Rosa Montero - Bella y oscura

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Bella y oscura es el relato alegórico de lo que poseemos sin haber conquistado: la sabiduría de la infancia. Es la evocación de un tiempo pasado, solitario, fermento necesario de la libertad esperada. Es la belleza que la fantasía extrae de la crueldad y de los inocentes olvidados de la niñez.

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Segundo se puso muy blanco y dejó caer el cuchillo. Máximo se volvió hacia él con toda calma y cogió algo del bolsillo de atrás del pantalón. La cosa hizo un ruidito y entonces vi que era una navaja automática y que acababa de sacarle la hoja. Y ésta sí que era de verdad, una hoja fina y peligrosa que daba miedo. Segundo miró a Máximo y Máximo miró a Segundo, con la navaja brillando entre los dos. Pero Máximo no se decidía; pasaban los segundos y todo seguía igual. «Acaba de una vez», dijo la enana. “Segundo no lo hubiera dudado tanto, tenía la pistola de doña Bárbara y te estaba esperando para matarte, pero cuando vi que llegabas yo le robé el arma.” Y entonces la enana se sacó del bolsillo la pequeña pistola plateada de la abuela. Pero Máximo seguía sin decidirse. “Si no me matas ahora”, dijo Segundo con una voz muy ronca, «si no me matas ahora, yo acabaré contigo algún día”. Y me gustó que fuera capaz de decir eso. Máximo bajó la mano, cerró la navaja y se la guardó de nuevo en el bolsillo del pantalón. «Vámonos», le dijo a la enana. Segundo cayó de rodillas, se tapó la cara con las manos y se puso a llorar. La enana se acercó a él y le tocó en el hombro. «Segundo”, llamó. Segundo estaba todo encogido, apoyado con los codos en el suelo, llorando muy fuerte. “Segundo”, insistió Airelai. Él levantó la cara mojada y sus ojos quedaron a la misma altura que los de la enana. Entonces la enana estiró el brazo, apoyó la pistolita de la abuela en la frente de Segundo y le voló la cabeza. Todo esto fue muy rápido.

»Se fueron enseguida los dos al camerino a recoger el dinero y supongo que fue entonces cuando Máximo te dejó ese puñado de billetes en un sobre a tu nombre. Yo les vi aparecer de nuevo en el club, ya con la maleta; y cruzar la sala y salir a la calle. Hubiera podido seguirles, pero me encontraba demasiado asustado. No, no era eso, no era miedo, era como si no tuviera fuerzas, como si mis piernas no fueran mis piernas, y además estaba el asco, ya me entiendes, no podía salir de detrás de la cortina y meterme en mitad de toda esa sangre, si me quedaba detrás de la cortina era como si la sangre no fuera de verdad, como si fuera una película. Así que no me moví de allí, me quedé quieto durante mucho tiempo, no sé cuánto, hasta que llegó mi madre y se puso a gritar como una loca.

»Luego, oyendo a unos y a otros, me enteré de que Máximo y la enana se habían ido directamente al aeropuerto y habían col ido un avión grande y pesado que iba a Canadá. se fue el avión que explotó aquella noche nada más despegar, con ciento setenta y tres personas dentro. Está claro que fue cosa de la maleta, 0 sea, de la bomba que tenía la maleta. Por qué estalló entonces, no se sabe. Pero el avión explotó cuando todavía estaba tomando altura y por eso se vio perfectamente en todo el Barrio, una bola de fuego que les dejó a todos achicharrados, por eso el Barrio olía tan mal, a carne quemada, los días de después. Yo no vi la explosión porque todavía estaba detrás de la cortina, pero me han dicho que el cielo se puso todo rojo con el estallido y que fue un espectáculo horroroso.

»También estalló la cabeza de Segundo, y eso sí lo vi. Fue una cosa rara, porque por delante, que era por donde la enana había disparado, no se rompió. Pero por detrás salió volando. Pedazos de cabeza y de sangre y de cosas. Lo que tenemos dentro. Se manchó el escenario y las paredes. Por eso yo no podía salir de mi escondite. Porque todo estaba lleno de él, por todas partes. Ya sé que era mi padre, pero no me importó que lo mataran. Sólo que después de que le dispararan todo me daba asco; y me sentía sucio. Ahora estoy mejor y me alegro de que Segundo ya no viva con nosotros. De todas maneras me gustó que le dijera eso a Máximo: si no me matas ahora, te mataré yo. Tenía miedo pero no se arrugó. Y eso me gustó porque era mi padre; y yo no me parezco nada a él, pero nunca se sabe.»

El sol se hundió por detrás de los tejados de las casas, el cielo se puso blanco y luego gris, llegó la noche con pasos silenciosos y se encendió la farola de la fuente, y yo seguía esperando a mi padre en el estanque. Desde donde estaba no se vela más que el comienzo de nuestra Calle; me moría de ganas de ir por lo menos hasta la puerta del club y aguardar ahí a que saliera, pero no me atrevía a desobedecerle de nuevo. Mi padre no me querría, si lo hiciera. Aún recordaba su mirada de horas antes, cuando me había dicho que me fuera: sus ojos duros y furiosos. Tanto que había soñado con su llegada, tanto que había deseado este momento, y ahora me encontraba turbada y confundida, angustiada por mi torpeza, temerosa de haberle defraudado. Cerré los párpados porque la farola daba vueltas. Con toda esta agitación no había comido, y quizá fuera eso. Pero no tenía hambre. Sólo un vacío dentro del estómago y del pecho, un vacío tan grande como una noche oscura.

Abrí los ojos y la farola ya se había quedado quieta. Menos mal. Unos chicos cruzaron la plaza y me miraron. Eran los de la banda del Botines y ya era la tercera vez que pasaban esta tarde. No eran de los Más malos, aunque tampoco fueran buena gente. Pero ahora no me asustaban lo más mínimo, porque nada podía ser peor para mí que el hecho de que mi padre no me quisiera; y ese temor insoportable me apretujaba el corazón y me inundaba la cabeza, no dejándome espacio para ningún otro miedo. Así que les devolví la mirada, desdeñosa, y ellos se marcharon por la calle Ancha dándole patadas a una lata.

Algo suave y tibio se frotó contra mis piernas. Era un gato, no, una gata, tal vez uno de los animales de mi abuela. Los felinos se habían dispersado después del incendio y ya no habíamos vuelto a verlos. Pero esta gatita cariñosa me parecía conocida: le rasqué la barbilla, le levanté la cara. Esas orejas triangulares pintadas de blanco en la punta, las rayas de suave gris y blanco sobre el lomo… Estaba muy delgada, casi esquelética, pero sin duda era Lucy Annabel Plympton.

– Mi querida Lucy, cuánto tiempo sin verte… -dije en voz alta, rascándole la escuálida barriga. Y luego añadí, porque doña Bárbara siempre quiso que se repitieran los nombres enteros-: Lucy Annabel Plympton.

La gata ronroneó encantada. Recordaba perfectamente la tarde que habíamos visto su nombre en el cementerio. Fue en una lápida muy vieja, rajada por la mitad y con moho en las fisuras. «Lucy Annabel Plympton,», decía la inscripción de la piedra: «Amante del árbol y del viento y del agua, de los pájaros y de las flores y de las bestias amigables». Una bestia amigable era la gata, que ahora se estiraba y rodaba juguetonamente por el suelo. De modo que Lucy tenía más o menos dieciocho años al morir. ¿Qué era la muerte? Yo ya sabía lo que era la muerte. Había visto al Buga y a la abuela. Era no ver, no oler, no tocar, no estar. Era desaparecer para siempre jamás. Un vértigo, un miedo mayor que el de las escaleras más oscuras, o el de cruzar el club entre tinieblas. Pero eso sólo les sucedía a los otros. Yo no podía morir: era una niña. La gata me lamió un tobillo, maulló una vez y se marchó corriendo.

Me acordé entonces, no sé por qué, de la foto que mi padre me había dado. ¿Cómo había podido olvidarme de ella durante tanto tiempo? Me temblaba la mano de excitación cuando la saqué del bolsillo de la falda. Era un cartón duro y amarillento, no como las fotos modernas; y tenía un color desvaído y tostado, como la de la enana Lucía Zárate.

Miré la imagen con atención a la luz de la farola. Era una niña más o menos de mi edad, con el pelo rizado y despeinado, movido por el viento. ¿No había dicho mi padre que era una foto de mi abuela? Pero no se parecía a doña Bárbara. La niña era delgada y fuerte; vestía una especie de combinación de algodón con encajes que le llegaba a media pierna y que también flameaba al aire, y unos calcetines, sólo calcetines, no zapatos, todos arrugados en los tobillos y quizá mojados. También los bajos de la combinación parecían empapados: la tela se adhería a su pierna derecha. La niña estaba de pie sobre la arena fina de una playa vacía y a sus espaldas se veía la línea más oscura de un mar espumeante. Miraba de frente la chica y sonreía alegre y orgullosa, envuelta en esa brisa húmeda que debía oler a verano y a peces: las cejas altas, los ojos achinados, la barbilla redonda. Una mano de hielo me apretó el estómago:

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