– Con el ciego Buenaventura, sí -dijo Salas el músico. Sirvió cerveza en los cinco vasos. Los cinco hombres bebieron. El de la camisa colorada miraba el humo de su propio cigarrillo y Chin la cerveza de su propio vaso: casi no tenía espuma. Chin tenía la camisa manchada de sudor en las axilas y la barba entrecruzada de estelas de sudor sucio. Agustín desvió la mirada, sin dejar de sonreír.
– ¿Convidan un vaso, muchachos? -dijo.
– Cómo debe haber sido -dijo Salas el músico después de un momento de silencio en el que nadie dijo una palabra ni se oyó ningún otro ruido- para que creciera el pastito en el lecho del río.
El que había hablado una sola vez sacudió la botella de cerveza y se sirvió un resto en su vaso. Lo agarró y se lo extendió a Agustín. Agustín dijo "A la salud de todos los presentes y feliz año nuevo" y se lo tomó de un trago, devolviendo el vaso vacío. Después entró en el almacén.
– No me gusta que me vengan a pedir bebida de prepo -dijo el otro Salas, en voz baja.
El que había hablado una sola vez se encogió de hombros y después hizo un gesto con el que quería indicar que no le importaba.
– Y menos ése -dijo Salas el músico.
– Capaz que no es cierto -dijo el que había hablado una sola vez.
– De no ser cierto, no se hubieran ido -dijo Salas el músico.
– Las perdió -dijo el otro Salas.
– ¡Berini! -dijo Salas el músico-: ¡Una cerveza blanca!
Eructó. Después sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su pantalón, sacó uno y lo colgó de sus labios y tiró el paquete sobre la mesa. El paquete chocó contra el borde de la mesa y cayó al suelo; el de la camisa colorada se agachó para recogerlo y al cabo de un momento reapareció con la cara enrojecida y jadeando y el paquete de cigarrillos en la mano; lo depositó con suavidad sobre la mesa y se cruzó de brazos, su propio cigarrillo humeante colgado de sus labios. Salas el músico encendió su cigarrillo con parsimonia y echando la cabeza hacia atrás lanzó un chorro denso de humo hacia las copas de los árboles. El que le había dado la cerveza a Agustín miraba a Salas el músico con una fijeza abstraída: era un hombre flaco, de nariz ganchuda, y como estaba recién afeitado su piel atezada y tensa emitía una fosforescencia metálica en la parte rasurada. Ahora llegaban desde el interior del almacén la voz confusa de Berini y un ruido de botellas llenas y vacías al entrechocarse y al chocar contra los bordes del esqueleto de madera. Un pájaro empezó a saltar de rama en rama y a cantar nervioso sobre las cinco cabezas. Ninguno de los cinco hombres le prestó atención: continuaron durante un momento en silencio, absortos, esperando la botella de cerveza blanca y oyendo la voz confusa de Berini y el entrechocar de botellas que seguía llegando desde el interior del almacén. El de camisa colorada retiró el cigarrillo de entre sus labios y lo arrojó al aire en dirección a los caballos, pero con tanta fuerza y calculando el envión con tanta exactitud que el cigarrillo pasó por encima de las pelambres oscuras y cayó más allá de los animales, sobre el camino arenoso. Chin comenzó a recoger las migas de pan oprimiendo sobre ellas las yemas de los dedos y llevándoselas después a la boca. Después salieron los chicos con el esqueleto de vino, cargándolo entre los dos, y mientras uno de ellos acomodaba el esqueleto sobre el sulky, el otro volvió a entrar en el almacén y regresó cargando a duras penas la bolsa de arpillera llena de cosas hasta la mitad. El que estaba arriba subió la bolsa que el otro le alcanzaba y la acomodó sobre el esqueleto, en el piso combo del sulky. El de la bolsa subió en el momento en que el caballo blanco comenzaba a andar y se sentó al lado del que llevaba las riendas. Éste maniobró de modo de hacer retroceder al caballo, quedó con el sulky atravesado en el camino arenoso y después indujo al caballo a enfilar hacia la costa. Los hombres lo miraban maniobrar. El caballo empezó a andar despacio y después a trotar, levantando una polvareda débil y haciendo resonar amortiguados sus cascos contra la arena, de modo tal que el ruido de los arneses y de las cadenas contra las varas y los crujidos y los saltos del vehículo apagaban su golpeteo. El sulky fue alejándose gradual, hasta que perdió nitidez, y como el ruido de los cascos y el del sulky se asociaba a su movimiento, a medida que se alejaba y los ruidos dejaban de oírse, el movimiento pareció más y más una cabriola burlesca o paródica, y por fin irreal. En un momento se cruzó con la silueta de dos hombres que avanzaban lentos en dirección contraria: a la distancia parecían tan insignificantes y endebles que cuando la masa oscura del sulky los cubrió durante un momento, en el cruce, pareció que los había arrasado y hecho desaparecer con el simple choque. Pero después el sulky pasó y ellos reaparecieron y continuaron avanzando. Estaban a unos doscientos metros. Berini emergió del almacén con una botella de cerveza y la dejó sobre la mesa. Traía mala cara.
– No está fría -dijo Chin tocando la botella con el dorso de la mano.
– Ni que la fueras a pagar -dijo el otro Salas.
Chin se rió y llenó los vasos.
– No les dan ni tiempo de que se enfríen. Si se las toman a todas -dijo Berini.
Agustín salió del almacén contemplando al grupo y en especial a Berini desde la puerta. Sonreía. Por entre su barba de una semana sus labios rojos se estiraban y temblaban, sonriendo. Parecía no tener un solo diente. Se había puesto las manos en los bolsillos del pantalón y apoyaba las plantas de uno de sus pies descalzos sobre el empeine del otro. Berini parecía irritado.
– Ahí tenés gente -dijo Salas el músico.
– Atened la clientela -dijo el otro Salas.
La mirada del de la camisa colorada iba de una para la otra, a medida que los hombres hablaban. Salvo él, que se hallaba demasiado atento a las expresiones y a las palabras, y Berini, en cuya cara rubia y afeitada fluctuaba una irritación leve, todos los del grupo se pusieron a reír, con discreción. Al oírlos, la sonrisa de Agustín se hizo más amplia. Se acercó.
– ¿Así que estamos de serenata esta noche, muchachos? -dijo.
– Así es, jefe -dijo Salas el músico.
– ¿Y qué se va pagar, jefecito, para despedir el año? -dijo Agustín.
– Por hoy, nada -dijo Salas el músico.
– Jefecito, nomás -dijo Agustín-. Un vino, jefecito.
– Palabra, ando seco -dijo Salas el músico.
Berini se dio vuelta y se dirigió al almacén. Agustín lo siguió con la mirada, sonriendo.
– Berini viejo nomás -dijo.
Berini desapareció en el almacén.
– Anda decirle a Berini que te pague un vino -dijo Chin-. Él te lo va pagar.
Agustín permaneció inmóvil. El de camisa colorada se paró y se puso a tocar su motocicleta. Los rayos del sol que se colaban a través de las hojas hacían centellear las partes cromadas del vehículo y estampaban círculos de luz sobre la tela colorada. Agustín entró en el almacén.
– Berini le va pagar un vino -dijo Chin.
– Sí -dijo el otro Salas.
Sirvió cerveza en su vaso y dejó la botella. Después agarró el vaso y permaneció con él en el aire, sin tomar, el meñique extendido, sin mirar el vaso ni nada en particular. Al fin lo fue tomando de a tragos cortos, sin volver a dejar el vaso sobre la mesa hasta que estuvo vacío. En ese momento Wenceslao y Rogelio atravesaron el hueco de la puerta de alambre y entraron en el patio del almacén.
Los cinco hombres iban a responder al saludo pero les faltó tiempo. El cuerpo de Agustín salió volando por la puerta del almacén y cayó al suelo. El sombrero rotoso voló por el aire. El de camisa colorada, que se había acuclillado junto a la motocicleta observando y toqueteando el motor, se incorporó de un salto. Los cuatro hombres que estaban sentados alrededor de la mesa se pararon al mismo tiempo. La silla de Chin cayó hacia atrás con estrépito. Berini salió del almacén.
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