y, a su vez, gentes de Lazsko caían sobre los chamizos o los villorrios esparcidos en tierras de Mohl. Incendiaban, mataban y robaban. Cometían todo cuanto desafuero pasaba por sus mentes, o se ofrecía sin dificultades mayores a su rencor y rapiña. Iniciábase entonces entre ambos bandos una lucha dispersa y entrecortada, pero sañuda. Mas según dijo aquel soldado, la verdadera razón, el sueño dorado que propagaba Lazsko durante sus enconadas borracheras -únicas ocasiones en que, al parecer, lograba hacerse con un puñado de palabras, más o menos razonablemente dispuestas- era llegar a enfrentarse algún día en duelo cuerpo a cuerpo con el propio Barón. Éste, empero, hasta el presente jamás le dio ocasión para desahogar anhelos tan largamente acariciados. Dirimía Mohl estas cuestiones, enviando a mis hermanos frente a un puñado de gente armada. Y en verdad que éstos eran quienes más rápida y eficazmente solucionaban tales incidencias y los que más pronto regresaban, ondeando una ensangrentada y escuálida paz, que, dadas las circunstancias, conseguían lo más duradera posible.

Mezcladas a estas cosas, fui percibiendo en las charlas de aquellos hombres una suerte de entendimiento, hecho de alusiones y sobreentendidos, con que aludían frecuentemente a alguna cosa, suceso o persona para mí ininteligible. Y que, no obstante, flotaba en el aire todo de aquel castillo. Según pude ir entendiendo, su causa era del dominio de todos aunque permanecía silenciada. Una oscura burla, al tiempo temerosa y osada, serpenteaba a través de estas charlas y alusiones. Y yo percibía su naturaleza, tan evidente y tan enigmática a un tiempo. A la par que una confusa y nada razonada inquietud, sentía invencible necesidad de conocer lo que se me ocultaba tras la sutil niebla que envolvía sus comentarios. De mi señor se trataba, sin duda alguna, pero se me hacía muy extraño y contradictorio descubrir un aleteo de burla -por temerosa y aun siniestra que la presintiera- tocante a un hombre como él. Pues a fuer de temido y respetado por su valor y temple era a todas luces admirado por aquellos hombres. Tal misterio me instaba a menudear las visitas a la guardia, las partidas de dados y las libaciones en su compañía. Aunque cada día me atraían menos los juegos de azar y la cerveza agria y áspera que ellos ingerían no ofrecía particular encanto a mi paladar.

Un día de frío muy intenso y cielo tan oscuro que siendo aún la primera tarde, parecía de noche, mi señor salió a caballo sin compañía alguna. Comenté con los soldados la extrañeza que estas solitarias salidas me causaban, pues había notado que solían producirse en días semejantes. Tuve ocasión entonces de escuchar un curioso comentario, seguido de una sonrisa que, más que tal, semejaba un relámpago de terror:

– Va en busca de carne fresca… ¿no hueles el viento?

Quedé muy impresionado ante aquellas palabras y me dije, estremecido, que tal vez más de un ogro habitaba entre aquellas paredes.

Al amanecer del día siguiente el viento pareció detenerse, como acechante. Un gran silencio se adueñó de cada rincón y de cada hombre. Desperté junto a mis compañeros, sobresaltado por el clamor que venía de lo alto. Por sobre la muralla, desde la torre vigía, llegaba el ulular del cuerno que avisaba el avance de gentes armadas y probablemente enemigas, en la brumosa lejanía de la pradera.

Apenas se había extinguido la llamada de alerta, sentí que una invisible espada me rasgaba de la cabeza a los pies, partiéndome en dos mitades. Y a mis pies se recortó una dura sombra, muy negra, junto a la lívida blancura del amanecer. Sin saber cómo -o sin poderlo recordar ahora- me hallé fuera de la sala donde dormían los jóvenes escuderos, y en el centro del patio de armas. Oía las voces y las pisadas de los soldados que corrían a sus puestos; las campanas de las villas, que llamaban a las gentes; el crujir de las ruedas de los carros, y los gritos de los campesinos, que acudían a refugiarse tras las murallas del castillo. Todo esto, empero, se deslizaba sobre mí como una lluvia leve, carente de importancia. Empuñaba la espada, así el escudo con fuerza y busqué, ansioso, una conocida silueta.

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