Augusto Bastos - Contravida

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Solemnemente mandó cerrar «ese antro del demonio -dijo en su violento sermón- donde el maestro tenía asilados y acaudillados a truhanes y gente de avería, salidos de libros blasfematorios y sacrílegos…»

– ¡ Vade retro, Satanás! -increpó el cura al maestro-. ¡Usted es un maldito negro del demonio!

– Aunque negro soy y no nacido, alma tengo… -replicó mansamente el maestro.

Los personajes se negaron a salir.

Armaron su contraprocesión, dirigidos por el propio Supremo Francia. Éste mandó leer un bando de repudio contra las autoridades abusivas.

El que tocaba el tambor del bando era el sargento músico Efigenio Cristaldo, bisabuelo del maestro Gaspar. Se le veía la gran joroba callosa en el pecho que le había criado el borde filoso del bombo después de haberlo tocado día y noche por más de cincuenta años.

El Supremo Francia exigía más energía y ritmo al viejo tamborero. Se notaba que quería por fin reivindicarse ante el pueblo, él, que había sido en su tiempo el hombre más culto, el más poderoso del Paraguay.

Los ojos llameantes del Dictador Supremo, la coleta renegrida, el brillo de las hebillas de oro de los zapatos de doctor y dictador, asustaron a los manifestantes, que empezaron a desbandarse.

7

La grey huyó en todas direcciones al son de las matracas de Semana Santa que sacristán y monaguillo agitaban en la huida.

La rebelión de los personajes había triunfado. Tuvieron, por esta vez, más suerte que los agricultores y obreros cuyas rebeliones eran invariablemente aplastadas con las tropas y los carros de asalto.

8

Por largo trecho Don Quijote, lanza en ristre montado en su Rocinante, y Sancho Panza, en su asno, con su alforja de pan y queso, acosados por perrillos ladradores, persiguieron a los frustrados invasores.

Detrás del Caballero del Verde Gabán iba la numerosa y aguerrida legión de los Buendía, de Macondo, expertos en guerras y revoluciones.

Sombríos, trágicos, funerales, marchaban los personajes de Santa María, la aldea fundada por el uruguayo Juan Carlos Onetti. Llevaban colgados al pecho, en figura, el bolso con el puñadito de cal y ceniza de su hacedor, que no quiso volver al lar natal, ni siquiera a la ilustre villa mítica que él había fundado. Prefirió convertirse en humo en lueñes tierras.

La Babosa de Areguá, esperpéntica, en enaguas de maldad, arrastraba su trailla de furias, salida del libro de don Gabriel. Los huesos euménídes entrechocaban haciendo más ruido que las matracas del Viernes Santo agitadas por el sacristán y el monaguillo.

Iban, cerrando la marcha, Juan Preciado y Susana San Juan. Les seguía Pedro Páramo, muerto, convertido en un montón de piedras, encerrado en un saco tejido con fibras de cardos y con el largo silencio de los muertos.

Abundio Martínez, el otro hijo natural de don Pedro, cargaba al hombro el pesado burujón de rencor vivo, llevando en la mano el cuchillo todavía tinto en la sangre paterna.

Al pasar junto al borde de la laguna, Abundio arrojó al agua el bolsón de piedras.

Como atravesada por un fierro candente, el agua hirvió por un instante en un borbollón de espumas y vapor.

En esa fumarola, que encrespó por un rato la laguna de Piky, se evaporó el señor de Comala.

Quedó su figura en el libro sin par, que el maestro Cristaldo guardaba entre sus predilectos, escritos por estos pueblos nuevos para que los particulares lean.

9

Volvió a cerrar la cueva con los grandes bloques de piedra que hacían de puerta. El centenar de alumnos, más alegres que unas pascuas, regresamos a la escuela con el maestro a proseguir las clases interrumpidas por el aquelarre autoritario.

Décimoprimera parte

1

A todos los escueleros nos intrigaba la parte en sombras de la vida del maestro.

Nos interesaba, sobre todo, saber qué hacía al anochecer, encerrado en su cabaña lacustre, en invierno y verano. Sólo cuando hacía mucho calor, dejaba entreabierto el ventanuco que daba hacia el copudo tarumá de la orilla.

Nadie se animaba sin embargo a espiar la casa solitaria. El más osado lo habría sentido como una falta de respeto y consideración, como un acto de verdadera profanación.

Yo me atreví a cometerlo.

Escondido entre los setos de amapolas y plantas acuáticas que rodeaban la laguna, como una línea defensiva de su soledad, de su voluntad de recogimiento nocturno, comencé a vichar la casa del maestro.

Los latidos de mi corazón retumbaban en mis oídos bajo la presión de un miedo cerval a lo desconocido.

Lo hice varias veces sin resultado alguno.

2

Al principio me limité a un rodeo tímido y asustado de la laguna en los anocheceres calurosos del verano buscando el punto de mira más adecuado.

Mi curiosidad y mi coraje iban creciendo.

Me fui animando cada vez más. Me acercaba furtivamente a la laguna, trepaba al corpulento tarumá, y me ponía a atisbar el ventanuco siempre cerrado.

Encontré un apostadero óptimo en el hueco que un rayo había excavado hacía mucho tiempo en mitad del tronco, como decir en las propias entrañas del árbol.

El rayo no lo mató. Le dio conciencia de su fortaleza. Siempre verde, cada vez más copudo, hacía allí de centinela de la laguna muerta.

La oquedad oval en el tronco era casi una almena de casafuerte. Servía de casilla de correo al único habitante que moraba en la choza lacustre.

Ahora me servía a mí de atalaya.

Para mí, en funciones de espectador, de espía, la entraña hueca del árbol era una butaca que parecía instalada allí a propósito por el acto servicial y quizás premonitorio del rayo.

El trabajo de los comejenes no había hecho sino esponjar y acolchar el hueco tornándolo tan muelle y cómodo como un sillón.

3

Inmóvil, petrificado por la curiosidad y el miedo, debía de parecer un búho joven escondido entre el follaje. Los ojos brillantes por la avidez malsana que me consumía y que a la vez alimentaba mi deseo, se hallaban clavados en el redondel del ventanuco, más pequeño que la claraboya de la sentina de un barco.

En uno de estos anocheceres la casualidad o la tenacidad de mi obsesión acabó por gratificar el acto vil.

El ventanuco se hallaba entreabierto. No había una gota de aire. La aceitosa superficie del agua transmitía con toda nitidez los más tenues rumores, hasta el siseo del vuelo de los cocuyos.

En determinado momento creí que mi sitio de observación en el inmenso árbol se hallaba ubicado sobre un invisible viaducto cuyas resonancias vibraban en mi piel.

De pronto escuché la voz del maestro. Hablaba con una mujer.

¡Dios! -dije- ¡No puede ser!

Sufrí un sobresalto que estuvo a punto de voltearme de la horqueta en la que estaba sentado.

Quise dejarme caer y huir.

El miedo cerval se me trocó en pavor de ciervo herido y me paralizó en la rama.

Un gran ruido cayó sobre mí.

El tren pasaba por la curva de la laguna, coronado de chispas, las ventanillas iluminadas en la oscuridad, como una visión irreal.

Ese tren aparecía en los momentos más inoportunos. De repente surgía como de debajo de la tierra, del tiempo, del susto. De tanto verlo pasar, ya nos habíamos habituado a no verlo. Sobre todo, para mí, en ese momento y desde ese lugar en que mi alma colgaba de un hilo.

La curiosidad insensata pudo más que la prudencia. Esa goma visceral me retuvo en la improvisada platea, ante el escenario fantasmal que de repente y por increíble casualidad se abría ante mí el ventanuco entreabierto, la luz temblorosa del candil invisible que alumbraba la escena sin mostrar a los personajes.

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