Rosa Montero - Bella y oscura
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»Pero un día algo salió mal y se vio en la necesidad de huir. Yo le vi hacer apresuradamente la maleta, segura de perderle. Las lágrimas corrían por mi cara y no me tomé el trabajo de disimularlas, porque estaba convencida de que en su agitación ni siquiera tendría tiempo de mirarme. Y entonces sucedió algo maravilloso, lo más bello que jamás me ha ocurrido en toda mi vida: se volvió, me contempló desde sus alturas inalcanzables y exclamó:
»-¿Pero aún no estás lista?»Me he acordado tantas veces de ese momento que su rostro se me borra, desgastado por el uso de la memoria. Pero aún veo el perfil de su cabeza, la sombra de su cuerpo inclinado sobre mí, el brillo de sus ojos entre rasgos brumosos; y todavía siento sobre mi espalda una lengua de fuego, el rayo que me recorrió al oír sus palabras, un relámpago de felicidad pura y completa. Creo que levité, floté; y hasta la cruz de Caravaca de mi paladar debió de ponerse incandescente. Todavía hoy, tantos años después, me pican tontamente los ojos cuando lo recuerdo.
»Recorrimos o más bien corrimos gran parte del país, sin pasar nunca dos noches en el mismo lugar; y al cabo recalamos en un buen escondite, en una cabaña de piedra perdida en la ladera de un valle remoto. Y allí nos quedamos y fuimos dichosos.
»Vosotros sois todavía muy jóvenes y no sabéis lo que es tener la vida a las espaldas, como un saco revuelto de restos, de tesoros y basuras todos mezclados; un bulto que va creciendo sobre tus hombros y te va pesando cada día más. Se funden los recuerdos en la memoria, los años pasados, los deseos cumplidos y sin cumplir, los sueños y las lágrimas; pierden las escenas del ayer la luz y el latido de la vida, y se empastan en una amalgama gris, en una confusión de imágenes polvorienta y lejana que se diría que ha sido vivida no por ti, sino por otra persona. Es como quien va caminando por el campo y atraviesa un valle y sube a un monte; y mira entonces hacia atrás y observa que el valle que ha cruzado ha sido ocupado por las sombras, y es incapaz de reconocer el camino que ha seguido en ese territorio en el que la noche empieza a remansarse. Porque los acebos que antes tanto brillaban al sol ahora han perdido su lustre, y las flores ya no tienen color, y el río no relumbra, y las revueltas mismas del camino apenas si se distinguen a esa distancia y entre las tinieblas. Y es que la noche que nos espera va devorando también la huella de nuestros pasos.
»Pero hay ocasiones, momentos de tu vida, que permanecen fulgurantes en la memoria aunque el tiempo transcurra; y al volver la mirada hacia atrás ves aquel recuerdo llameando entre la grisura informe del pasado, como una isla de luz en la sopa de sombras. Así arde en mi cabeza aún hoy el recuerdo de los días que pasé con él en aquella cabaña; es un fuego que me ciega cuando vuelvo la mirada hacia atrás, un brillo que duele. Entre las sombras de mi vida, aquellos días todavía siguen encendidos.
»Era un valle muy hermoso, casi abandonado, con unas cuantas casas de piedra y pizarra. Por las laderas se extendía un bosque viejo y húmedo, con robles milenarios y retorcidos cubiertos de hongos y de líquenes, frondosos castaños de frutos puntiagudos, acebos erizados, helechos suaves y esponjosos como plumas de pavo real. El suelo era tan blando como un colchón, capas y capas de hojas muertas, turba, raíces, hongos, organismos microscópicos, insectos laboriosos y animalejos de todos los tamaños, todo restallando y crujiendo y pudriéndose con la imparable fuerza de la vida. Y el aire olía a heno recién segado, a musgo jugoso, a vacas, a tierra gruesa y descompuesta.
»Los dos sabíamos que aquello no podía durar. Que éramos fugitivos y estábamos en nuestro último refugio. Yo me sentía como una condenada a muerte, cosa que en verdad todos somos, esperando a que la felicidad se acabase: que siempre se acaba. Pero mientras tanto bebía golosamente los días, las horas, los minutos, sintiendo pasar el viento del tiempo junto a mi cara.
»Cerca de nuestra casita había un huerto, propiedad del hombre que nos alquilaba la cabaña. Todos los días venía allí la hija del dueño, una niña de unos diez u once años; y se pasaba las horas sentada junto a una hermosa higuera, cantando una canción tras otra para espantar a los pájaros y que no se comieran los carnosos higos. Yo la escuchaba cantar a las horas del sol y del calor mientras las moscas zumbaban y el monte hervía y él dormía un rato en el camastro. Le miraba dormir tan hermoso y tan mío cuando estaba quieto, y sabía que nunca podría vivir algo mejor.
»En aquellos instantes el mundo adquiría una geometría perfecta, un orden visible que me sentía capaz de comprender. Yo me encontraba en mi sitio, en el lugar exacto que me correspondía dentro del universo, del mismo modo que estaban en su justo lugar todas las demás criaturas del planeta, y los vegetales, y las piedras. Todo lo podía ver y entender en ese momento de equilibrio: las incontables hojas del valle, una a una, hasta la más pequeña; las rocas desgastadas, clavándose en la carne de la tierra; cada una de las flores, todas distintas y temblorosas en su vida brevísima; las patitas de los insectos diminutos, las alas transparentes, las trompas chupadoras; y esa algarabía de capullos brotando y pétalos pudriéndose, de criaturas naciendo y falleciendo, entre el viento fértil de la muerte y el rugir de la vida silenciosa.
»Hasta que se cumplió la hora, como siempre sucede inexorablemente. Y llegaron al valle, y nos encontraron, y se lo llevaron. Pero yo sé que algún día volverá y aquí lo estoy aguardando. Por él sería capaz de todo: de matar y de traicionar, de mentir y de negarme a mí misma. Siempre fui torpe, menos UU11 él. Siempre fui débil, menos con él. Siempre fui enana, menos para él. Desde que se marchó, vivir para mí es sólo esperar. Un tiempo de tránsito. Un tiempo muerto.
»Recuerdo que al atardecer el viento nos traía desde la otra ladera un estruendo de mugidos y berridos. Muchas veces nos quedábamos contemplando la caída del sol mientras el aire se pintaba de un verde azulado y llegaban rebotando hasta nosotros las voces desaforadas de las bestias. Yo siempre creí que eran llamadas sexuales, gemidos del calor del celo y del placer; pero luego, después de que descubrieran nuestro escondite y se lo llevaran, me enteré de que el alboroto provenía de un matadero y que eran gritos de agonía arrancados por el cuchillo del carnicero. Desde entonces cada vez que pienso en aquellos crepúsculos finales los veo en mi memoria del color de la sangre, hermosos y transparentes y terribles. Así de cerca está la dulzura del horror en esta vida tan bella y tan oscura.”
La enana abrió de par en par la estrecha ventana del cuarto de doña Bárbara mientras Amanda contemplaba el cadáver de la abuela entre desconcertada y empavorecida, con las manos subiendo y bajando en el aire a media altura, como cortocircuitadas en su camino del regazo a la boca. Yo permanecía en una esquina, camuflada en mi inmovilidad y mi silencio, porque estaba segura de que si advertían mi presencia me echarían del cuarto. No me gustaba estar junto al cadáver pero me gustaba menos la idea de salir allá afuera, donde debía de estar, en algún rincón agazapado, ese Segundo aterrador y aullante.
– ¿Y ahora qué vamos a hacer? -balbució Amanda con voz ahogada.
– Tú qué crees? Habrá que amortajarla.
– No… Digo con… Con él. Está como loco. La enana se aupó a la silla y se quedó un rato ahí sentada, pensando y batiendo los piececillos en el aire.
– Pues tú deberías irte. Búscate un trabajo, coge al niño y lárgate.
– No puedo.
– Sí puedes.
– Nos mataría.
La enana suspiró y se frotó las palmas de la mano contra la diminuta falda.
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