Augusto Bastos - Contravida

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Los pueblos dormidos en el sopor del verano mostraban la tierra de nadie. La frontera de hierro era en todo caso una valla inexpugnable contra el futuro; un mentís rotundo a las glorias del pasado.

Las poblaciones sembradas en los campos retrocedían hacia atrás, hacia atrás, hasta desaparecer.

El tiempo no contaba allí. Nadie pensaba en el mañana. Menos aún en el ayer.

La gente simple no tiene poder sobre la hora.

Del otro lado del alambrado de las estancias vacunos esqueléticos, reses flotando en la vibración del sol en los alambres, nos miraban pasar.

Cuernos apuntando la tierra, ojos hundidos en lo oscuro, colas tiesas, chorreadas de bosta seca, caídas hacia el pasto vitrificado.

Raspaban con el morro la tierra dura.

Quién ha de saber si el ánima del hombre sube hacia arriba en tanto que el ánima del animal se hunde bajo tierra. ¿O es a la inversa?

Esas bestias debían de saberlo.

No parecían animales vivos. No eran sino bestias inanimadas. El cuero ceniciento era lo único que les quedaba sobre los huesos.

Osamentas en pie sobre los campos calcinados de luz inmóvil.

Esperaban el llamado de la tierra para entrar.

Arriba esperaban las aves carniceras vigilando las carroñas que aún se movían.

7

De repente, como surgido de la tierra, un caballo de ahilada estampa, crines revueltas, larga cola erizada por el viento, pasó al galope en dirección contraria al tren, lanzado a toda carrera, en el delirio de su propio ímpetu.

Un caballo malacara. No el doradillo de pelaje rojizo con una mancha blanca en la frente, que es el auténtico malacara.

Todo blanco, la cabeza embozada de manchas negras, galopaba flotando en medio del polvo y del viento.

Un caballo enmascarado.

Sin brida, sin aparejos de montura, sin jinete, era un caballo suelto, salvaje.

Escapaba de algún perseguidor tan fantasmal y delirante como el malacara.

Aparecía y desaparecía en los desniveles del terreno, agitando la cabeza, el cuello corvo lleno de músculos, aceitados de sudor.

Llamaba a alguien con poderosos relinchos que se oían claramente a pesar del ruido del tren.

8

– ¡Him… lo'mitá!… ¡El malacara del coronel Albino Jara! -exclamó un viejo-. ¡Ya está galopando otra vez!

– Su pora suele aparecer cuando va a haber tormenta -comentó otro.

El malacara agitaba la cabeza bebiendo los vientos.

– No para de galopar. ¡Hace cincuenta años que busca a su patrón! Desde los cerros de Paraguarí hasta Carapeguá anda en busca del coronel, a quien llevan herido de muerte en una carreta -comentó el viejo.

– Algunos han visto al propio don Albino, en uniforme de gala, galopando sobre su malacara al frente de sus famosos cadetes… -dijo una mujer inmensamente gorda. Llevaba a sus pies un canasto de chipaes y una jaula cerrada, hecha con varillas de tacuara y cubierta de un paño rojo. Al parecer iba encerrado en ella un perrillo o un gato.

– Hombre muerto no pelea -dijo el viejo-. Y el coronel Albino Jara hace mucho que murió.

– Esos hombres únicos no mueren -dijo la chipera imitando el tono patriotero de las apologías televisivas-. Quedan vivos en la memoria de la gente.

– El coronel Albino Jara sólo quiso ganar la revolución para tener a su disposición todas las mujeres del Paraguay -comentó burlón el viejo.

– No le hacía falta para eso una revolución -sentenció la mujer con exaltado fanatismo-. Las damas de lo más café de la época le andaban detrás en procesión. Una de ellas hasta se suicidó porque el coronel no le llevó el apunte. Él era un patriota, no un mujeriego.

– El coronel Jara se murió de susto, acorralado por los gubernistas en Carapeguá -dijo la voz cavernosa del viejo.

– ¡A quien de susto se murió en su mierda se lo enterró!… -refraneó un muchacho gigantesco con un pañuelo colorado al cuello.

– ¡No hay que ser malhablado, mi hijo! -protestó la mujer.

9

El caballo braceaba en el aire como si el suelo le fuera faltando ya bajo los cascos. Removía la cabeza, lleno de furia, como queriendo desprender el antifaz de manchas negras que tenía sobre los ojos.

De los ollares brotaba un vapor azul. Alguien le pegaba tironazos y lo hacía caracolear erguido sobre las patas traseras.

Un jinete, invisible en la luz, cabalgaba el espléndido corcel.

Las crines le habían crecido al malacara de tal manera que semejaban, a sus flancos, dos alas fabulosas batidas por el viento.

Tras un último corcovo, en el que pareció que iba a emprender vuelo, la silueta blanca, vaciada en negro, desapareció tras la ceja del monte.

10

– Yo viajo permanentemente -dijo la mujer doble ancho-, Asunción-Encarnación, ida y vuelta. No me bajo casi del tren. El caballo siempre sale a galopar, a la misma hora, en estos mismos campos de Paraguarí. Espero ver un día al propio coronel Jara montado en ese caballo de otro mundo.

El habitante invisible de la jaula se removía con chillidos y zarpazos de furia.

– ¡Pobrecito Guido, mi piticau! -se condolió la inmensa mujer-. ¿Te falta aire y estás hambriento, ayepa?

Empinó con esfuerzo la mole de su corpachón y extrajo de la jaula un pequeño mono, que al verse libre hizo mil morisquetas y besuqueó a su dueña con voluptuosidad casi humana.

De la familia de los cebidae-mirikiná, el simio díscolo y movedizo era en sí mismo un espectáculo sorprendente.

La miniatura estaba revestida de sedosa pelambre color canela. Los pelos parecían teñidos en las puntas de un tierno matiz de rosa silvestre. Dos manchas albinas alrededor de los ojos enormes y saltones destacaban un iris rojizo, llameante, casi magnético. La cabeza aún más pequeña que el cuello no cesaba de moverse en una constante vibración que parecía irradiar ondas tornasoladas.

La dueña lo acarició soñadoramente. El mico enrolló la larga cola a su cuello y se esponjó en total inmovilidad, como esperando la dádiva habitual.

La chipera arrancó una banana de oro del cacho que tenía en otra canasta, la peló y la tendió al mono. Éste la puso entre las piernas con cierta actitud c'.obscena, que parecía ensayada, y empezó a masticar la banana con sus dientes muy pequeños y agudos.

– No sea zafado, mi rey, delante de la gente -le regañó la chipera propinándole un leve coscorrón en la cabeza y arrojando el trozo de banana por la ventanilla. El cuerpecillo del mono se bamboleó fingiendo un desmayo tan perfecto que pareció estar muerto.

La mujer lo acarició. El mono se incorporó de un salto, lanzando agudos chillidos de alegría.

El monicaco se convirtió en centro de interés y en hazmerreír de los pasajeros que se fueron amontonando en torno al improvisado espectáculo.

Trepó el mono al pecho de la mujer y paseó sus miradas victoriosas sobre todo el concurso. Sentado en la blanda y vasta meseta, se aplicó en alisar las crenchas de su dueña y en acariciarle el rostro con las manos enguantadas de una pelambre rosa y gualda.

Los espectadores aplaudieron. La mujer se esponjó de orgullo.

11

De pronto la escena cambió. La pelambre que cubría el vientre del mirikiná mudó de color repentinamente.

La silueta del pigmeo, acurrucado sobre esos pechos, cobró una apariencia humana alucinante.

Era una especie de viejecillo enano, de ojos libidinosos, dibujado a perfil contra la inundación verde del cielo en el recuadro de la ventanilla.

La dueña buscó esquivar las extralimitaciones que se hacían cada vez más abusivas. Terco y obstinado, el mono no cesó en su acoso de seductor, de violador.

Entonces ocurrió lo impensado.

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