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Rosa Montero: Bella y oscura

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Rosa Montero Bella y oscura

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Bella y oscura es el relato alegórico de lo que poseemos sin haber conquistado: la sabiduría de la infancia. Es la evocación de un tiempo pasado, solitario, fermento necesario de la libertad esperada. Es la belleza que la fantasía extrae de la crueldad y de los inocentes olvidados de la niñez.

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– No empieces de nuevo. Escucha, volveré a trabajar por las noches. Te daré dinero suficiente para que te vayas muy lejos. Para que cruces la frontera. Así estarás a salvo.

– ¿Harías eso por mí?

– Me aburre verte siempre tan afligida y tan acobardada. Claro que lo haré. Por mí, no por ti.

Airelai se bajó de la silla de un saltito, se acercó a la cómoda y sacó una botella de alcohol y una caja de gasas.

– Trae unas sábanas limpias para la mortaja. Con ligereza, segura y Silenciosa, la enana cerró la boca de la abuela y sujetó la barbilla con un lazo, conocedora de los procedimientos, experta ejecutora de los ritos finales.

– ¡Pero ésas no, mujer! -gruñó hacia Amanda, que traía un juego barato de sábanas de flores en la mano-. Tienen que ser blancas.

– ¿Por qué? -Porque sí, es evidente. -¿Cómo sabes todas estas cosas? -¿Y tú cómo no las sabes? ¿De dónde sales que ignoras todo esto? Conocimientos básicos, saberes de mujer elementales.

– A mí nadie me explicó…

– Tú eres mutante, Amanda. Ya te lo he dicho. Estás en tierra de nadie. Lo que has perdido, perdido está, y lo ganado aún no sabes que está ganado. Espero que cuando te marches te espabiles un poco.

_¿ Y la niña? No puedo dejarla aquí sola con él. La llevaré conmigo.

El corazón me dio un vuelco. Yo quería vivir con Amanda y con Chico, pero no podía marcharme.

Apreté los puños, sentí el filo de las uñas contra las palmas. No podía. Baba.

– La niña tiene que quedarse aquí, esperando a su padre -dijo la enana lentamente-. Yo cuidaré de ella, porque también espero.

Y entonces se volvió hacia mí y me miró con esos ojitos negros y brillantes, impenetrables, que ahora quedaban ya muy por debajo de la línea de los míos; me miró durante unos instantes y frunció el entrecejo, como si lo que veía le desagradase.

Vete fuera -dijo al fin en un susurro. -Airelai, por favor… -Tenemos que lavarla. Vete fuera. Salí de la habitación y el resto de la casa se encontraba a oscuras: la tarde estaba cayendo y nadie se había preocupado de encender una luz. Escuché durante unos instantes en el silencio, tan asustada como el animal que espera, entre la maleza, que caiga sobre él el cazador. Me pareció oír un ronco resoplar que venía de la cocina, de modo que crucé el estrecho pasillo de puntillas y entré en mi dormitorio. Miré en primer lugar debajo de la cama y, tal y como esperaba, encontré allí a Chico, perlado de sudor y envuelto en pelusas de polvo y en las tinieblas.

– ¿Qué hace? -susurró el niño entrecortadamente. -¿Quién? -pregunté aunque sabía. -Él. -No sé. Me parece que está en la cocina. Chico salió de su escondrijo reptando sobre los codos. Se sentó en el suelo y me miró, sus ojos brillando en la penumbra.

– ¿Qué crees tu que va a pasar ahora? -musitó. Que va a venir mí padre y nos salvará a todos.

mi padre, Amanda, la enana, Que viviremos juntos’ tú y Yo, juntos y felices. Que nos ¡reinos todos de aquí, nos marcharemos del Barrio, y Segundo se quedará atrás, ahí sentado para siempre en la cocina. Eso quise decirle a Chico, porque tenía la boca seca, y una bola de hierro en el estómago, y la seguridad de que mi padre ya no podía tardar mucho más3 que tenía que regresar ahora, antes de que la abuela desapareciera del todo. Pero en vez de contarle al niño todo eso, me encogí vagamente de hombros.

– No sé. Chico frunció el ceño y se mordió las uñas con nerviosismo. Acaricié la fría bola de cristal que la abuela me había regalado.

– Baba,baba,baba…

– ¿Qué dices? En mi inquietud me había traicionado, había dicho en voz alta, sin querer mi palabra privada.

– Nada. Cosas mías -gruñí.

– ¿Qué es eso de «baba»? -insistió el niño.

– No es nada, te digo. Manías. No significa nada.

En ese momento alguien golpeó con los nudillos la puerta de la casa: una llamada que parecía acordada, cinco golpes seguidos y después dos más. La boca se me llenó de una saliva acre. Estiré el cuello y agucé las orejas: esperando. Se encendió la luz del pasillo y oí los ligeros pasos de la enana camino de la entrada; el clic del pestillo, el gruñido de la hoja de madera al abrirse. Y una voz de hombre desconocida, aunque no del todo:

– ¿Te sorprendes de verme?

Tenía que ser él: tenía que ser mi padre. Me puse en pie y salí de la habitación pasito a paso: porque deseaba correr y al mismo tiempo tenía miedo, quería llegar a la puerta y no llegar nunca. Iba tan despacio que Chico me adelantó y alcanzó el vestíbulo antes que yo. Se volvió hacia mí con gesto preocupado:

– Es el policía ese -susurró.

Allí, apoyado en el marco de la puerta, estaba el tipo canoso de la camisa sucia que había estado hablando con Segundo la noche del Gran Fuego: era un comisario de policía, según se había enterado después Chico. Suspiré. El tipo me miró un instante y guiñó un ojo. Me pareció odioso.

– Estamos de duelo -dijo la enana-. No es un buen momento.

– ¿No? -sonrió-. Pues tengo que hablar con Segundo. Y sé que está.

Airelai empalideció:

– Le digo que no puede entrar. Respete a los muertos.

– Pero al velatorio acuden los amigos de la familia, ¿no es verdad? Yo creía que tú y yo éramos amigos…

Sonreía con la boca, no con los ojos. La enana apretó los puñitos y se hizo a un lado; el hombre entró en la casa y avanzó directamente hacia el fondo, como si supiera, seguido por Airelai, por Chico y por mí.

– ¿Y estas tinieblas qué significan? -ironizó el tipo al asomarse al agujero negro de la cocina-. ¿Te escondes o duermes?

En mitad de las sombras, junto a la mesa, se distinguía el bulto más oscuro de Segundo. El policía estiró el brazo y accionó el interruptor de la luz; la pelada bombilla del techo se encendió sobre nuestras cabezas como un sol sucio y agonizante, el miserable sol del juicio Final- Segundo parpadeó, deslumbrado; tenía los ojos hinchados, la cara abotargada y una expresión de embrutecimiento que jamás le había visto. Se frotó vigorosamente la boca con el dorso de la mano, como si la tuviera manchada o como si las sombras se le hubieran quedado pegadas a los hocicos, y a continuación se apretó los nudillos y los hizo crujir de un modo horroroso, casi con el mismo sonido seco y roto con que se habían quebrado, poco antes, los dedos de su madre. Luego volvió a extender las manazas, pesadas e inertes, sobre el tablero de la mesa, entre mondas de patatas, cuchillos sucios y migas de pan. Frente a él había una botella de coñac mediada y abierta.

El policía chasqueó la lengua con gesto satisfecho, como si le complaciera verificar el lamentable aspecto de Segundo. Se apoyó en el marco de la puerta y cruzó los brazos.

– Deberías estar más contento de verme. Vengo a hacerte un favor.

Segundo no se movió. Mantenía la cabeza baja y miraba fija y bovinamente a un punto incierto del tablero.

– Vengo a decirte algo -insistió el hombre, haciendo una nueva y expectante pausa.

Un par de segundos cruzaron lentamente la mortecina cocina y se escurrieron tictaqueando por la ventana abajo, sin que nadie se moviera ni dijese palabra.

– Máximo se ha fugado.

De primeras no sentí ninguna emoción. Quizá no comprendí en todo su alcance las palabras del comisario. 0 quizá yo ya lo intuía, yo ya lo sabía. Seguimos todos quietos. El hombre torció el gesto, fastidiado quizá por la falta de efecto de la noticia.

– Suponemos que vendrá por aquí. Y si viene, estoy seguro de que no dudaréis en avisarnos, ¿no es así?

Silencio. Junto a mi codo percibí, sin mirar, la respiración breve y agitada de Chico, como un animalito asustado y nervioso.

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