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Rosa Montero: Bella y oscura

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Rosa Montero Bella y oscura

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Bella y oscura es el relato alegórico de lo que poseemos sin haber conquistado: la sabiduría de la infancia. Es la evocación de un tiempo pasado, solitario, fermento necesario de la libertad esperada. Es la belleza que la fantasía extrae de la crueldad y de los inocentes olvidados de la niñez.

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Vagabundeé así algunas madrugadas, vigilando siempre el horizonte por si veía llegar a un forastero. Recorría las calles principales, las de paso obligado para cruzar el Barrio; y cuando el cielo empezaba a desteñirse en una línea de sucio color gris junto a los tejados, me volvía a casa y a la cama. Y entonces sí dormía, con un sueño como la muerte, sin imágenes.

Siempre evité la calle Violeta, la de los resplandores en las ventanas, que arrancaba de manera perpendicular, rechoncha y corta, de una de las calles principales del Barrio. Airelai, Amanda y la abuela me habían prohibido que la pisara, y no la pisé durante muchas noches. Pero doña Bárbara había muerto, la casa se había quemado, Segundo ni tan siquiera nos miraba. Quiero decir que el mundo había cambiado tanto que las antiguas prohibiciones estaban empezando a parecer demasiado antiguas. Una noche llegué al límite de esa calle secreta y atractiva y sin pa- rarme a pensarlo di un paso adelante, y después otro más. Me detuve, miré a mi alrededor y comprobé que ya me había internado algo así corno un metro en la calle Violeta. Que no se llamaba de verdad Violeta: leí la chapa municipal clavada a la pared y ponía Calle de la Jara. Las ventanas iluminadas empezaban unos cuantos metros más allá; había algunos coches, no muchos, aparcados junto a las aceras, y bastantes hombres paseando lentamente junto a las ventanas. No me gustaban esos hombres: había demasiada luz y demasiada gente y me verían, y quizá se enfadaran y me dijeran: «Ésta es una calle prohibida para las niñas», corno me había dicho doña Bárbara, mu- cho tiempo atrás, con su voz de trueno.

Pero ahora que estaba aquí la curiosidad me resultaba insoportable. La calle se extendía ante mí, recta y corta, cayendo cuesta abajo; la zona de luz no abarcaba demasiado. Probablemente pudiera cruzar deprisa, como si fuera a cumplir algún recado, a buscar medicinas para mi abuela muerta, antes de que ninguno de esos hombres se fijara en mí. De hecho, y mientras pensaba en todo esto, un par de tipos habían entrado en la calle y pasado a mi lado, entre las sombras, sin siquiera echarme una ojeada. Eso acabó de decidirme: apreté los puños, tomé aire y me lancé a buen paso por la cuesta.

En cuatro zancadas alcancé la zona iluminada y entré en ella como quien se zambulle en una piscina: casi me extrañó que no se escuchara el ruido de las salpicaduras. Parpadeé, cegada y aturdida por esa luz violeta extraordinaria, que aplastaba los rostros y los objetos y chupaba el color de las cosas. Era un aire lívido y pesado; los movimientos, aquí dentro, pare- cían más lentos, minuciosos e inacabables movimientos de vídeo ralentizado o de pesadilla. Miré a mi alrededor: ojos vidriosos, un músculo que tiembla parsimoniosamente en una mejilla, un dedo que se alza en el aire muy despacio. No me veían los hombres de la Calle; todos estaban concentrados en mirar a los muros. Y en los muros había unos ventanales fantasmales, grandes vidrieras resplandecientes que se abrían sobre pequeños cuartitos; y en cada cuartito había una mujer que sonreía a los hombres del otro lado del cristal, o les hacía gestos, o les ignoraba, bañada en la amoratada luz de los neones.

Algunas mujeres iban vestidas con tiras de plástico negro y muy brillante, tiras que se enredaban llenas de chinchetas en torno a la garganta, que se en- roscaban por las piernas como serpientes, que rodeaban los pechos, dejando el pezón fuera. Había otras con camisas muy cortas, satinadas y de colores diversos, quizá rojas, verdes, amarillas; todos los tonos estaban saturados de ese fulgor violeta y eran rojos sombríos, verdes mortecinos, amarillos sucios. Se sentaban en silloncitos tapizados, o en sillas lacadas, o en taburetes; cruzaban las piernas y enseñaban las nalgas palidísimas. Una de las mujeres era el ser más grueso que yo jamás había visto. Tenía el pelo rubio con las raíces negras, unos labios morados, una bata guateada que le quedaba chica. Sentada como estaba en el sofá, se abría la bata y dejaba asomar un pecho tembloroso, grande como una rueda. En su cuartito había una lámpara de pie con la pantalla a cuadros; una cocinita aseada y recogida; una chimenea de mentira con un gato de escayola; un calendario de pared con la foto de un perro y una niña; una mesa con una tostadora y algunas tazas, como si estuviera a mitad del desayuno. Pero las tazas estaban todas limpias. Separaba la giganta las piernas descomunales y al fondo del túnel de carne de sus muslos se veía una maraña negra que ella se acariciaba. Rugía algún hombre a este lado del cristal, cercano a mí; y el so- nido reverberaba y se distorsionaba, como hacen los ruidos debajo del agua.

También parecía distorsionarse la imagen de las cosas: la realidad que yo veía no era firme. Sudaban los hombres un sudor violeta, aunque no hacía calor; y mis pasos resonaban sobre el empedrado como si el suelo estuviera hueco. Había muchos ventanales en ambas aceras; algunos estaban cerrados, con las cortinas echadas. Pero en los demás se pavoneaban todas esas mujeres, rubias y morenas, jóvenes y viejas. Un aturdimiento de labios pintados, ropas llameantes, vellos enredados. Y tanta, tanta carne. Me pareció reconocer a alguna por debajo del grueso maquillaje: vecinas del Barrio a las que Chico subía café a media tarde. Pero no a la mujer grande, a ésa no. Me toqué la frente porque me sentía febril, pero mi piel estaba fría, un poco húmeda.

Había atravesado ya casi toda la calle cuando la Vi. Su cuartito estaba adornado con sedas orientales: unas telas tan bonitas, yo lo sabía, aunque aquí tenían un color maligno, purulento. Vestía un cinturón dorado, caído en las caderas, del que colgaba una cortina de cuentas de cristal; aparte de eso no llevaba nada. Lo primero que vi fue el bonito cinturón, y las sedas del fondo. Después reconocí el tamaño y el perfil. A¡relai estaba sentada en una sillita diminuta, tenía las rodillas apretadas, las manos apoyadas en las rodillas. El cuerpo muy moreno y muy pequeño. Nunca la había visto desnuda antes. Tenía pechos. Como los de Amanda, a ella sí la había visto, pero chiquititos. Unos pechos muy raros en un cuerpo de niña. Se levantó y apoyó un pie sobre la silla; se abrieron los hilos de cristales y asomó un triángulo de carne del color del bronce con una hendidura en la mitad. Era como yo, no tenía vello. El Buga me había despreciado por ser tan pelona, pero ahora un hombre gordo que parecía estar algo borracho se arrimó a la ventana y lamió el cristal con su lengua rosa.

Entonces Airelai me vio: bajó la cabeza y descubrió mis ojos. Quise huir y no pude, tan fuerte me miraba. En ese momento llegó un viejo todo calvo que aporreó una puerta que había junto a la ventana. La enana se acercó y abrió. Del interior del cuartito salió una bocanada de aire tibio con olor a sándalo:

– Hoy no, Matías -dijo Airelai suavemente, Poniendo la mano en el pecho del hombre.

– ¿Cómo que no? ¿Y por qué no? -dijo él con suspicacia.

– Mira, me han venido a visitar, yo no me lo esperaba, esta noche no puedo.

El viejo se volvió y me miró. Guiñó los ojos y se rió.

– ¡Pero si sois dos! No sabía que había otra. Mucho mejor, me quedo.

– ¡No, Matías! No es como yo, fíjate bien. Es una niña de verdad.

El viejo me volvió a mirar con expresión estúpida. Frunció las cejas, preocupado:,

– ¡Sí que lo es, sí! Éste no es sitio para niñas, Dulce… -reconvino a la enana.

– Lo sé, lo sé. Yo no sabía que iba a venir te lo aseguro.

El tipo resopló y luego me palmeó la mejilla suavemente. Lo hizo con afabilidad, pero me dio asco.

– Muy bien, muy bien, me voy. ¡Pero mañana vuelvo!

– Claro, aquí estaré esperando. -Buenas noches -murmuró el viejo, y se fue renqueando un poco calle abajo.

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