Rosa Montero - Bella y oscura
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Esperamos unos cuantos días por ver si regresaban los obreros, pero la fuente seguía abandonada. El pez perdió enseguida sus aletas a pedradas y ahora parecía un mojón de carretera provisto de ojos; en cuanto al agua, estaba espesa y polvorienta, erizada de botes y basuras. Un perrillo sin dueño bebió dos lametones y se alejó dando tumbos, como borracho; y ni siquiera el pájaro más estúpido se atrevía a mirarse en su superficie. Pero no había más agua que ésa en las proximidades y el tiempo apremiaba; así que una tarde vestimos a la abuela con uno de los dos trajes que Segundo le había comprado tras el incendio, una oscura y triste ropa de anciana, muy distinta de los hermosos vestidos que antes tuvo; y nos bajamos con doña Bárbara a ver el estanque.
No dijo nada, pero sé que le gustó. Y algunas tardes, cuando se encontraba con suficientes fuerzas, me pedía que la acompañara hasta la fuente. La pileta estaba cada vez más puerca e incluso olía, pero me parece que la abuela debía de estar mirando otra cosa cuando miraba el agua estancada. Los ojos de doña Bárbara estaban empezando a cubrirse con una película azulada, como los ojos de los recién nacidos; y ahora era capaz de clavar su mirada húmeda y brumosa sobre un objeto y dejarla ahí quieta durante mucho tiempo sin tan siquiera parpadear. Así, de esa manera impávida y estatuaria, contemplaba doña Bárbara la superficie de la fuente en los atardeceres; y mientras yo, que me aburría, contaba las latas arrugadas de cerveza, los papeles medio deshechos y los plásticos que sobrenadaban en el charco, ella debía de estar reconociendo en su memoria el reflejo líquido del sol, ese chispazo de oro que resbalaba perezosamente, pese a todo, en la superficie gelatinosa, polvorienta y negra del agua podrida.
Chico estuvo fuera de casa, cuando se fue, durante día y medio. Chico no hablaba mucho; atendía a sus pequeños negocios, tomaba el sol o la sombra en el portal y veía pasar la vida sin hacer muchos gestos. A veces parecía tonto y generalmente no parecía nada: quiero decir que no te parabas a pensar en él ni a mirarlo dos veces. Pero yo sabía que no era estúpido y que tenía una memoria de elefante. Yo iba creciendo y aquel verano pegué un estirón de tal calibre que levanté los ojos por encima del marco del espejo del club; pero Chico seguía estando siempre como estaba y se me iba quedando allá abajo, como por el final de las costillas. Yo creo que toda la energía se le iba en recordar y que por eso no crecía. Por ejemplo, se aprendía las matrículas de los coches de memoria, para saber si rondaban el Barrio gentes nuevas; y sabía cuándo entraba y cuándo salía cada vecino, sus itinerarios acostumbrados, las horas y el cariz de sus rutinas.
Actuaba así porque sentía la necesidad de conocerlo y controlarlo todo, ya que cualquier cambio, por pequeño que fuera, le aterraba. Por eso su huida resultó en él tan extraordinaria, incluso heroica; la causa que le obligó a escapar tuvo que ser sin duda muy poderosa, pero el niño jamás llegó a contarnos el porqué de su acto. Una tarde, sin embargo, después de ablandarle con el regalo de unas cuantas varas de regaliz y de media pastilla de chocolate blanco, que era su debilidad, Chico me contó, si no la razón de su fuga, sí lo que sucedió durante aquel día y medio. Y dijo así:
«Lo que más me asustaba era salir de nuestra zona. Porque yo aquí soy el rey, quiero decir el rey de los pequeños. Y sé dónde meterme, y a quien hay que saludar y a quien hay que evitar. Como sé tantas cosas, yo aquí soy más fuerte que tú, aunque tú no lo sepas; y soy más fuerte entre otras cosas porque tú no lo sabes, no sé si me entiendes. Aunque tampoco quiero que me entiendas mucho, para que no aprendas demasiado. Porque eres más alta y mayor y la abuela te quiere más a ti, de manera que es justo que sepas menos que yo, para que las cosas queden compensadas. Pero te decía que al principio lo que me daba miedo era salir de nuestra zona y encontrarme con los otros jefes, porque en todas las esquinas del Barrio hay algún jefe, o sea que todo el mundo tiene alguien a quien temer, sólo que unos temen a mucha gente y otros tan sólo a unos poquitos, y yo tengo miedo de todo el mundo menos de mi madre y quizá de ti. Bueno, de ti tampoco.,.›El caso es que se me ocurrió que debía buscarme una excusa para poder cruzar a las otras zonas del Barrio sin que me sucediera nada malo. La cosa era poder ser algo, fuera de lo que soy en mi rincón; porque ya te dije que puedes estar más o menos a salvo dentro del Barrio si conoces tu lugar y no te sales de tu sitio. Aquel día que me escapé de casa pensé enseguida en el comercio, porque los comerciantes suelen defender sus intereses con mucho entusiasmo, de modo que creí que podrían protegerme por lo menos un poco. Y así, empecé a cruzar el Barrio yendo de tienda en tienda, como si fuera a cumplir un encargo y comprar algo. Caminaba muy decidido y muy seguro, con los ojos fijos en la próxima tienda que aparecía en el horizonte, y la gente me miraba y pensaba que yo era un comprador y me dejaban en paz.
»Lo más difícil era cuando llegaba a los comercios; en general me paraba a mirar el escaparate, disimulaba un rato y después salía en dirección a la próxima tienda. A veces había algunos chicos sospechosos por los alrededores y me veía obligado a entrar en el local, aunque los tenderos podían ser peores que los chicos y hubo uno que me sacó de su frutería a bofetones porque se creía que le estaba robando. Claro que la ventaja de los comerciantes sobre los chicos es que los primeros nunca se alejan demasiado de su comercio y si sales corriendo no te persiguen.
»El truco funcionó la mar de bien y me crucé el Barrio en unas pocas horas, y estaba yo tan contento con el éxito que quise añadir un detalle de adorno y entre tienda y tienda empecé a hacer tintinear en mi mano unas cuantas chapas de cervezas, como si fueran las monedas con las que iba a pagar la compra; y ése fue un error de principiante, porque un chico me agarró en una esquina, me arreó dos guantazos y me quitó el dinero, y al ver que no era dinero sino chapas, me sacudió un poco más. Ahí fue cuando me manché de sangre toda la camiseta y la cara y el cuello. Y aunque dolió no estuvo tan mal, porque a partir de ahí se me ocurrió un truco nuevo para seguir andando, y fue que cada vez que veía una pandilla o a alguien sospechoso me ponía a hacer eses y a caminar a tropezones como si estuviera a punto de desmayarme; y entonces todo el mundo se apartaba y me dejaba pasar como si manchase, porque ya sabes que en el Barrio lo mejor es que no te vea nadie, pero, si te ven, entonces lo mejor es que se te vea demasiado. Quiero decir que, si llamas mucho la atención, también te evitan; y yo llamaba mucho la atención con toda la sangre encima y andando de ese modo.
»Y así caminé otro montón de tiempo y ya iba ciego de hambre a pesar de las manzanas que había cogido en la frutería; y llegué al límite del Barrio, a un parque seco y grande que si lo cruzas al otro lado empieza ya la Ciudad Bonita. Entré en el parque y me lavé la sangre de la cara en una fuente, porque pensé que allí llamar la atención ya no era bueno. Estaba todo lleno de niños, era por la tarde; y vi a una niña sentada en una piedra que estaba haciéndole ascos a un bocadillo, era una chica delgadita y con las rodillas peladas, y me senté a su lado y nos pusimos a hablar. Ella dijo que su madre la obligaba a comerse ese bocadillo asqueroso de mortadela, lleno de pizcas negras que picaban muchísimo; y era verdad que la madre nos miraba fijamente desde el banco de enfrente, a pocos metros, con una cara furiosa. Yo le dije a la niña que si quería yo podía hacer como que le robaba el bocadillo y ella contestó que sí, que qué estupendo; entonces le expliqué que tenía que mirar para otro lado y sujetar el pan con los dedos flojitos. La niña lo hizo así y yo pegué un tirón del bocadillo y salí corriendo, oí los gritos de la madre a mi espalda pero claro está que no pudo alcanzarme; me comí la mortadela y me supo muy buena.
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