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Rosa Montero: Bella y oscura

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Rosa Montero Bella y oscura

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Bella y oscura es el relato alegórico de lo que poseemos sin haber conquistado: la sabiduría de la infancia. Es la evocación de un tiempo pasado, solitario, fermento necesario de la libertad esperada. Es la belleza que la fantasía extrae de la crueldad y de los inocentes olvidados de la niñez.

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– Es un buen tipo -comentó la enana-. Hemos tenido suerte. Pasa.

Me agarró del brazo y me hizo subir los escalones y entrar en el cuartito. Cerró la puerta tras de mí, echó la llave y corrió las cortinas inmediatamente. Se volvió hacia mí, cruzó los brazos sobre el pecho desnudo y sus ojos llamearon:

– Si te ven conmigo, me quitarán la licencia y es probable que me metan en la cárcel. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?

Nunca había visto a la enana tan enfadada. Yo estaba mareada, sentía náuseas. Dentro del cuartito, con las cortinas echadas, el aire era de un color violeta incandescente, un aire venenoso e irrespirable. Quise hablar y escuché, ensordecedor, el zumbido eléctrico de los neones. Luego abrí los ojos y estaba en el suelo, con la cara de la enana sobre mí.

– Te has desmayado -dijo Airelai con voz tranquila-. Pero no pasa nada. Ya estás bien.

Aún oía el bisbiseo del neón, aunque no tan fuerte.

– Esa luz… -me quejé.

– Sí, es horrible, ¿verdad?

La enana encendió una lámpara de mesa con pantalla de pergamino y luego apagó los dos tubos fluorescentes. Súbitamente el mundo pareció recobrar otra vez sus sombras y su peso específico, la realidad material con la que siempre estuvo hecho. Me senté en el suelo, muy aliviada.

– Estoy mejor. Mucho mejor.

– Ven aquí. Despacio al levantarte. La enana se había puesto una bata de seda color guinda y había trepado a una cama llena de cojines que había junto a la pared. Me senté junto a ella. Ella estaba muy seria y yo algo triste.

– ¿Por qué has venido? -preguntó.

Me encogí de hombros.

– No sé.

– ¿Me has seguido?

– No. No lo sabía.

– ¿Qué es lo que no sabías?

– Que esto era así. Que tú estabas aquí.

– ¿Qué piensas que hago aquí?

La miré. Algo sucio, pensé. Algo sucio y húmedo y horrible. Como la lengua de aquel gordo.

– No sé.

– Contéstame.

– Frotarte con los hombres. Cosas sucias.

La enana suspiró.

– Estoy trabajando. No es el mejor trabajo que puede tener una chica, pero gano un dinero. Y con ese dinero se podrán marchar Amanda y el niño. ¿Cómo creías tú que yo me ganaba los billetes que traigo por las mañanas?

– No sé. Pensé que hacías embrujos y cosas de magia.

La enana se rió y encendió un nuevo palito de sándalo en el pebetero. Me olió un poco al olor de la abuela, a la habitación de doña Bárbara en la primera casa.

– Es algo parecido, en realidad. Embrujo a los hombres. Hago ilusionismo, porque meto ilusiones en sus cabezas… o un poco más abajo.

Volvió a reír.

– Les hago desearme y cumplo sus deseos. ¿Hay prodigio mayor que el cumplimiento de un deseo?

No contesté porque no comprendía la pregunta. Y porque sabía que no estaba hablando conmigo, sino con ella misma.

– Pero no, tienes razón, es un trabajo sucio. Y feo, y asqueroso, y a veces peligroso. Aunque se gana un buen dinero, mejor que en otros sitios. Y además, qué demonios, hay cosas peores, eso te lo aseguro. En fin lo dejaré en cuanto reúna lo suficiente.

– Yo sé dónde hay dinero. Mucho dinero -musité.

– ¿Ah, sí?

– Lo tiene Segundo. Una maleta llena. La tiene escondida en el camerino. En el armario de los focos. Hay que sacarlo todo, las baldas y todo, y quitar una madera que hay atrás. Y ahí hay un agujero con la maleta.

– Así que está ahí… -dijo la enana, pensativa-. Todo el tiempo tan cerca.

Sacudió la cabeza con decisión:

– Pero ese dinero no nos sirve. No podemos tocarlo. Está lleno de sangre y tiene dueño. Amanda no puede usarlo para irse, así que no tengo más remedio que seguir unas noches más en la ventana.

Cogí entre mis dedos un pico de la bata de seda. Tenía un tacto frío y suave, como la bola de cristal que colgaba de mi cuello.

– Airelai…

– ¿Qué?

– Airelai, cuando Amanda y Chico se marchen… Tú no te irás, ¿verdad?

La enana suspiró y se frotó la cara con las manos abiertas. Luego se inclinó hacia mí y me miró a los ojos:

– No te preocupes -dijo suavemente-. Me quedaré contigo hasta que tu padre vuelva.

– Yo sé por qué se escapó Chico de casa -me dijo un día la enana-. Y no tiene nada que ver con lo que todos creéis.

Era la hora de la siesta y estábamos las dos en la cocina, yo haciendo recortables con las hojas de una revista vieja y Airelai, que se acababa de levantar, tomándose un café y una tostada. Había colocado un cerro de cojines sobre la silla, como siempre, para poder alcanzar el tablero de la mesa. Tenía la enana la vida muy bien organizada para compensar lo menguado de su altura; ataba largos bramantes a los pestillos de las puertas y de las ventanas, por ejemplo, para no tener que empinarse al abrir y cerrar. Y poseía un pequeño y bonito escabel de madera pintada de rojo, con un agujero en el tablero superior para agarrarlo, del que siempre se servía cuando tenla que subirse a una silla o le era necesario alcanzar algo. En esta ocasión, sin embargo, y contra su costumbre, no se había ido a buscar el escabel, que tal vez estuviera en el camerino, escaleras abajo, y me había extendido los bracitos para que yo la alzara sobre la silla. Tragué aire, la abracé, tiré de ella con todas mis fuerzas y la senté fácilmente en los cojines. No pesaba nada. Creo que me ruboricé, porque era la primera vez que la cogía en volandas. A ella, en cambio, se la veía muy tranquila. Acabó Airelai su tazón de café, se arrellanó en los almohadones y empezó a contar- me lo que sigue:

«Sucedió una mañana, poco después de que Segundo regresara. Vi entrar a Segundo en el cuarto de doña Bárbara y cerrar la puerta; se estuvo allí dentro bastante tiempo, quizá media hora 0 quizá más, y se oía el murmullo indistinguible de sus conversaciones. Al cabo se escuchó gritar a Segundo: «¿Pero qué más quieres que haga? ¡Te libré del tipo ese, y lo hice YO› yo solo!”. Hubo unos pocos minutos más de apretados susurros, y luego Segundo salió de la habitación impetuosamente y con el rostro congestionado. Se fue a la cocina, agarró la botella de coñac y se dejó caer en una silla. Pero no bebió. A decir verdad, estaba completamente sobrio. Se quedó un buen rato quieto, con la botella agarrada por el gollete, la mirada perdida en la pared.

»Yo estaba en la cocina y también Chico, a quien la entrada de su padre había pillado desprevenido. El niño se encontraba jugando en el suelo, junto a la ventana, con sus coches metálicos. Cuando vio llegar a Segundo se puso en tensión; comprendí que hubiera deseado irse de la habitación, pero para ello tenía que pasar junto a su padre, una proximidad no siempre prudente. Además se encontraba a las espaldas de Segundo, de modo que debió de pensar que podría pasar inadvertido si no armaba bulla y se quedaba quieto.

»Transcurrió así algún tiempo sin que ninguno nos moviéramos, hasta que Segundo, sin cambiar de postura, dijo claramente: «Chico». El niño se agitó pero no hizo nada. «Chico”, repitió el padre con una voz tranquila, «ven aquí». Vi como el niño empalidecía. Se puso en pie y dio la vuelta a la mesa, lento y tembloroso, hasta colocarse al otro lado del tablero, frente a Segundo. Entonces éste carraspeó y se frotó con incomodidad las grandes manos: los nudillos le crujían como maderas secas. Miró a su hijo y sonrió. ¡Segundo sonriendo! Creo que es la primera vez que he visto algo así. Chico tampoco debía de haberlo visto nunca, porque puso todavía más cara de susto. «Ven aquí», dijo Segundo palmeándose las rodillas. El niño avanzó un pasito muy pequeño. «Aquí», repitió él y Chico dio otro paso rernolón. «Si quieres te puedo contar un cuento», dijo Segundo; y el niño seguía todo rígido y aferrado con ambas manos al borde de la mesa, como un pajarito. “No tengas miedo, ven aquí y te contaré una historia muy bonita”, insistió Segundo, aún sonriendo. Chico avanzó otra pizca hacia él; medio centímetro de aire, apenas nada, el menor desplazamiento imaginable. “Mira, para que te quedes tranquilo, puedes escoger. Si quieres puedes irte, y si no, si te quedas conmigo, te contaré un cuento muy divertido. Dime, ¿qué prefieres, quedarte o marcharte? Venga, hombre, contesta, nadie te va a hacer nada…» El niño torció tímidamente la cabeza hacia la puerta. «¿Qué dices? ¿Qué quieres? ¿Irte o quedarte?”, insistía el risueño Segundo. “Irme», balbució Chico en un tono de voz casi inaudible. «¿Y si además de contarte la historia te doy este dinero?”, dijo Segundo, sacándose un billete del bolsillo y mostrándoselo a su hijo alegremente. Chico repitió: «Irme. Por favor”. Y entonces sucedió algo pavoroso: Segundo se quedó mirando al niño y comenzó a llorar. Primero fueron unas lágrimas redondas y silenciosas, unas gruesas lágrimas que resbalaban por sus mejillas mientras sus labios seguían petrificados en una sonrisa. Y después se derrumbó todo él como un globo pinchado, le cayó la pesada cabezota sobre el pecho, se le desplomaron los hombros, la abrumada espalda comenzó a sacudirse con los sollozos. Tenía la cara retorcida, la expresión monstruosa; el llanto le salía a chorros por los ojos, nunca vi llorar a nadie de ese modo. Miré a Chico: estaba aterrorizado, con una mirada de incredulidad y horror fija en su padre. Le llamé, intentando calmarle, serenarle: «Chico”, le dije, «Chico, no te preocupes”; pero el niño ni siquiera me oyó. De pronto pareció recuperar la movilidad: se despegó de la mesa y salió corriendo de la cocina, con la rápida agilidad de la ardilla que escapa de un peligro. Y a la mañana siguiente se marchó de casa.

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