Augusto Bastos - Contravida
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No eran plumones de aves ni pellejos de animales finamente curtidos, en los cuales la badana había sido golpeada y macerada hasta la transparencia total de la materia orgánica.
Era algo más vivo, pero indescriptible. No se trataba de un objeto construido artesanalmente.
Era más bien una membrana muy suave, pero resistente y flexible, llena de inervaciones, semejante a lo que después sabría que es una placenta humana. Un órgano biológico genuino y a la vez un símbolo material en el que objeto y sujeto se confundían.
Pasé suavemente, temerosamente, la yema de los dedos sobre esa materia que parecía dotada de su propia sensibilidad. Noté ciertos movimientos reactivos que se desplazaban sobre el tejido de nervios contrayendo y dilatándose en el esfuerzo de expulsar algo.
17
Desde el interior sobresalía algo que en un primer momento creí que era una gruesa liana retorcida en nudos y anillos.
El susto se duplicó en mí.
Pasé los dedos sobre esos nudos y circunvoluciones. Los sentí calientes y latientes como irrigados de circulación sanguínea.
No pude reprimir un gesto de náusea viscosa.
No pude seguir. Oí voces. Al principio, borrosamente.
Iba a huir. Me volví. No había nadie en la cabaña ordenada y desierta. Al menos nadie visible, aunque las voces sonaran en el interior.
18
La voz de párvulo del maestro, primero, luego la voz fuerte, autoritaria, de la madre brotaban ahora nítidamente desde el fondo de la placenta, en un violento altercado.
Lo que decían no lo había oído antes. Luego la voz del párvulo, del viejo nonato, del maestro que creía no haber nacido, volvió a insistir imperativamente en su ruego a la madre de que le dejara entrar en sus entrañas por última vez para volver a nacer.
La madre se negó rotundamente. «¿Cómo quieres nacer vivo de una mujer muerta? Tu nacimiento acabó con mi vida hace muchos años… Desde mi muerte te maldigo… por haberte engendrado… Te maldigo para que, una vez muerto, no seas enterrado en cristiana sepultura… Y para que tus restos, hasta el último cabello, desaparezcan de este mundo…»
La voz del párvulo repitió su despedida o chantaje de sumergirse bajo el puente para escuchar el retumbo del tren en los pilotes hasta que la asfixia del ahogamiento acabara con él.
La mujer no contestó. Se hizo un silencio total en la cabaña.
El viejo nonato iba a volver de todos modos al amnios primigenio para cumplir allí la maldición materna.
Décimosegunda parte
1
Aquella madrugada del lunes 14 de junio desperté en el hueco calcinado del tarumá.
No podía decir que había dormido a pata suelta. Pese a la amplitud y comodidad del hueco, mi propia angustia y los dolores del castigo me hundieron en una dolorosa pesadilla. Me encontré al despertar engurruñido, doblado, en posición fetal.
En la claridad brumosa del amanecer había yacido en el agujero como un muerto. Un muerto que continuaba quejándose de toda su vida pasada y sobre todo de la que le esperaba.
Me despertó una vara verde como desgajada del árbol que me golpeó el cuerpo. Abrí los ojos pesados de sueño y entreví que el trozo de bejuco semejaba una regla escolar, tosca y chata, llena de muescas.
La regla volvió a golpearme suavemente en las piernas. La punta cambió del verde al rojo al tocar las úlceras.
Era mi sangre.
2
Me incorporé de golpe y me dejé caer sobre la tierra mojada de rocío. Frente a mí se hallaba un hombre muy pequeño y enjuto de no más de una braza y media de estatura, que me ayudó a incorporarme.
El niño con cara de viejo y el viejo con cara de niño nos miramos. En la lechosa claridad no reconocí en el primer momento al maestro Cristaldo.
– ¿Qué haces aquí?
– Me escapé de casa anoche… -respondí en un murmullo.
– ¿Por qué te escapaste?
– Necesitaba verlo a usted.
– Me ibas a ver de todos modos en la escuela.
– No podía esperar, señor…
– Quien sabe esperar vive.
3
El maestro me observó como si me auscultara.
– Estás quemado como una leña. Estás lleno de cardenales, de escoriaciones de látigo. ¿Caíste en un nido de escorpiones, o qué?
A sus preguntas fui asintiendo con gestos.
Me puse de pie en silencio, con la cabeza gacha, frente al hombrecito no más alto que yo.
– Después de los guascazos, papá me ató con lazo trenzado al portón. Sabía que mamá estaría llorando también sin poder venir a consolarme para no enojarlo más a papá -le seguí contando-. Después de mucho forcejear pude liberarme del lazo. Le pedí al portón que me dejara escapar.
«Puedes salir», me dijo, «pero debes volver a la madrugada. Te ataré de nuevo con el lazo. Antes de que se despierte el viejo…»
Vine corriendo sin parar hasta aquí. El cuerpo me quemaba por todas partes. No pude cruzar a nado la laguna. Quería verlo a usted, maestro Cristaldo.
– ¿Para qué? -preguntó el hombrecito, algo hosco-. Yo no recibo a nadie en mi casa. Ni al bichofeo color pytä forrado de viento sur.
– Me sentía morir… -murmuré en un sollozo.
– A cada momento muere un moribundo. ¿Qué querías que hiciese por ti?
– Que me salvara…
– Eso es asunto de cada uno. ¿Por qué fue el castigo?
– Ayer, domingo, fue el día de mi cumpleaños.
– ¿Y ése fue el regalo de tu padre?
– Era también el aniversario de su casamiento.
– No veo la razón del castigo -dijo el maestro.
– Debía ir con ellos a pasar el día en la chacra. Me hice el enfermo. Les dije que iría más tarde, cuando me pasara el cólico. Les acompañé hasta el portón. Para despedirlos. En realidad, para comprobar que se iban tranquilos y confiados en mi promesa de portarme bien. «¡Mucho cuidado con largarte al río!», me intimó papá, amenazándome con un arreador todavía imaginario.
4
Pasaba un fotógrafo ambulante, amigo de papá. Le pidieron que les sacara una foto de aniversario. Se pusieron en pose de espaldas contra el portón, que protestó porque quería más espacio para él. Mamá estaba muy hermosa bajo su sombrilla celeste. La felicidad iluminaba el rostro curtido y lleno de cicatrices de papá.
Se besaron largamente ante el ojo oscuro de la cámara y el encapuchado que estaba detrás.
Yo no quise salir. Temía que se descubriera en la placa la cara de mentira que tenía esa mañana, al cumplir los trece años.
El fotógrafo se metió detrás del trípode. Se cubrió con la cortina negra y apretó por tres veces la perilla de goma, una por cada pose distinta.
Les di un beso, les deseé muchas felicidades. Partieron con la canasta del pollo asado y los mejunjes. El aroma exquisito del pollo casi me dio una arcada de verdad y debilitó por un instante el sabor de la proyectada aventura.
El amago de arcada certificó mi presunta indisposición.
– Cuídese, hijo -me recomendó mamá.
– Sí, mamá. Voy a estar un rato más en la cama. Después me voy…
No dije: «Después me reúno con ustedes…»
Esa frase no dicha me escoció la boca. Hube de pagarla bien caro.
5
No fui al picnic de la chacra.
El festejo campestre de los aniversarios se frustró.
Me escapé al río con los otros mita'í.
Teníamos que buscar los cadáveres de los que se habían ahogado la noche de borrachera del sábado.
El maestro tosió. Escarró y escupió un moscón que se le había metido en la boca.
– Nosotros vicheábamos observando desde el yavorai de la barranca la balsa de Solano -continuó el chico-. Vimos caer al agua a los troperos. Uno por uno. Contamos hasta cinco. Se hundieron para no volver a salir. Leandro Santos dijo: «Vamos a ir a sacarlos en un momentito…»
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