Jorge Edwards - Gente De La Ciudad Doc

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Gente de la ciudad fue publicada por la editorial Universitaria en 1961. Tras su lanzamiento, recibió el Premio Municipal de Santiago. En esta compilación Edwards reunió los siguientes relatos: “El cielo de los domingos”, “El fin del verano”, “A la deriva”, “El funcionario”, “Rosaura”, “Apunte”, “Fatiga” y “El último día”.

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"Ahora queda por determinar que se hace con tu plata. Como tú sabes, las acciones han estado bajando y se ha gastado un dineral en reparar las propiedades."

El tío Ricardo se ofrecía para continuar la administración de los bienes de Federico. Le aseguraba, además, lo necesario para vivir con modestia el resto de sus días. Puntualizó que asumía este compromiso a riesgo de su propio bolsillo.

"Creo, sinceramente, que es la solución que más te conviene."

Para Federico, las palabras del tío Ricardo se habían transformado en una nebulosa. Algo en él se resistía a delimitarles su sentido. Cuando cesaron, se puso de pie silenciosamente. Fue a su escritorio y hurgó en los cajones, pero no había nada que valiera la pena rescatar. Una última mirada por la ventana, y salió sin despedirse.

Durante horas, no pudo pensar. Las palabras del tío Ricardo emergían un instante, fragmentarias, y regresaban a la nada. A medianoche, bebiendo una botella de vino, sintió que la sangre recuperaba su ritmo.

"¡Que se vaya al diablo!" dijo, dando un puñetazo en la mesa.

Sus amigos lo miraron extrañados.

"¡Salud!" dijo después, con súbita vivacidad. Alzó la copa de vino y la bebió de un trago. En seguida, aproximando la silla, participó tranquilamente en la conversación. Nunca había estado más sereno, nunca el porvenir le había producido tanta indiferencia. Pensó que los demás no advertían el cambio, pero eso tampoco le importó. La conversación se animaba y los amigos, como si presintieran que la ocasión era excepcional, pidieron una segunda botella, del vino más caro.

La imagen del tío Ricardo empieza a penetrar en su conciencia. El no la resiste. ¿Para que? La deja, no más. El mundo es de él, de ellos. Y toma distancia, para contemplar su conciencia invadida. Ya no le resulta duro admitir la verdad. El mundo retrocede, y Federico no pretende disputárselo a nadie. Deja que la imagen del tío Ricardo ocupe la totalidad de su vida consciente, como una advertencia tardía y un símbolo.

En los días que siguieron, escribió dos artículos, que se publicaron en la página dominical de un diario. Los artículos le valieron una invitación a casa del tío Ricardo, algunas frases amables de una señora que no conocía, unas palmaditas en el hombro al pasar al comedor…

"Bueno tener un escritor en la familia."

Empezaba a explayarse sobre sus proyectos, embrionarios, abultados por el calor de la improvisación misma, y advirtió en la concurrencia signos de aburrimiento. Su silencio fue aprovechado de inmediato por el tío Ricardo, que trajo a colación el tema de la baja de la Bolsa. Federico no tuvo oportunidad de volver a tomar la palabra.

Después de aquellos artículos, una que otra crónica en un rincón de los diarios. Pero esquivaba el periodismo para dedicarse, decía él, a un largo poema sobre la naturaleza. Era el poema iniciado en Europa, escrito de nuevo, más unos apuntos que llevó en el bolsillo durante varios meses, hasta que desaparecieron.

Lo que ocurría es que la casa de su madre se había vendido y que su nueva residencia, un departamento estrecho y oscuro, en un edificio de mala muerte, no invitaba a concentrarse. Más bien impulsaba a salir a toda hora, aunque no hubiera otra ocupación que vagar por la ciudad. La penumbra y el frío, y sobre todo los gritos de las mujeres, asomadas a un patio con ropa colgada, destruían de raíz cualquier idea de trabajo. Había que dormir lo más posible, y en seguida escapar. Necesitaba una casa, de adobe que fuera, ojalá con algunos metros de huerto. Entonces podría empezar de nuevo.

Solía pasar en las mañanas a la oficina, a pedir un adelanto sobre la renta del mes siguiente. El tío Ricardo sacaba un archivador de la caja de fondos, examinaba los papeles y terminaba por decir que el estado de la cuenta de Federico era desastroso. Seguía un silencio incómodo, en que los ojos del tío Ricardo se clavaban en él, con un brillo de mal agiiero. Federico, por experiencia, permanecía impávido. Al fin, el tío Ricardo redactaba un recibo y hacia entrega de una pequeña suma, con el gesto de quien se ha cansado de luchar.

Al despedirse, Federico sentía que flaqueaba su impasibilidad. Se iba con lentitud, mirando a un punto indefinido. En la calle, los transeúntes, que corrían detrás de un destino exacto, chocaban con él. El reflejo defensivo de dar paso a los automóviles luchaba, en las esquinas, con la tendencia inerte a seguir, a entrar en esa masa de metales lustrosos, torpemente atascados.

Descubría, en esos momentos, que tenia sed, y entraba al boliche más próximo. Una cerveza helada bastaba para trasladarlo a una existencia mejor. Se ponía a contemplar los muslos de la mesonera y a sonreir sin motivo. El espejo del boliche le devolvía el movimiento callejero. Otra cerveza, un último atisbo a los muslos y a salir, a dar brazadas en busca del bullicio. Lo que no soportaba, en ningún caso, eran los gritos aislados que rasgaban el aire, alrededor de su departamento, y menos el silencio de las horas más profundas, en el insomnio.

Versos de circunstancias, escritos en servilletas de papel, entre manchas de vino. Por fin se había trasladado a la casa que buscaba, calle San Isidro adentro. Pero el poema seguía sepultado debajo de un cerro de papeles. Esperaba instalarse bien, acostumbrarse al huerto pequeño y húmedo, al barrio popular, a las carretelas y a los corrillos de las esquinas, antes de iniciar el trabajo. Porque seria un trabajo intenso y metódico, y previamente había que darse un respiro.

Además, dormir bien una noche. El poema exigía cerebro despejado y nervios tranquilos. Ya se hastiaba de los cafés nocturnos, del vino cada vez más áspero, del veneno que afloraba en las conversaciones, de las poetisas resentidas, susceptibles, aventajadas por la histeria.

Luego cortaría con todo eso. A excepción de unos minutos de calma voluptuosa, en que el vino circulaba apaciblemente por la sangre, minutos de participación animal en el movimiento y el ruido, esas trasnochadas habían cesado de interesarle.

Pondría término a eso, luego, y el poema, con su incitación semiolvidada, surgiría de su sitio debajo de los papeles.

Los recuerdos han sido deshechos por un sueño denso, que unos golpes en la puerta de calle interrumpen. Tiritando, Federico se levanta y tantea los muros. Abre la puerta y aparece en el umbral, circundado por el sol resplandeciente, un hombre obeso, abúlico, de una palidez cetrina.

– Felipe…

Cerca de la acera, un carretón empieza a oscilar. El pavimento y el campanario de la iglesia se ponen oblicuos y oscilan. La carretela gira vertiginosamente. Federico alcanza a sentir una mano que le aferra un brazo…

En el atardecer, aparte de Felipe, que se mantiene sentado en un rincón, inmóvil, hay otra persona en la pieza. A Federico le desabrochan la camisa y le colocan en el pecho un objeto de metal helado. Más gente entra a la pieza. Le desnudan un brazo y le clavan una aguja en la vena.

¿No es Maria, su hermana, de pie junto a la cabecera, con los ojos fijos en él, tranquilos y sombríos? Ella sonríe y Federico quiere decir algo, pero lo asalta una tos violenta.

Se debate largo tiempo entre sombras, entre voces y objetos distorsionados por la fiebre. Como si emergiera de un túnel, sale por un instante a la lucidez. Todo se aquieta, se recoge en su inercia acostumbrada.

– Quiero tomar aloja -murmura, pensando en un río del sur, en unos álamos, en la sonrisa de su hermana.

Percibe un rumor. Alguien se desplaza en la penumbra. Una mano delicada pasa por detrás de su nuca, levanta su cabeza y le acerca un vaso a los labios. Después de beber, Federico mira, interrogante, a su hermana. No es aloja, es agua insípida. Cierra los ojos, y se presentan unos álamos, y un río que avanza lentamente, chocando en pequeñas olas contra el barro de la orilla.

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