Jorge Edwards - Gente De La Ciudad Doc

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Gente de la ciudad fue publicada por la editorial Universitaria en 1961. Tras su lanzamiento, recibió el Premio Municipal de Santiago. En esta compilación Edwards reunió los siguientes relatos: “El cielo de los domingos”, “El fin del verano”, “A la deriva”, “El funcionario”, “Rosaura”, “Apunte”, “Fatiga” y “El último día”.

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Después, Ignacio se desprendió del grupo y avanzó, inseguro, hacia una mujer que guardaba unos cubiertos, con los brazos robustos arremangados.

– Va sacar a bailar a la empleada -dijo alguien, entre asustado y risueño.

– ¡Que imbécil! -exclamó Clotilde, furibunda.

La empleada, con desconfianza, miró a Ignacio que le dirigía requiebros estropajosos, mientras oscilaba peligrosamente, y optó por reanudar su tarea, un poco intranquila.

Golpeándose contra las mesas que se interponían en su camino, la sonrisa, en el rostro sanguinolento, transformada en mueca, Ignacio Rueda inició el regreso. Una silla lo detuvo. Se apoyó en el respaldo e inclinó la cabeza en casi noventa grados. Hubiera podido estremecerlo una arcada y Francisco dio un grito de alerta, porque él se habría contagiado. Pero nada sucedió Rueda permaneció largo rato en equilibrio inestable, con los cabellos caídos sobre la frente, hasta que dos de los amigos de Clotilde lo convencieron de que se fuera a sentar en una silla lejana.

Francisco, que acababa de terminar su tercer cherry brandy, se empinó para buscar en la pista a Margarita. Las parejas habían raleado. Divisó a Margarita con Esteban, saliendo de la carpa al hueco negro de la noche. Quedó anonadado, sumido en una melancolía sin fondo. Alzó las cejas y así estuvo un tiempo, con las cejas en alto, estático, mudo.

Los demás se reían de su borrachera. Movió el índice, con actitud de recriminación, y quiso decir unas palabras lúcidas, definitivas. Pero su lengua no fue capaz de articularlas. Resolvió murmurar sordamente y hacer gestos de ira. Más risa de los otros.

– ¿De qué se ríen? -preguntó, trabajosamente.

Clotilde se ponía una mano en el abdomen, llorando de risa. Francisco empezó a caminar, rumbo a la pista semidesierta.

– ¿Te sientes mal? -le preguntaron.

– ¡No! -gritó él, a voz en cuello, sin volverse a mirar quién le hablaba.

En el centro de la carpa, el mago conversaba excitadamente, vaso en mano. Estaba despeinado y la corbata se le había corrido de su sitio. solo el pañuelo se mantenía enhiesto. Francisco masculló un saludo, que fue recibido por el mago con impavidez. Pretendía iniciar una frase cualquiera, pero antes de que hubiera pronunciado la primera palabra, el mago le había vuelto la espalda. Francisco se encaminó, lentamente, a la salida.

La noche se había puesto fría. Cielo encapotado. En la distancia, el estruendo de las olas. Recorrió calles, bajó senderos empinados, hasta encontrarse junto al mar, que penetraba con furia por los desfiladeros de las rocas y que, al retirarse, producía un ruido de espuma en violenta ebullición. La llovizna salobre le despejó el cerebro. Largo rato estuvo inmóvil, el mentón hundido en las rodillas, sin ansiedad, sin propósito ni pensamiento alguno. Como si la espuma penetrara también los intersticios de su cerebro y, al retirarse, arrasara con los fragmentos de imágenes, con el bullicio reciente, con la exaltación y el agotamiento. Sólo el cansancio de los músculos le advirtió que debía irse.

En el corredor de la casa, lo recibió la respiración pausada de los dormidos, apenas perceptible a través de las paredes. Sus dos compañeros de pieza dormían, sumergidos entre sábanas revueltas. Al sentarse al borde de la cama para desvestirse, los ojos irónicos de Margarita le clavaron en el pecho un aguijón doloroso. Era una espina que se ensañaba en una herida fresca.

Pensó en otras cosas, en su regreso a la ciudad, en la carta de su hermana, en la vastedad del invierno, que ya se anunciaba en la brisa helada y en la violencia del mar que barría la playa cada noche. Las vibraciones del dolor se fueron espaciando y se desvanecieron. Cuando se estiró en la cama, sus músculos experimentaron un alivio inmenso, que no había imaginado antes. Luego se aplacó su respiración, sumándose a la del resto de los que dormían.

FATIGA

BAJA las escalas despacio, alicaído, con las manos en los bolsillos. En la calle, lo reanima el impacto del aire fresco. Sobre los edificios, el cielo continúa claro. Un hombre rechoncho y musculoso le da un empujón al pasar. El entreabre la boca, para murmurar no sabe qué…

Mira hacia la acera del frente y avanza. Se detiene justo a tiempo, a un milímetro de la exhalación azulina de un automóvil… ¿A dónde ir? Resuelve caminar rumbo al poniente. Tiene la sensación de haberse olvidado de algo. Entre los papeles de su escritorio, los telefonazos, la lista con la letra del gerente… Arruga el rostro, angustiado.

Le parece que su nombre se desprende del bullicio.

– ¿Estás sordo? Hacia rato que te llamaba.

Sonrisa forzada. El pariente lo toma del brazo y reanuda el monólogo que ha interrumpido unos días antes.

– Ese libro es lo más entretenido que se ha escrito en Chile. ¡Seriamente! Y está muy bien documentado. A muchos personajes de la época los deja como figurones. ¿Te acuerdas de esa parte…?

– No lo he leído.

– ¡Ah, verdad! ¡Verdad que no lees más que latas! Como te digo…

En ese instante, pasa un taxi desocupado y su pariente corre a detenerlo.

– ¡Te llevo! -grita.

El dice que prefiere seguir a pie. Va muy cerca.

– ¿De veras?

La bocina poderosa de un bus, desde atrás del taxi, obliga al pariente a deponer su insistencia. Pasa el bus interminable, lentamente, y la esquina queda despejada. Una mujer vestida de blanco, de pechos enormes, cruza con majestuosa serenidad…

¿No se le ha olvidado algo importante, en medio de los papeles? Cierra los ojos y mueve la cabeza con brusquedad, para espantar la idea. Siempre la misma idea, que roe poco a poco su cerebro, que lo interrumpe en plena lectura o cuando se esfuerza denodadamente por conciliar el sueño…

– ¡Tonterías! -dice, y mira a una señora vieja que camina a su lado, por si lo ha oído hablar solo. Pero la señora, con la vista perdida, rumia algo propio. Más allá, la mujer de pecho voluminoso comienza a desaparecer en la marea de los transeúntes…

Un escaparate de libros atrae su atención. Observa un buen rato el escaparate y entra. "No debo comprar más libros". ¿Qué tiene que hacer mañana, a primera hora? En ese preciso momento cree ver, a través de la vidriera, la mandíbula agresiva del gerente, que husmea y sigue de largo. "Prepare inmediatamente este informe. Cinco puntos. Conciso y claro." Le entregaba el papel, y el papel quedaba encima del papelerío del escritorio, con prioridad. Punto uno. Escribía el número al comienzo de la página. Le dibujaba una base, otra, un paréntesis. Repasaba el número. ¿Qué decían las instrucciones? La letra desorbitada del gerente le causaba malestar. Empezaban a salir las palabras, por fin. Se atascaba, daba vueltas y vueltas a una frase… De pronto, estaba en la tercera página, temiendo que la ansiedad lo paralizara antes de llegar a la meta.

El gerente giraba en la silla, se echaba para atrás y leía en silencio. En la mitad de la lectura, mirándolo por arriba de los anteojos:

– Déjelo, no más. Ya lo llamaré.

Lo entusiasma una edición de una crónica de la conquista, con reproducciones de antiguos grabados. Algún país de America Central. Indígenas desnudos, pero con rico atuendo de plumas. Templos de piedra escalonada. Un guacamayo sobre la curva de una rama.

– ¿Cuánto vale?

La señorita examina el libro:

– Doce mil pesos.

– ¡Muy caro!

– Puede pagarlo a plazo, si desea…

– No…

Se despide de la señorita, cohibido. Al llegar a la puerta, echa pie atrás.

– Creo que voy a llevarlo…

– ¿Desea cancelar a plazo, señor?

Mira al techo y se restriega los ojos y las mejillas, con expresión de agobio.

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