Josefina Aldecoa - Mujeres de negro

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Gabriela y Juana, madre e hija, viven los años de la guerra civil en una ciudad castellana cuyo ambiente les resulta incómodo y asfixiante. Gabriela se ha quedado viuda, su marido ha sido fusilado por sus ideas republicanas y subsiste dando clases en la escuela privada, ya que no tiene acceso a la pública debido a sus ideas políticas, hasta que decide aceptar la proposición de matrimonio que le hace Octavio, un misterioso millonario mexicano que se llevará a madre e hija a su hacienda de Puebla. Allí, lejos del núcleo de exiliados españoles, va transcurriendo la vida de ambas mujeres. Sobre un fondo de sucesos históricos, evocados a la luz nostálgica de la memoria y del desgarro del exilio, asistimos a la intensa relación de Gabriela y Juana, al amor de la hija por su madre, oscilante entre la dependencia y la rebeldía. Juana evoluciona hacia un mundo de deseos y proyectos que choca con la hermética personalidad de la madre, austera y enlutada, marcada por la mística del deber y un puritanismo laico de raíces castellanas. Juana, que rechaza por instinto el pesimismo vital de las mujeres de negro que han habitado su vida, después de varios años de exilio decide regresar al Madrid de la posguerra y se integra a una universidad que ensaya sus primeros conatos de rebeldía

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Mi juventud me impedía formar un juicio claro de la génesis y el desarrollo de las pasiones humanas. La exposición de mi madre, una serie de hechos objetivamente enumerados, no me daban la clave última del drama que nos había sobrevenido. Unas conductas que yo creía inmutables, habían cambiado. Sólo mi instinto me serviría de guía en el confuso laberinto que se abría ante mí.

No supe entonces ni nunca, más adelante, los sentimientos que dominaban a mi madre. Pienso que ni ella misma podía analizarlos. Era verdad que, como decía Remedios, todo se veía venir. Yo no lo había visto, seducida por el encanto de Soledad, por el deseo permanente de cautivarnos a todos. Pero ¿lo vio mi madre? ¿Temió en algún momento que aquella mujer joven, brillante, hermosa, interfiriera en su vida, llegara hasta el extremo de arrebatarle a Octavio? No lo sabré nunca. Desde el momento en que me dio su versión de la historia no volvió a hablarme de ella. Mientras duró su narración no pronunció una palabra de crítica, de acusación, de amargura. A los dos días se presentó en la hacienda doña Adela con el coche renqueante conducido por Manolito. «Ramón no ha querido venir. Está sufriendo mucho. Merceditas está tranquila, Rosalía la trae y la lleva, y no sé si ha creído la historia esa del viaje de negocios… Hay que hacer algo, Gabriela, hay que hacer algo. Hay que llamar a la policía, hay que buscar a esos dos. ¿Qué ropa se llevó Octavio, qué dinero? Esa mujer es peligrosa. Le meterá en un lío gordo. Te lo dije enseguida que no, que no me gustaba. Se arregló bien para engañarnos a todos… Nuria está haciendo averiguaciones por su cuenta. No sabía nada. Ella no le había dejado traslucir nada. Aunque para mí esto venía de lejos, se veía venir… Tanto saltar y bailar, tanta defensa del indio y tanto ataque al capital… Recuerdo aquel día (te lo dije Gabriela, ésta es política, ésta es un peligro) en que discutió con Octavio sobre el indio y el patrón y el reparto de tierras… Todo eso está muy bien y el reparto de maridos también entra en el lote, al parecer… Tú tranquila, no te alteres. Y tú ayúdala, Juana, que ya eres una mujer. Ayuda a tu madre, que todos le ayudaremos a salir adelante, y ése me va a escuchar, me va a oír ese loco, él, que siempre hizo ascos a nuestras amistades, él, que nos llamó siempre hipócritas cristianos… Pero ¿qué es eso de la frontera de Guatemala? ¿Tú te das cuenta los días que van a tardar? Ahí al lado, al ladito está Guatemala. Primero baja a Chiapas, luego el papeleo y mientras tanto, ¿qué te crees? ¿Qué andarán viendo el arte y los paisajes? ¡Ay Gabriela, qué ingenua has sido! Y todos hemos pecado de lo mismo. Pero te digo yo que sensato no era. En este convento meter ese volcán, que se veía, que lo veía yo cuando bailaba y se movía… Yo sé que era muy lista y muy intelectual y muy ladina para lo suyo, porque digo yo que lo uno no quita lo otro y se puede ser lista y leer y estudiar mucho y tener un poco más de vergüenza…»

Al sexto día Octavio regresó sin avisar. Apareció al mediodía con Merceditas a su lado, en el coche. Al verlos recordé la primera imagen de los dos en el descapotable rojo. La niña se abrazó a mí. Estaba radiante. Besó a mi madre, buscó a Remedios, subió corriendo a su cuarto. Algo había oído, algo había sabido porque miraba sin cesar a su padre y a mi madre y hablaba por los codos. Contaba cosas de sus días en Puebla, se reía con las historias de Rosalía y su noviazgo. Nos sentamos en la mesa y mi madre ordenó que pusieran dos cubiertos más. El almuerzo fue lento y fatigoso. Sólo Merceditas trataba de aligerar la pesadez del ambiente. Después de pasar al salón para tomar café, Octavio dijo a mi madre: «Tengo que hablar contigo.» Ella se levantó y se fueron los dos a encerrarse en sus habitaciones. Merceditas y yo permanecimos quietas, sentadas en el sofá, todavía humeaba el café de las tazas sin tocar de Octavio y de mi madre. Merceditas me miró de un modo diferente al de antes de marcharme a Ciudad de México, cuando aún jugaba a la hermana pequeña. Me miró con tristeza y dijo: «¿Tú crees que esto tiene arreglo?» Yo me encogí de hombros y musité: «Esperemos que sí.» Había crecido. Se había convertido en una muchacha esbelta y graciosa. La melena, más negra que nunca, le caía sobre los hombros. Los ojos le brillaban como a su padre. Las manos eran finas y largas. Se las llevó a la cabeza y jugó con los mechones de pelo. «Cuéntame cosas de Ciudad de México. ¿Tienes novio?» Me di cuenta de que tenía catorce años y que la cercanía de Rosalía había acelerado su proceso de crecimiento. Le conté de Manuel y de mi vida en la ciudad, de mis amigas y compañeras. De mis estudios y mis proyectos de futuro. Por primera vez desde mi llegada me sentí contenta. Había encontrado una confidente. Ya tenía a quién explicar mis dudas, mis problemas, mis preocupaciones. También por primera vez desde que mi madre me recogió en la residencia empecé a desear el regreso. Con Octavio en casa, yo podía volver a Ciudad de México. Con Octavio en casa, mi futuro no peligraba fuera cual fuese el rumbo que tomara la relación entre él y mi madre. Una oleada de optimismo me sacudió. «Yo creo que todo va a ir bien», le dije a Merceditas, «porque si no, ¿por qué ha vuelto tu padre y por qué están hablando los dos, encerrados, tanto tiempo?»

III. El regreso

«Así que mexicana», preguntó un chico bajito, de cara ratonil, que se mostraba especialmente ruidoso.

«Mexicana no, española», aclaró Luis. «Española trasplantada accidentalmente a México, pero española.»

«Ya… Oye, ¿y allí todo es como en las películas del Indio Fernández?»

Sonreí y le contesté: «Más o menos.»

Por la calle Mayor, a la izquierda bajando hacia Arenal, estaba nuestra taberna. La llamé «nuestra» desde ese primer día en que Luis me llevó a ella y me presentó a sus amigos, que me hicieron un sitio en el banco de madera pegado a la pared. Todos eran estudiantes, la mayoría de Derecho. Hablaban mucho. Se quitaban unos a otros la palabra y, mientras, me miraban con curiosidad. Luis se había sentado frente a mí y me sonreía como diciendo: «No te asustes que son inofensivos.» Me asombraba la energía de sus discusiones, su capacidad para elevar el tono de voz y agitar al mismo tiempo los brazos y dar en la mesa golpes que desencadenaban breves olas en el vino de los vasos.

Enseguida continuaron debatiendo la cuestión que les ocupaba a nuestra llegada: Qué periódico de la mañana era el mejor o el menos malo: ABC, Ya o Arriba .

«Depende», dijo uno. «Depende de lo que busques en él…»

«Buscar… Te puedes imaginar. Sólo busco lo que hay, porque lo que no hay me lo evito…», contestó misterioso el otro.

Sólo había una chica, Teresa, que estudiaba Arte Dramático. Intervenía en la discusión, que me pareció agotadora, pero nadie le hacía mucho caso.

Cuando salimos a la calle, Luis trató de darme explicaciones.

«Nos hemos acostumbrado a hablar de cosas aparentemente sin importancia, en público quiero decir, y les damos mil vueltas, pero debajo late la preocupación por una situación asfixiante… La charla se convierte en un arte de disimulo y en un análisis barroco de cualquier tema. En la discusión de hoy, por ejemplo, te asombrarías las deducciones que podemos sacar sobre lo que cada periódico dice u oculta entre líneas. Un filón de matices…»

Cuando llegué a Madrid me instalé en la pensión de la plaza de las Cortes que un amigo de Octavio había encontrado para mí -«Es una pensión estupenda, no de estudiantes sino de gente seria»-. Cuando él mismo arregló mis papeles académicos con una facilidad asombrosa que ya me había anunciado Octavio, empecé a pensar en la carta de Amelia. La había llevado conmigo en la cartera desde que la recibí unas semanas antes de abandonar la hacienda. Antes de despedirme de mi madre, silenciosa y seria, de llorar con Merceditas y Remedios abrazadas a mí, de seguir a Octavio al coche y emprender, los dos solos, el viaje a Veracruz. La carta había sido mi talismán, la garantía de que en Madrid habría alguien, un eslabón, un vínculo que me uniría a mi pasado. «Se llama Luis, es amigo de mi hermano. Se conocieron en Oviedo, pero luego él se fue a vivir con su familia a Madrid. Estudia, como Sebastián, tercero de Derecho. Es un chico estupendo. Ya lo verás…»

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