Augusto Bastos - Contravida

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27

Escuché la voz de la anciana que me llamaba con el nombre de su hijo.

Me volví. No vi a nadie.

Sólo el aroma de los lapachos en flor llenaba la callejuela de tierra cuajada de sol. Oí su risa cascada y metálica con un retintín de ironía. No conocía su risa. Pero era la suya, sin duda.

¿Se burlaba de mí?

Podía ser un engaño de mis sentidos. Había algo de incoherente y absurdo en esa risa.

La risa de una anciana resulta siempre perturbadora porque es inclemente y aislada. No procede del humor sino del pavor, de la desesperación, de la angustia extrema que sólo una anciana puede experimentar por poderoso y estoico que sea su espíritu.

Oí por segunda vez la risa senil a mis espaldas.

Giré desconcertado ante la inexplicable actitud de la anciana.

Una niña de rizos rubios venía haciendo rodar un aro por la acera. Se me adelantó y desapareció en una esquina.

28

Hice todo lo contrario de lo que me había recomendado la anciana.

El deseo de probar mi nueva identidad usurpada, incolora, impersonal, ardía en mí como un frío afán de venganza, como el único poder del que puede disponer un espectro entre los vivientes.

Pasé frente al Departamento de Policía, erizado de agentes uniformados y en atuendo de civil, de patrullas fuertemente armadas, abarrotado de tanquetas. Me detuve allí un rato y me mezclé con los servidores del orden.

Nadie pareció fijarse especialmente en mi persona. No se ve todos los días a un muerto paseando por la calle.

Era una segunda prueba victoriosa. Confortó en mí la sensación de segundad y naturalidad que trataba de aparentar.

Me observaba de paso en las vitrinas y comprobaba satisfecho la verosimilitud de mi nueva identidad

Bajo la ropa y los desperfectos del rostro que ocultaban la mía, era un Pedro Alvarenga muerto y resucitado.

Hubo momentos en que hubiera querido gritar a voz en cuello.

«¡Mírenme reconózcanme soy yo el único escapado del túnel el solo y único sobreviviente de la matanza de la cárcel!»

En un quiosco de la Plaza Uruguaya compré un lápiz y un grueso cuaderno de escolar sin un fin preconcebido. Algo absurdo. El reflejo mecánico de la antigua obsesión.

El quiosquero Pablo, que antes vendía mis libros, me observó arrugando un poco la nariz. Tampoco me reconoció. Me ofreció un libro sobre ocultismo y la revista pornográfica Interviú.

Dije no con un gesto.

Segunda parte

1

Subir al viejo carromato de fierros viejos y descalabrados era meterse en el asilo de la paciencia.

Más que un viaje en tren aquello era una procesión.

La locomotora liliputiense, empenachada de humo, de chispas oliendo a densas resinas quemadas, traqueteaba a la vertiginosa velocidad de una legua por hora, sobre ruedas esmirriadas, semejantes a piernas muy combadas de pájaro.

Cansado de los duros asientos, del interminable traqueteo que petrificaba los cuerpos, el centenar y medio de pasajeros se largaba de los vagones a las trochas y seguía al tren en una festiva caravana, ruidosa de gritos, de cánticos, de motes burlescos, de una ingenua alegría infantil.

El pequeño santo patrono de hierro, de fuego, de humo, era empujado por sus fieles a lo largo de trescientos ochenta kilómetros, en tres días y tres noches de peregrinación.

La fiesta de san Tren.

Había otra clase de peregrinaciones, que no usaba el ferrocarril. La de los migrantes que trataban de llegar a la capital, a pie, desde distintos puntos del país, para instalar nuevas villas Miseria.

2

Las migraciones internas a las ciudades en busca de trabajo, de comida, de albergue, eran rechazadas en los alambrados de los mataderos.

Se registraban sus nombres, sus impresiones digitales sobre mesillas roñosas de grasa, de costras de sangre seca Imponían a los adultos el tributo de una pequeña mutilación, la última falange del dedo meñique, un trocito de lóbulo de oreja.

Luego, hombres, mujeres y niños eran cargados en los camiones de ganado y llevados a lugares parecidos a campos de concentración.

Todavía se ve vagar por los pueblos en mansa locura a menesterosos greñudos con el infamante muñón del meñique o el colgajo disecado de una oreja.

Estas procesiones y peregrinaciones no se dan tregua. Forman parte de la gran fiesta nacional, celebrada a perpetuidad.

3

Ahora los campesinos sin tierra invaden los latifundios enormes como países desiertos que simbolizan en la extensión sin límites la sagrada propiedad de la tierra.

Antes de salir de la capital, vi una manifestación de muchos millares de campesinos. Cada manifestante portaba como pancarta una larga tacuara con una ranura en la punta donde muchos de ellos habían colocado un dedo meñique modelado en arcilla y teñido con el rojo purpúreo del urucú.

La multitud desfiló en silencio ante el Palacio de Gobierno. El denso bosque de tacuaras fue dispersado por los carros de asalto de las fuerzas antidisturbios.

4

Hay otra migración más ínfima, que tampoco utiliza el ferrocarril la de los brotes y semillas de los bosques talados.

Capullos de selvas enteras tratan de huir, invisibles, a favor de los vientos, entre el rocío de la noche. Dejan atrás el hacha, las motosierras, los camiones del contrabando.

Desde el tren se veían pasar entre las nubes los brotes de las selvas migrantes. Los veíamos atacados por los pájaros. Cazaban los brotes verdes y tiernos como avío para el viaje. Con lo que las selvas germinales eran taladas de otro modo y quedaban nonatas en el buche de los pájaros migratorios.

5

El tren era una reliquia de los viejos tiempos. Un pequeño fósil de la Revolución Industrial, que los ingleses trajeron al país a precio de oro hacía siglo y medio.

Aún sigue rodando en una especie de obcecación elemental. Puja en las cuestas, en los puentes rotos, en las vías torcidas, bataneando con un ruido infernal en las junturas comidas por la herrumbre. Si marchaba todavía era porque en su ridícula pequeñez una fuerza inmemorial ponía en movimiento bielas, cilindros, fantasmas de vapor.

Avanzaba con el siseo asmático de la caldera, los estertores de la maquinaria, el misterio del ingenio humano.

La robusta salud de la Colonia.

6

Aquel tiempo antiguo era sin embargo más joven que los que íbamos envejeciendo en la procesión. Hombres, mujeres y niños, igualados, canosos por el polvo seco de la llanura, quemados por el sol y el humo oleoso de la locomotora, iban también envueltos en la memoria del presente.

A lo largo de más de cien años, la vida del país había quedado detenida en el tiempo. Avanzaba a reculones, más lentamente aún que el tren matusalénico.

Giraba la llanura inmensa hacia atrás, lentamente.

El pequeño tren daba la hora al revés, dos veces por semana, para los pueblos de la vía férrea.

Esta vía férrea, la primera del país, el más adelantado y próspero de América del Sur en el siglo pasado, era también la única.

Estaba destinada a ser la última.

Marcaba una frontera interior entre dos clases de país. No en su geografía física. Más bien en su topografía temporal.

La frontera de hierro separaba dos tiempos, dos clases sociales, dos destinos.

De un lado estaba lo antiguo, la gente campesina que conservaba en su modestia y pobreza la dignidad y austeridad de antaño.

Del otro lado, los acopiadores, los grandes propietarios, los funcionarios civiles y militares instalados en suntuosas mansiones. En grandes coches blindados japoneses o alemanes, de cristales opacos y rojas chapas oficiales, rodaban como bólidos por las calles de la ciudad, por autopistas y carreteras, sin respetar en lo más mínimo las señales del tránsito.

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