Mitch Albom - Martes Con Mi Viejo Profesor

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Martes Con Mi Viejo Profesor: краткое содержание, описание и аннотация

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Martes con mi viejo profesor refleja todos los valores humanos a la perfección, encerrando en él una lección de vida para todos, ya que nos narra el testimonio de las repetidas visitas durante cada martes, entre Mitch Albom y su viejo profesor, Morrie Schwartz, al cual le han diagnosticado una terrible enfermedad terminal, la ELA. A través de estos encuentros llenos de conexión y complicidad ambos, alumno y maestro, intercambian ideas y reflexionan sobre la muerte, la familia, el perdón o el amor entre otros temas de la vida cotidiana, encerrando así una enseñanza subliminar fruto de un extraordinario testamento espiritual que nos ayudará a encontrarnos a nosotros mismos a la vez que nos instará a reflexionar sobre nuestra vida de la mano de un hombre que depende por completo de los demás, pero que luchará hasta el final con el mayor optimismo. Esta fabulosa obra está llena de sencillez, pero a la vez, cargada de emoción y vitalidad, es uno de esos relatos que hacen que te plantees la vida, de los que dejan huella, y de los que dificilmente se olvidan.

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Para grabar nuestras conversaciones, habíamos descartado los micrófonos de mano, porque a Morrie le costaba demasiado trabajo sujetar nada durante tanto tiempo, a favor de los micrófonos miniatura que suelen utilizar los presentadores de televisión. Estos micrófonos se pueden sujetar en el cuello o en la solapa de la ropa. Naturalmente, como Morrie sólo llevaba camisas de algodón blando que le caían sueltas sobre su cuerpo que se encogía cada vez más, el micrófono se hundía y se agitaba y yo tenía que acercarme a ajustarlo con frecuencia. Aquello parecía gustarle a Morrie, pues así yo me acercaba a él, al alcance de sus brazos, y su necesidad de afecto físico era más fuerte que nunca. Cuando yo me inclinaba sobre él, oía su respiración trabajosa y su tos débil, y chascaba suavemente los labios antes de tragar.

– Bueno, amigo mío -dijo-, ¿de qué hablamos hoy?

– ¿Qué te parece si hablamos de la familia?

– De la familia.

Reflexionó un momento.

– Bueno, ya ves a la mía, a mi alrededor.

Indicó con la cabeza las fotos de las estanterías, en las que se veía a Morrie de niño con su abuela; a Morrie de joven con su hermano, David; a Morrie con su mujer, Charlotte; a Morrie con sus dos hijos, Rob, que era periodista en Tokio, y Jon, que era informático en Boston.

– Creo que, a la luz de lo que hemos estado hablando todas estas semanas, la familia resulta más importante todavía -dijo.

»La verdad es que la gente de hoy no tiene cimientos, no tiene una base segura, si no es la familia. Me ha quedado muy claro desde que estoy enfermo. Si no tienes el apoyo, el amor, el cariño y la dedicación que te ofrece una familia, no tienes gran cosa. El amor tiene una importancia suprema. Como dijo nuestro gran poeta Auden, «amaos los unos a los otros o pereceréis». Yo lo anoté.

– «Amaos los unos a los otros o pereceréis.» ¿Lo dijo Auden?.

– «Amaos los unos a los otros o pereceréis.» -dijo Morrie- Es bueno ¿verdad? Y es muy cierto. Sin amor, somos pájaros con las alas rotas.

»Supon que yo estuviera divorciado, o que viviera solo, o que no tuviera hijos. Esta enfermedad, lo que estoy pasando, sería mucho más duro. No estoy seguro de que pudiera soportarlo. Claro que vendría gente a visitarme: amigos, compañeros, pero no es lo mismo que tener a alguien que no se va a marchar. No es lo mismo que tener a alguien que sabes que te tiene el ojo encima, que te está observando todo el tiempo.»

»Esto es parte de lo que es una familia, no es sólo amor, sino también hacer saber a los demás que hay alguien que está velando por ellos. Es lo que yo echaba tanto en falta cuando murió mi madre, lo que yo llamo «la seguridad espiritual» de uno: saber que tu familia estará allí, velando por ti. Nada en el mundo te dará eso. Ni el dinero. Ni la fama.

Me echó una mirada.

– Ni el trabajo -añadió.

La creación de una familia era una de las cuestiones que aparecían en mi pequeña lista: una de las cosas que uno quiere hacer bien antes de que sea demasiado tarde. Hablé a Morrie del dilema de mi generación a la hora de decidir tener hijos o no, cómo solíamos pensar que nos ataban, que nos convertían en esas cosas llamadas «padres» que no queríamos ser. Reconocí que yo mismo compartía algunos de estos sentimientos.

Pero cuando miraba a Morrie me preguntaba si, estando en su lugar, a punto de morir, y si no tuviera familia, ni hijos, ¿no sería insoportable el vacío? Él había criado a sus dos hijos enseñándolos a amar y a querer, y, como el propio Morrie, ellos no sentían timidez a la hora de expresar su afecto. Si él lo hubiera deseado, ellos habrían dejado todo lo que tuvieran entre manos para pasar junto a su padre cada minuto de sus últimos meses. Pero él no quería aquello.

– No interrumpáis vuestras vidas -les dijo-. De lo contrario, esta enfermedad nos habrá estropeado la vida a los tres en vez de a uno.

De este modo, aun muriéndose, manifestaba su respeto por los mundos de sus hijos. No es de extrañar que cuando se sentaban a su lado se produjera una catarata de afecto; se intercambiaban muchos besos y ellos se agachaban junto a la cama cogiéndole de la mano.

– Cuando alguien me pregunta si debe tener hijos o no, yo no digo nunca lo que debe hacer -decía ahora Morrie, contemplando una foto de su hijo mayor-. Le digo, sencillamente: «No hay experiencia igual a tener hijos». Eso es todo. No se puede sustituir por nada. No se puede hacer con un amigo. No se puede hacer con una amante. Si quieres tener la experiencia de ser completamente responsable de otro ser humano y de aprender a amar y a estrechar lazos de la manera más profunda, entonces debes tener hijos.

– Entonces, ¿volverías a tenerlos? -le pregunté.

Eché una mirada a la foto. Rob estaba besando a Morrie en la frente, y Morrie se reía con los ojos cerrados.

– ¿Que si volvería a tenerlos? -me dijo, con aire de sorpresa-. Mitch, no me habría perdido esa experiencia por nada. Aunque…

Tragó saliva y dejó la foto en su regazo.

– …aunque hay que pagar un precio doloroso -dijo. -Porque los vas a dejar. -Porque los voy a dejar pronto.

Frunció los labios, cerró los ojos, y yo vi caer la primera lágrima por su mejilla.

– Y ahora -susurró-, habla tú.

– ¿Yo?

– De tu familia. Conozco a tus padres. Los conocí hace años, el día de la graduación. También tienes una hermana, ¿verdad?

– Sí -dije.

– Mayor, ¿verdad?

– Mayor.

– Y un hermano, ¿no es así?

Asentí con la cabeza.

– ¿Menor?

– Menor.

– Como yo -dijo Morrie-. También tengo un hermano menor.

– Como tú -dije yo.

– Asistió también a tu graduación, ¿verdad?

Parpadeé, y vi mentalmente a todos nosotros allí reunidos, dieciséis años atrás, el sol cálido, las togas azules, entrecerrando los ojos mientras nos estrechábamos con los brazos y posábamos para hacernos fotos de Instamatic, y alguien decía: «A la una, a las dos, a las treeees…»

– ¿Qué pasa? -dijo Morrie advirtiendo mi silencio repentino-. ¿En qué estás pensando?

– En nada -dije yo, cambiando de tema.

La verdad es que yo tengo, en efecto, un hermano, un hermano rubio, de ojos castaños, dos años menor que yo, tan diferente de mí y de mi hermana, que tiene el pelo oscuro, que solíamos hacerle rabiar diciéndole que unos desconocidos lo habían dejado en la puerta de la casa cuando era recién nacido.

– Y un día volverán por ti -le decíamos. Él lloraba cuando le decíamos esto, pero se lo decíamos igual.

Se crió como se crían muchos hijos más pequeños, mimado, adorado, y atormentado interiormente. Soñaba con ser actor o cantante; volvía a reproducir, sentado a la mesa cuando cenábamos, las películas que había visto en la televisión, representando todos los papeles, mientras su sonrisa luminosa casi se le saltaba de los labios. Yo era el buen estudiante, él era el malo; yo era obediente, él transgredía las reglas; yo me abstenía de las drogas y del alcohol, él probaba todo lo que se podía meter en el cuerpo. Poco después de terminar los estudios secundarios se fue a vivir a Europa, pues prefería el estilo de vida más informal que había encontrado allí. Pero siguió siendo el favorito de la familia. Cuando visitaba la casa familiar, yo me solía sentir rígido y conservador en su presencia alocada y divertida.

Con todo lo diferentes que éramos, yo razonaba que nuestros destinos nos lanzarían en direcciones opuestas cuando llegásemos a la edad adulta. Y tenía razón en todos los sentidos menos en uno. A partir del día en que murió mi tío, yo creí que sufriría una muerte semejante, una enfermedad temprana que acabaría conmigo. Por eso yo trabajaba a un ritmo febril y me preparaba para el cáncer. Sentía su aliento. Sabía que se me venía encima. Lo esperaba como el condenado a muerte espera al verdugo.

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