Josefina Aldecoa - Mujeres de negro

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Gabriela y Juana, madre e hija, viven los años de la guerra civil en una ciudad castellana cuyo ambiente les resulta incómodo y asfixiante. Gabriela se ha quedado viuda, su marido ha sido fusilado por sus ideas republicanas y subsiste dando clases en la escuela privada, ya que no tiene acceso a la pública debido a sus ideas políticas, hasta que decide aceptar la proposición de matrimonio que le hace Octavio, un misterioso millonario mexicano que se llevará a madre e hija a su hacienda de Puebla. Allí, lejos del núcleo de exiliados españoles, va transcurriendo la vida de ambas mujeres. Sobre un fondo de sucesos históricos, evocados a la luz nostálgica de la memoria y del desgarro del exilio, asistimos a la intensa relación de Gabriela y Juana, al amor de la hija por su madre, oscilante entre la dependencia y la rebeldía. Juana evoluciona hacia un mundo de deseos y proyectos que choca con la hermética personalidad de la madre, austera y enlutada, marcada por la mística del deber y un puritanismo laico de raíces castellanas. Juana, que rechaza por instinto el pesimismo vital de las mujeres de negro que han habitado su vida, después de varios años de exilio decide regresar al Madrid de la posguerra y se integra a una universidad que ensaya sus primeros conatos de rebeldía

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Se les sirvieron copas y continuó un rato la música que fue a perderse luego por el pasillo de la cocina hasta la nave exterior detrás de la casa, en la que cocinaban y comían los peones. Al quedarnos vacíos de música, Soledad acudió, como solía, al gramófono. Sonaron boleros y corridos, tangos y pasodobles, y Soledad agarró a Damián para bailar con él, que se negaba y forcejeaba entre las risas de todos, para rendirse al fin ante la tenacidad de Soledad, que nos vencía siempre. Pensé en aquel momento, Damián y Soledad, por qué no. Pero era un pensamiento absurdo, ella tan joven y guapa, y él mayor y tan gris. La música corría por la sala, se arrastraba por los suelos o subía a los techos en su melodiosa resonancia. Soledad nos sacó a bailar, nos obligó a bailar a Merceditas y a mí y cogió de las manos a Octavio y a mi madre, les hizo levantarse, salir al centro de la improvisada pista. Octavio cedió sin resistencia pero mi madre, sonriente, se soltó la mano y dijo: «No. Yo nunca…», y se volvió a sentar mientras Octavio, en brazos de Soledad, giraba entre nosotros.

Nos fuimos retirando Merceditas y yo, y también Damián, que fue a sentarse al lado de mi madre. Todos mirábamos el baile embriagador de la pareja, que seguía al cambiar de discos, con idéntico ritmo y armonía. Miré a mi madre, busqué sus ojos para sonreírle admirada de la inesperada faceta de bailarín de Octavio. Pero mi madre hablaba con Damián y no prestaba atención a los giros y vueltas, al abrazo de Octavio y Soledad.

Por entonces andaba yo encandilada con las novelas de amor, las canciones de amor, las historias de amor. Desde aquel primer chico que en el baile de Rosalía había despertado en mí un fugaz espejismo, no había vuelto a pensar en novios. Ahora era distinto. Pronto cumpliría dieciséis años y no fue casual que conociera precisamente en casa de mi amiga Elvira a un muchacho, hijo de españoles, que enseguida se convirtió en mi compañía favorita.

Se llamaba Manuel, tenía dieciocho años, estudiaba literatura en la universidad. El primer día que hablamos de España me dijo: «Mira, yo volveré algún día y creo que todos debemos volver. Los hijos de los expulsados, de los obligados a huir. No podemos renunciar a nuestra patria.»

La guerra civil había aparecido enseguida como núcleo central de nuestras conversaciones. Fue la guerra la que cambió el curso de nuestras biografías, la que nos había llevado a México. Hacer a la guerra responsable de nuestro encuentro añadía a éste un aura de romanticismo. «Mi padre era ingeniero de una fábrica», me contó Manuel. «El 31 votó por la República. El 36 se fue al frente. Le cogieron prisionero, se escapó y le dispararon. Le dieron por muerto. Se fue arrastrando hasta la choza de un pastor que le curó y le escondió…» Cuando me tocó contar la muerte de mi padre, me emocioné y no pude seguir hablando. Guardamos silencio un rato.

Luego los recuerdos se volvieron alegres y los desgranábamos como el maíz brillante de una mazorca.

El tiempo histórico, el medido por los hombres, transcurría sobre nosotros, fuera de nosotros. Lunes, jueves, domingo; febrero, marzo, abril. El tiempo era un puente sobre nuestras cabezas y nosotros habitábamos debajo, protegidos por él, desobedeciendo su paso obligado. Teníamos nuestros propios ritmos horarios que venían dados por el antes y el después de nuestros encuentros.

Absorta en mi amor adolescente, descuidé otros afectos. No reparé en lo corto de las cartas que mi madre me enviaba. Me limitaba a contestarlas apresuradamente porque Manuel se tomaba todos los ratos libres que me dejaban las clases y los estudios. Las cartas de mi madre, leídas a la luz de mi estado emocional, no me preocupaban. Cortas o largas, eran sólo la seguridad de que ella seguía bien, se acordaba de mi, velaba a distancia por mi bienestar. Nada me puso en guardia, nada me alertó sobre posibles problemas. Llegaron las vacaciones de Semana Santa y con ellas el regreso a la hacienda, la separación de Manuel y la esperanza de un regreso rápido. Precisamente estaba haciendo la maleta cuando entró doña Luisa y me entregó un papel doblado varias veces. «Un telegrama», dijo, y se me encogió el corazón. El telegrama decía: «No te muevas. Llego mañana. Besos. Mamá.» Pasado el primer susto corrí a llamar a Manuel para festejar la suerte de un día ganado. «No puede pasar nada grave», me dije, «nada grave si puede venir ella.»

«Octavio se ha ido», dijo mi madre después de un abrazo tenso y sostenido. Estaba ojerosa, triste, incomprensiblemente descuidada. Me recordó la etapa de la guerra, cuando sólo vivía para trabajar y reunir el dinero de nuestra supervivencia. «Octavio se ha ido con Soledad», continuó. La noticia tardó unos segundos en abrirse paso en mi cerebro, atento a los mensajes directos -su mal aspecto, su tristeza- que acababa de percibir. No supe qué decir, pero ella no esperaba mi respuesta. «Trataré de explicártelo todo, pero no quería que te asustaras, no podía dejarte aquí esperando a Octavio como habíamos previsto…» Recogí mis cosas y nos fuimos las dos hacia la estación para emprender, después de un largo rato de espera, el viaje más triste que hice jamás en México.

Remedios me acompañó a mi cuarto y de ella supe las primeras noticias, ya que mi madre no habló más durante el viaje. «No es de ahora mismito», dijo Remedios, «que esto viene avisando desde lejos, mi niña. Desde Navidad por lo menos que lo vi venir. Pero estos hombres que no tienen los ojos en su sitio ni la cabeza en su sitio, que lo único que tienen a punto es lo que menos necesitan tener…» La corté cariñosamente: «Pero ¿qué pasó? Dime qué pasó…» «Pasó, pasó lo que tenía que pasar. Que mucho paseo a caballo, que mucho te llevo a Puebla para una urgencia, que mucho ir y venir… eso pasó. Y luego, de repente, pues bueno, hará como cinco días se fueron para el monte y no volvieron. Cada uno con su caballo, que ya digo, últimamente cabalgaban mucho… La noche llega y tu madre se angustia y se organiza la búsqueda con los peones recorriendo por aquí y por allá. Se comunican con los que viven más lejos, del otro lado y nada. Toda la noche en movimiento de antorchas y perros y huellas… y dice Eligio que es el más viejo y el que más conoce la hacienda: "Pudiera ser que al pasar el río un caballo se haya torcido una pata y aquello está muy lejos y puede ser que en la choza del pastor perdido se hayan tenido que guarecer…" Y allí los encontraron, sí, señor. Allí estaban los dos abrazaditos, agarraditos uno a otro, ateridos pero juntos. Allí los alcanzaron al amanecer y efectivamente era un caballo que perdió el herraje y dobló mal la pata y tropezó y dio con ella en el suelo. Pero para mí que era algo más. Porque ¿a qué viene el irse tan lejos así, sin más, sin avisar ni ir preparados? A mi parecer iban locos, huyendo de esta casa, a la busca de la libertad. Porque si no, ¿por qué no volvieron en un caballo solo? Que el del patrón es recio y requeterrecio. ¡Pues no ha traído él veces una carga superior que la de esa lagarta! ¡Ay por dónde vendrá a salir la historia!…»

En ese momento mi madre entró en el cuarto e interrumpió a Remedios. «Cenaremos enseguida, Remedios», dijo. Y Remedios desapareció. Mi madre se sentó en mi cama y empezó a hablar. Fue breve y elocuente. Cuando terminó pregunté: «¿Y Merceditas?» «Está en Puebla con doña Adela. Me pareció mejor que se quedara allí hasta que todo esto…» No terminó la frase. Quizá pensó que no podía decir: «Hasta que todo esto se arregle.»

La narración de los hechos tal como me lo explicó mi madre quedó grabada en mi memoria con exactitud telegráfica: «Salieron a las seis de la mañana, los dos a caballo. El plan era recorrer los límites de la hacienda por el norte. A las doce de la noche no habían llegado. Envié peones a caballo. Otros a pie con antorchas. De madrugada volvieron los de las antorchas agotados y sin noticias. Hacia las ocho de la mañana llegaron los de los caballos con Octavio y Soledad montados en el caballo de Octavio. El otro se había roto una pata. Explicó Octavio la aventura. No habían podido regresar sin que el caballo de Octavio descansara. El camino era largo, el peso mucho… Allí terminó la explicación. Luego se encerraron cada uno en su cuarto. Durante todo el día durmieron. Al anochecer se levantó Octavio y dijo: "Lo siento mucho." Ella no se levantó, siguió encerrada hasta el día siguiente. Yo estaba sola desayunando. Entró en el comedor y llevaba una maleta en la mano. Me miró un instante y dijo: "Adiós." Octavio estaba fuera con el coche dispuesto. Dijo a Damián: "La acompaño hasta la frontera. Se marcha a Guatemala." Eso fue hace tres días. No ha vuelto ni sabemos nada de él.»

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