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Rosa Montero: Bella y oscura

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Rosa Montero Bella y oscura

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Bella y oscura es el relato alegórico de lo que poseemos sin haber conquistado: la sabiduría de la infancia. Es la evocación de un tiempo pasado, solitario, fermento necesario de la libertad esperada. Es la belleza que la fantasía extrae de la crueldad y de los inocentes olvidados de la niñez.

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Esos ojos azules tan terribles, esa cara de músculos exangües. Chico se abrazó a su madre.

– Me da miedo -repitió. Y se ovilló en el regazo de Amanda.

Retorcido como estaba, la ligera camiseta se le había subido hasta media espalda. Vi la carne blanca y suave del niño, los picudos huesines de la columna vertebral; y esas extrañas marcas oscuras y redondas. Me incliné y miré más de cerca: eran unos pequeños círculos de piel arrugada y más oscura. Había dos o tres, quizá por delante hubiera más. Podrían ser quemaduras. Cicatrices.

– ¿Qué tienes aquí? -dije. Chico dio un respingo y se tapó la espalda de un tirón. Y entonces, por ese gesto suyo, comprendí. Comprendí por qué era tan cuidadoso al desnudarse, con lo que yo creí que eran pudores de varón. Comprendí el pavor que le tenía a Segundo.

Nos quedamos en silencio durante un rato largo, mientras la noche seguía crepitando de luz alrededor. Amanda acunaba a Chico entre sus brazos y bisbiseaba una canción de cuna sólo para él. Ahora ya no parecía una niña, sino mucho más vieja de lo que en realidad era. Airelai se levantó con un suspiro y se acercó a la ventana abierta. La seguí. Allí abajo, junto a la farola de la esquina, apoyado en el muro, estaba el hombre contra el que yo había tropezado esa mañana; fumaba un cigarrillo y parecía esperar algo o a alguien con una paciencia inagotable.

– Tenía que suceder -repitió la enana. Un avión rompió el cielo sobre nuestras cabezas: era como el ruido del rodar de unas nubes de piedra. Y después comenzó a amanecer y se acabó también esa noche eterna.

Airelai tenía dibujada la cruz de Caravaca en el cielo de la boca. Un día nos la enseñó y como era tan bajita se tuvo que subir a la mesa de la cocina para que Amanda se la pudiera ver. Se trataba de un reborde blanquecino que le recorría el paladar; no resultaba demasiado espectacular, pero era la marca de la Estrella.

– Esto indica que poseo la gracia. Inmediatamente Chico y yo nos escudriñamos la boca el uno al otro para ver si estábamos señalados. Pero no.

– No seáis tontos: si la tuvierais lo sabríais, porque éste no es el único indicio -dijo la enana-. El más importante es el del poder de la palabra. Si un niño tiene la gracia, habla desde el vientre de su madre. Pero si la madre lo cuenta, si revela el prodigio, la criatura nace con la marca pero pierde la gracia.

Nos quedamos impresionados. Incluso Amanda apretó los labios, amedrentada por las incalculables consecuencias del decir.

– ¿Por eso eres así, porque tienes esa cosa en la boca? -preguntó Chico tímidamente.

– ¿Cómo así?

– Así de pequeña. Airelai hinchó el pecho diminuto y dio unos cuantos pasos a uno y otro lado con aire satisfecho, como si el niño le hubiera dedicado el mayor elogio.

– Digamos que soy… especial -contestó al fin con una sonrisa.

Y entonces nos contó lo de la Estrella. Porque Airelai hablaba mucho. Con ella, y con sus baúles, y sus útiles de magia, y sus trajes bordados de chispas de luz, llegaron sobre todo las palabras: fascinantes historias de mundos remotos, aventuras extraordinarias, reflexiones incomprensibles pero seguramente importantísimas. Por eso cuando Chico y yo no entendíamos algo, nos aprendíamos las frases de memoria, en el convencimiento de que la vida, con el tiempo, acabaría adaptándose a las palabras de Airelai y nos permitiría extraer su significado. Todo lo sabía nuestra enana; todo lo había vivido. Parecía muy joven, una linda muñeca sin pasado, pero ella aseguraba que tenía muchos años.

– No soy enana, sino liliputiense, esto es, de proporciones delicadas; no deforme ni monstruosa, sino sólo pequeña -explicaba a menudo Airelai-. Los liliputienses somos miniaturas de la vida, muestras perfectas; y por eso mismo, por nuestra perfección, jamás envejecemos. Nunca somos del todo niños, pero tampoco ancianos. Atravesamos la existencia siempre iguales a nosotros mismos, y al cabo, un día cualquiera, nos morimos. Como todos. Pero solemos vivir mucho, porque, como somos pequeños, a menudo la muerte nos olvida.

Desde luego era tersa y muy hermosa, con la piel del color del pan recién tostado, los ojos oscuros, el pelo espeso y liso, azuloso en los reflejos de tan negro. Y una voz fina y suave, adornada aquí y allá por los restos de un acento extranjero, que se te colaba en los oídos como una brisa fresca. Con esa voz ligera e hipnotizadora, Airelai nos contó aquella tarde la siguiente historia:

«Yo nací muy lejos de aquí, hacia el Oriente, al otro lado de mares y montañas. Justo cuando mis padres se estaban amando sin pensar en mí, pasó por encima de ellos una estrella errante, que son las más poderosas, porque no necesitan estar sujetas como estúpidas a su lugar fijo en el firmamento. Y hete aquí que mis padres me concibieron en ese instante, y del fuego cercano de la Estrella yo obtuve la fuerza. Y a los seis meses hablé dentro del vientre de mi madre y grité: «¡Quiero salir de aquí!». Lo cual fue prueba evidente de que tenía la gracia, no sólo por hablar, sino por decir que quería salir, porque de todos es sabido que ningún niño desea abandonar el vientre de su madre y afrontar, tan solo y tan desnudo, el doloroso peso del mundo.

»Pero yo no estaba tan sola, porque tenía mi don. Y ello me otorgaba el poder de la clarividencia y del entendimiento. A diferencia de los demás humanos, que están tan absortos y encerrados en sus pequeñas existencias que por delante y por detrás sólo atinan a ver oscuridad, yo sabía de dónde venia, y quiénes llegarían tras de mí. Yo sé que ocupo un lugar en la cadena de la vida, como la minúscula gota perdida, pero también arropada, en las aguas de un río torrencial. La Estrella, acostumbrada al ritmo sideral y sobrehumanamente lento de las grandes esferas, me regaló esa aguda percepción de lo inmenso y de lo diminuto. Yo sé que soy pequeña, muy pequeña; pero los demás también lo son y no lo saben. Ése es mi poder, el de la conciencia.»Cuando me escuchó gritar dentro de su vientre, mi madre se llevó un susto tremendo. Mi madre era muy joven por entonces, y además se había quedado huérfana siendo aún una niña, de manera que mi abuela, su madre, no tuvo tiempo de transmitirle unos conocimientos tan básicos e imprescindibles como el de saber qué debes hacer si tu hijo te empieza a hablar desde dentro de ti. El caso es que mi pobre y asustada madre al principio se calló y no hizo nada, esperando haber oído mal. Pero yo siempre fui bastante impaciente y cabezota, de manera que seguí gritando que quería salir. Hasta que al fin una tarde mi madre se arregló con esmero, se envolvió la barriga con un chal de lana para amortiguar mis voces y se fue andando hasta el otro extremo del pueblo para consultar a la Vieja Sabia. Y la Vieja Sabia le dijo:

»-Mujer has hecho mal en venir. Me has revelado que tu hijo grita dentro de ti, y sólo por eso, por hablar demasiado, la criatura puede perder la gracia: no deberías habérselo dicho nunca jamás a nadie. Tienes una disculpa, sin embargo, y es que no sabías; y que, aun sin saber, te has comportado con considerable juicio y discreción, y sólo me lo has contado a mí, y en busca de consejo. De manera que mereces que te ayude, y así voy a hacerlo, aunque no sé si conseguiremos enmendar este error. Lo primero que debes saber es que, cuando uno se ha ganado un destino y ha concitado una desgracia, la única manera de evitarla es cambiarla por otra clase de desdicha. Si quieres que tu criatura no pierda su don, tendrá que pagarlo de algún modo. Esto es, tendrá que escoger entre la gracia o el dolor. Pero yo no soy quien para decidir por tu hijo algo tan importante, y ni siquiera tú puedes hacerlo. Recuerdo que hace muchos, muchísimos años, cuando yo era aún una niña, mi abuela, que me enseñó todo lo que sé, me llevó un día de visita a una gran casa de piedra y madera a las afueras del pueblo. Un par de hombres, no sé si eran parientes o criados, nos condujeron por las escaleras de granito y nos llevaron al dormitorio principal. Allí, en una cama inmensa que habían tenido que reforzar con tablones de roble, estaba tumbada una mujer mayor, más o menos de la edad de mi abuela. Tenía los ojos cerrados y respiraba fatigosamente; pero lo más notable era la colosal barriga que poseía, un bulto de dimensiones fantásticas que le hinchaba el camisón como una vela y que reposaba lateralmente sobre la cama. Era tan grande el vientre que la anciana parecía un añadido de él, y no al contrarío. Y entonces mi abuela me dijo:

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