Juan Saer - El limonero real

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La escritura de Juan José Saer ha sido reconocida por la crítica especializada como una de las más valiosas y renovadoras en el ámbito de la lengua española contemporánea. El limonero real (1974) representa un punto de condensación central en su vasto proyecto narrativo. Una familia de pobladores de la costa santafesina se reúne desde la mañana, en el último día del año, para una celebración que culmina, por la noche, en la comida de un cordero asado. Dos ausencias hostigan al personaje central de la novela: una, la de su mujer, que se ha negado a asistir a la fiesta alegando el luto por su hijo, otra, la de ese mismo hijo, cuya figura pequeña emerge una y otra vez en el recuerdo. Doblemente acosado por la muerte y por la ausencia, el relato imprime a su materia una densidad creciente, que otorga a la comida nocturna las dimensiones de un banquete ritual. El limonero real es la novela de la luz y de la sombra, cuyos juegos y alternancias puntúan el transcurso del tiempo, es la novela de las manchas que terminan, finalmente, por componer una figura, es la novela de la descripción obsesiva de los gestos más triviales, de las sensaciones y las percepciones, de las texturas y los sabores. Juan José Saer nació en Santa Fe, en 1937. Fue profesor en la Universidad Nacional del Litoral. En 1968 se radicó en París y actualmente es profesor en la Facultad de Letras de la Universidad de Rennes (Francia).

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– ¡Una cerveza blanca! -gritó-. ¡La paga Salas!

Las risas crecieron. Sonaban y resonaban dispersándole lentas y subían para perderse por fin hacia el aire soleado por encima de las hojas verdes. El parecido de los dos Salas creció con la risa, al echar los dos la cabeza hacia atrás y apretar el cuerpo contra el respaldo de la silla, emitiendo al mismo tiempo un ruido áspero y largo por la boca abierta que mostraba una doble hilera de dientes parejos y blancos; se parecían incluso por la vestimenta, porque los dos llevaban camisas grises descoloridas y unos pantalones sin ningún color preciso, y como estaban sentados uno enfrente del otro, con la mesa de por medio, los dos pares de pies enfundados en parecidos pares de alpargatas flamantes se apoyaban contra los travesaños opuestos de la mesa y los oprimían rígidos echando en tensión el cuerpo hacia atrás y haciendo balancear las sillas sobre las patas traseras. Las risas fueron apagándose sin orden, por contraste con la explosión unánime con que habían comenzado, decreciendo lentas, cada una a su turno reiniciándose alguna por un momento después de haberse desvanecido, hasta que no se oyó nada, excepción hecha del eco resonando en la memoria y Berini salió del almacén al patio trayendo la botella de cerveza y dejándola sobre la mesa al mismo tiempo que con la mano libre retiraba la vacía. Chin recogió la botella y llenó los vasos. Berini quedó parado cerca de la mesa, mirando en dirección al camino.

– Gente -dijo.

Las otras cinco cabezas giraron en el sentido en que Berini estaba mirando. Salas el músico debió incorporarse algo para ver: el camino arenoso se extendía recto hacia la costa flanqueando las construcciones de paja y adobe esparcidas en el borde del campo. Un hombre avanzaba por el camino, viniendo desde la costa. Caminaba despacio y parecía renguear. Se lo divisaba reducido por la distancia -unos doscientos metros- y dos o tres perros lo seguían, deteniéndose detrás de él para husmear el camino, juguetear entre ellos o ponerse a escarbar la tierra.

– Culo contra la pared -dijo el otro Salas.

Berini se dio vuelta y entró en el almacén. Los otros volvieron la cabeza y se acomodaron otra vez en sus sillas, tomando cerveza.

– Hay que ponerse culo contra la pared -dijo el otro Salas.

El que había hablado una sola vez se pasó la mano por la mejilla y terminó rascándose la mandíbula. Tenía puesto un sombrero de paja. Hizo un ademán.

– Vaya saber -dijo.

– Le pongo la firma -dijo el otro Salas.

– No se hubieran ido si no -dijo Salas el músico.

– Se fueron y se perdieron -dijo el otro Salas.

Berini salió otra vez del almacén, trayendo un montón de queso y salamín cortados sobre una hoja de papel de estraza. El de camisa colorada hizo a un lado la botella y Berini dejó el alimento sobre la mesa. Dijo que faltaba el pan y volvió a entrar en el almacén. Los cinco hombres se inclinaron al unísono sobre los pequeños cubos amarillos de queso y los redondeles rojos de salamín y comenzaron a llevárselos a la boca. Masticaban y tragaban y volvían a inclinarse para recoger con los dedos pedazos de queso o de salamín y volvían a llevárselos a la boca y a masticarlos y tragarlos. Berini trajo el pan cortado en rebanadas, sobre otra hoja gris de papel de estraza. Entrecerraban los ojos para masticar y de golpe los abrían de un modo desmesurado para tragar. Sus caras estaban sudadas. Chin agarró una rebanada de pan, la cubrió de rodajas de salamín y de pedazos de queso y después tapó todo con otra rebanada y empezó a comerlo. Podía oírse el ruido de la masticación.

– Trabajan las dos en un quilombo de la ciudad -dijo Salas el músico-. Yo las he visto.

– Se ganan la vida, pobrecitas -dijo Chin.

– Hacen bien -dijo el otro Salas.

– No han tenido suerte -dijo Salas el músico.

El de la camisa colorada dirigía la mirada de una cara a otra, a medida que sus compañeros hablaban.

– Siempre van estar mejor que aquí -dijo Chin.

El que había hablado una sola vez se tomó todo el vaso de cerveza de un solo trago y después dejó el vaso vacío sobre la mesa.

– Ojo. Ahí llega -dijo.

Era muy delgado y tenía una camisa rotosa y los pantalones sostenidos con un hilo grueso. Sonreía. Estaba descalzo. Los perros se dispersaron fuera del recinto del almacén, en el camino y en el campo.

– Buen día, muchachos -dijo.

Se paró a distancia y contempló la mesa. Los otros contestaron rápido a su saludo.

– Agustín viejo y peludo -dijo Salas el músico.

– Loco viejo -dijo Chin.

– ¿Vas a salir de serenata esta noche? -dijo Agustín, dirigiéndose a Salas el músico.

– Seguro que sí -dijo Salas el músico.

Agustín sonreía. Tenía un sombrero rotoso de paja por debajo de cuya ala quebrada se veían brillar unos ojitos oscuros y húmedos; los labios rojos emergían de-entre un matorral de barba negra. Permaneció parado a dos metros de la mesa, las manos cruzadas sobre el abdomen magro y los ojos sonrientes fijos en Salas el músico, mientras los otros lo contemplaban. Después su sonrisa se volvió superflua, anacrónica, pero no la abandonó: la transformó en una mueca temblorosa, expectante, y siguió sonriendo y mirando a Salas el músico ahora con los ojos entrecerrados, las manos cruzadas contra el abdomen y nada que decir o que preguntar.

– ¡Berini! -dijo el otro Salas-. ¡Una cerveza blanca!

Salas el músico desvió la mirada. El otro Salas concentró otra vez su atención en la mesa, después de haberse vuelto un poco hacia la puerta del almacén para llamar a Berini. El de la camisa colorada encendió otro cigarrillo y echó una mirada fugaz a la motocicleta apoyada a la sombra contra la pared de ladrillos sin revocar; el sol que se colaba por entre las hojas de los árboles hacía centellear las partes cromadas de la motocicleta. El humo que despedía su cigarrillo ascendía con lentitud tortuosa y al atravesar los rayos solares que penetraban la fronda de los árboles se desplegaba y parecía alisarse ya que los arabescos se disolvían y el humo se distribuía en estratos planos, superpuestos unos a otros. El otro Salas tragó un bocado y dijo con gran seriedad:

– Después de la crecida del sesenta vino la seca grande del sesenta y uno. Donde antes había estado el río crecía pastito.

– Fue grande esa seca, sí -dijo el que había hablado una sola vez.

– Estuvo un año sin llover -dijo el otro Salas.

– En este camino -dijo Salas el músico, señalando con la cabeza el camino de arena por el que había venido Agustín, el camino que se extendía en dirección a la costa- había así de polvo. -Hizo un ademán, que consistió en poner las palmas de las manos horizontales, paralela una de otra pero en sentido inverso, la izquierda a treinta centímetros de altura sobre la derecha, la palma de la mano derecha hacia arriba y la de la izquierda hacia abajo. – Pasaba un carro y levantaba una nube de polvo que nos dejaba ciegos como por cinco minutos.

– Después había un olor -dijo el que había hablado una sola vez.

– Sí. Había un olor -dijo Chin-. Los animales caían muertos de golpe. En la costa no se podía andar porque había miles de pescados podridos.

Berini salió del almacén con una botella de cerveza y pasó junto a Agustín sin siquiera mirarlo. Agustín lo contempló mientras pasaba y siguió con la mirada la trayectoria de la botella que Berini alzó y dejó sobre la mesa, retirando la otra luego de sacudirla y alzarla para mirarla al trasluz y cerciorarse de que estaba vacía. Después volvió a entrar en el almacén. En ese momento se detuvo un sulky frente al almacén y bajaron dos chicos que no tenían puesto más que un pantaloncito descolorido y estaban tostados por el sol; entre los dos sacaron del sulky un esqueleto de vino lleno de botellas vacías y una bolsa; pasaron junto a la mesa sin saludar, o haciéndolo en voz tan baja que nadie los oyó llevando el esqueleto y la bolsa, y entraron en el almacén. El caballo blanco del sulky estornudó. -¿Así que estás de serenata esta noche? -dijo Agustín. -Sí -dijo Salas el músico. -¿Con el ciego Buenaventura? -dijo Agustín.

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