Augusto Bastos - Contravida
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Entraría furtivamente por el portoncito verde antes de que nadie se percatara de mi presencia, como cuando era un muchachuelo.
7
Mientras caminaba en lo oscuro, iba pensando en el portón verde.
Lo contemplaba en mis recuerdos. Seguramente habrá desaparecido, pensé, como tantas otras cosas de aquel tiempo. Ahora me parecían borrosos periodos de fiebre.
Ese pequeño portón verde abre y cierra esta historia.
No puedo entrar en el Manorá de aquel tiempo si no es por ese cancel plantado sobre la raíz firme de las cosas. Estaba allí, en el traspatio de la ruinosa casa que nos dieron para habitar, a cincuenta metros de la barranca del río.
Si todavía estaba allí a despecho de los años, de las inclemencias del tiempo, de los hombres, de los infatigables comejenes, del sol al rojo blanco que calcina hasta las piedras, ese portón tendría ahora más de cien años.
Su pintura verde corrugada, su madera llena de grietas, parecía sin embargo intacta y cambiaba de color según los estados del tiempo.
Mi madre sabía, observándolo, cuándo iba a llover. Anunciaba tormentas, sufrimientos, muertes; pero también las alegrías de la vida, la visita de algún ser querido.
Cuando mi padre le echaba cadena y candado, el portón se volvía violáceo de bronca. Sólo recobraba su color natural cuando la serenidad devolvía a mi padre la sonrisa, y éste le sacaba del cuello la pesada cadena y el candado.
Entonces el portón me dejaba salir.
8
Ese portón estaba allí desde antes de la construcción de la fábrica; al menos antes de que yo naciera.
La casa que nos dieron para habitar fue la primera que existió en el lugar deshabitado y boscoso. Mi padre se ingenió para restaurar la ruina abandonada y hacer de ella un albergue habitable.
No quiso tocar por entonces el portón verde. Decidió cercar y amurallar al patio trasero que daba al río. Yo tenía dos años. «Pero va a crecer -decía a mi madre-, y entonces la tentación del chico será la barranca y el agua embrujada del río.»
Cuando el río estaba bajo, la barranca de asperón tenía allí siete metros de altura. En el fondo se arremansaban las aguas de un remolino subterráneo. Una roca puntiaguda como un cuchillo emergía del remanso apuntando al cielo.
Fue siempre el terror de mi padre, acompañado por la angustia de mi madre. Me veían ya ensartado en el cuchillo de piedra, como ya había ocurrido con otros chicos del pueblo. Y no se les ocurría cómo evitarlo.
– Tendremos que mudarnos a otra casa -suplicaba mi madre-. A un rancho del pueblo.
– Tiempo al tiempo -dijo mi padre.
Lo único que hizo fue plantar alrededor de la casa una empalizada de amapolas, reforzada con alambradas de púas que prefiguraban un campo de concentración o una trinchera.
Encadenó al portón. Poco a poco se olvidaron de él. La gente no puede vivir sola todo el tiempo, sin tener alguien con quien comunicar sus pesares, sus secretos más íntimos.
El portón se hizo amigo mío.
9
Un chico volvió a ensartarse de cabeza en la roca puntiaguda.
El nuevo accidente renovó la angustia de mis padres. El portón no podía quedar cerrado todo el tiempo. Karaí Gaspar debía meter las vacas por la tarde y sacarlas por la mañana después de ordeñarlas. El anciano poseía una copia de la llave pero no podían confiar en su desmemoriada cabeza.
Padre clausuró definitivamente el portón con doble juego de cadena y candado. A partir de ese momento el portón se sintió poseído por la dignidad de sus funcionas. Un poco neurótico, pero en el fondo de sana y generosa madera, cobró su autoridad plena.
10
Como en una niebla recuerdo aquella malhadada mañana del picnic campestre que organizaron mis padres para celebrar el aniversario de sus bodas y el de mi décimotercer cumpleaños, al que yo falté.
Las fotos que papá y mamá se hicieron sacar por un fotógrafo ambulante, apoyados contra el portón, marcaron aquel día aciago con un fenómeno inexplicable. Dejaron una huella escalofriante que afectó mucho a mis padres, a mis dos hermanas y a mí.
La revelación de los negativos en los que el portón sirvió de fondo, mostró como en una velada sobreimpresión, casi ectoplasmática, mi cuerpo atado con un lazo trenzado para vacunos a los tirantes del portón. La imagen aparecía casi a espaldas de mi padre. Pero solamente en esas tomas del portón. Las fotos sobre otros fondos habían salido limpias y nítidas.
Reclamó mi padre al fotógrafo que borrara esa mancha que nada tenía que ver con las poses tomadas aquella mañana.
Fue algo totalmente imposible de lograr para el pobre hombre. La imagen nebulosa resistía todos los lavados y planchados.
– Esa imagen -se disculpó el fotógrafo-, esa «mancha» como usted dice, don Lucas, no es culpa de mi máquina, ni de los negativos, ni del revelado. Esa imagen está impresa en el portón. Y de allí -agregó el hombre-, ni agua ni lejía que la borre. A menos que usted mande quemar ese portón que parece enpayenado.
Mi padre optó por romper las fotos «embrujadas» Arrojó los fragmentos a la basura. Se olvidó el asunto; al menos dejó de comentarse el asunto en público y en privado.
11
Este incidente actualizó para mí el enigma del portón.
Algo de pulsación humana palpitaba en la materia forestal de ese destartalado portón, destinado a resistir en la intemperie hasta el fin de los tiempos.
Estaba allí plantado por alguien, tal vez por el primer poblador de ese villorrio cubierto de palmeras y de grandes extensiones de caña de azúcar.
El portón marcaba una frontera prohibida. Un límite que no se podía traspasar y desde el cual no había retorno.
Como en todo misterio, insondable o ilusorio, se podía decir que el portón estaba allí desde el tercer día de la Creación.
Eso, claro, no quería decir nada. Pero ese portón estaba allí desde el tercer día de la Creación.
La salvaje soledad había endurecido su madera. Le había salvado el alma, si se puede decir así.
12
Ese portón, de un modo incomprensible, tenía un alma. En aquel tiempo «alma» no era todavía un juego de palabras para mí.
Transmití a mi madre la cuita.
– Todos los seres vivientes alientan una especie de ánima -me respondió-. Más primitiva que la de los seres humanos. Pero un alma al fin. Todos la tienen. Los gatos. Los perros. Las plantas. Las orquídeas gigantes que me traes de los bañados. Tus luciérnagas. Seres animados por un ánima.
Le pregunté si el portón era un ser animado. Sin ninguna hesitación me contestó que todos los objetos en contacto constante con los seres humanos acaban volviéndose seres animados. Toman sus virtudes y sus defectos. Se parecen en imagen a sus dueños.
La respuesta de mi madre explicaba así, por lo menos en parte, el papel que tuvo el portón en nuestra casa. Su relación conmigo durante la infancia. Su obstinación en permanecer allí como un guardián y un vigía.
Un voluntario de tiempos más heroicos. No un mercenario de esta edad miserable.
Ahora, después de tantos años de ausencia, puedo decir que aquel pequeño portón estaba también algo tocado por una especie de locura. Tenía vida propia pero esa vida estaba poseída por la locura.
La locura de servir.
13
Cuando fui traído por mi madre a los pocos meses de edad, la mole rojiza del ingenio de azúcar estaba creciendo lentamente.
El pequeño portón verde ya estaba allí. Eso solía contarme ella. Tuve que vivir y crecer para verlo.
Sin noticias de mi padre hacía más de dos años, mi madre resolvió venir a Iturbe para saber de él y reunir a la familia.
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