Salas el músico levantó el vaso de cerveza y se mandó un trago.
– No ha sido la peor -dijo.
– La peor ha sido la del sesenta te digo -dijo el otro Salas.
No eran ni parientes lejanos, pero se parecían tanto uno al otro que eso en el fondo los irritaba y siempre los hacía discutir. Tenían el mismo bigote negro, el mismo pelo oscuro, la misma nariz afilada, los mismos pómulos salientes por encima de las mejillas hundidas y la misma piel tostada y endurecida por años de intemperie. Los otros tres los contemplaban.
– Qué va ser -dijo Salas el músico-. La peor fue la del cinco, que no la vio ni vos ni ninguno de los que están aquí presentes. El finado mi abuelo me sabía contar que una noche se acostó con el agua a una cuadra y que amaneció inundado.
– ¿Y la del sesenta, que se llevó terraplén y todo? -dijo el otro Salas, mirando a los tres oyentes con los ojos muy abiertos, para ganárselos a su favor.
– Todo esto que se ve ahora, en la del cinco era agua -dijo Salas el músico, abarcando con un ademán vago todo lo que los rodeaba. Pareció dotar de vaguedad a su ademán de un modo deliberado, como si esa vaguedad diese un aire más preciso de inconmensurabilidad a lo que estaba señalando.
– Yo he visto con mis propios ojos las lanchas que iban de Helvecia a la ciudad navegando por donde antes había estado el terraplén -dijo el otro Salas.
– Qué lo parió -dijo con admiración reflexiva el más joven de los tres que escuchaban. Tenía una camisa colorada y una cara seria y angulosa y era el dueño de la motocicleta cuyas partes niqueladas refulgían al sol.
– Sí -reconoció Salas el músico-. Fue muy brava. Pero la del cinco fue peor. Cómo habrá sido, que cuando mi abuelo murió el último pensamiento que tuvo fue para la inundación.
El otro Salas se echó a reír. Sus dientes brillaban, limpios, blancos y regulares. Salas el músico lo contempló, entrecerrando los ojos. Sus labios cerrados y apretados bajo el bigote negro impedían ver lo idénticos que eran sus dientes a los del otro. El otro Salas tomó cerveza y el de camisa roja lo imitó, encendiendo después un cigarrillo. No convidó. Se limitó a dejar el paquete sobre la mesa y a encender un fósforo con la uña, aplicando después la llama al cigarrillo que colgaba de sus labios oscuros y estriados. Excepción hecha del otro Salas, ninguno más se rió. Se quedaron callados, serios y retraídos, tomando de vez en cuando un trago de cerveza.
– No es para reírse -dijo Salas el músico después de un momento, mirando con los ojos entrecerrados al otro Salas-. El último pensamiento que tuvo fue para la inundación del cinco. Dijo que había tenido miedo, y recién después se murió.
– Porque tu abuelo no vio la del sesenta -dijo el otro Salas.
– No, no la vio, pobrecito -dijo uno de los que escuchaban.
Salas el músico miró al que había hablado, un hombre gordo con una blusa azul descolorida. El hombre gordo tenía barba de tres días y se rascaba la cabeza echándose hacia atrás el sombrero. Gotas de un sudor sucio le corrían por entre la barba.
– Chin lo conoció bien -dijo Salas el músico, señalando al hombre gordo con un movimiento de cabeza-. Chino mi abuelo, ¿era hombre de decir mentira por verdad?
Chin sacudió despacio la cabeza, pasándose la lengua por el labio superior para sorber el sudor.
– Nunca -dijo.
Los ojos de Salas el músico, tan parecidos a los del otro Salas, emitieron chispazos de satisfacción. Alzó la cabeza, dirigiéndola apenas hacia la puerta del almacén.
– ¡Berini! -gritó.
– ¡Bueno! -respondió de inmediato una voz desde el interior del almacén.
– ¡Pese un poco de queso y corte un salamín! -ordenó Salas el músico, siempre con la cabeza vuelta apenas hacia la puerta del almacén y chispazos de satisfacción en los ojos.
El otro Salas no lo miraba.
– Hasta se llevó una locomotora con los vagones y todo -dijo Salas el músico, dirigiéndose otra vez a los de la mesa-. No quedó un solo rancho. Y por diez años no se vio ni un ratón ni una comadreja en toda la zona. En la ciudad el agua llegó hasta el centro. Hay fotos que lo atestiguan.
El otro Salas escupió. El de la camisa roja se levantó y corrió la motocicleta para que no le diera el sol, apoyándola contra el fragmento de pared sobre el que caía la sombra de los árboles.
– ¿Me vas a decir ahora que en la del sesenta los vapores no pasaban de Helvecia a la ciudad navegando por donde antes había estado el terraplén? -dijo el otro Salas.
– ¿Cómo te lo voy a decir si yo mismo lo vi? -dijo Salas el músico-. Pero la del cinco fue peor.
Chin tomó su vaso de cerveza y volvió a llenarlo. Había cuatro botellas vacías sobre la mesa.
– En seguida sudo lo que tomo -dijo, arrugando la cara.
El que todavía no había hablado le dio un golpecito en el brazo.
– Entonces sudas todo el día -dijo, y se rió solo.
– ¿Y por casa? ¿Cómo andamos? -dijo Chin.
– Si no hay una gota -dijo el otro, sacudiendo la botella que Chin acababa de vaciar.
– Ya viene -dijo Chin.
– ¡Berini! -gritó Salas el músico.
– ¡Va! -respondió la voz de Berini.
– ¡Una cerveza blanca! -gritó Salas el músico-. ¡La paga Chin!
Todos se echaron a reír a carcajadas. Los caballos se agitaron un poco y en seguida volvieron a tranquilizarse. Como no corría el más mínimo aire, las voces rápidas y las risas chillonas persistían como inmóviles engendrando su propia refracción y resonando. Entre las risas exclamaron como para sí mismos "¡Está bien!" o "¡Hay que joderse!" o "¡Qué desgraciado!" y los ojos de Salas el músico chispeaban de satisfacción, hasta que de un modo gradual hicieron silencio otra vez y entonces pudo oírse una abeja que entró en el patio zumbando por encima de sus cabezas, entre la fronda fría de los árboles. Después incluso la abeja dejó de oírse y Berini apareció haciendo chasquear sus alpargatas sobre el piso de tierra y dejando la botella de cerveza fría sobre la mesa de metal. Estaba limpio, bien peinado, y tenía puesto un saco pijama blanco que parecía recién planchado. Salas el músico distribuyó la cerveza en los cinco vasos mientras Berini retiraba las cuatro botellas vacías y se las llevaba para adentro, dos en cada mano, haciéndolas tintinear. La cerveza dorada se llenaba de luz y emitía reflejos por debajo del cuello de espuma blanca y opaca. Los cinco hombres bebieron casi al mismo tiempo.
– Hubo invasión de lampalaguas -dijo el otro Salas, pasándose la lengua por el bigote-. Se comían a los perros.
– En la del cinco también -dijo Salas el músico-. Y a más, yaguaretés que bajaban en camalotes desde el Brasil. Echaban cría por estos lados y tuvo que venir el ejército para matarlos. Una vez mi abuelo llegó de noche al rancho y vio un animal que salía a recibirlo y se creyó que era uno de los perros, pero cuando entró con él en el rancho y prendió el farol, vio que era un yaguareté. El cinco, las vacas volaban. -Salas el músico se rió y todos lo acompañaron con risas lentas y suspicaces. Únicamente el otro Salas permaneció serio mirándolo. – La creciente fue tan grande -dijo Salas el músico- que casi tapaba los árboles. Y las vacas se metían entre las ramas para que no se las llevara la correntada. Cuando el agua empezó a retirarse las vacas quedaron arriba y hubo que subir a bajarlas. Mi abuelo dice que cinco años después, andando por la isla, vio un montón de osamentas de vaca arriba de los árboles.
– El abuelo de éste -dijo el otro Salas, sin dirigirse a nadie en particular- poco más y pesca un tiburón en el Ubajay.
Ahora se rieron todos, incluso Salas el músico. Del interior del almacén llegaba un olor suave de creolina y unos ruidos imprecisos de objetos que chocaban contra el piso y contra el mostrador de madera. Los tres caballos atados a los árboles permanecían inmóviles: debían haber andado un buen rato bajo el sol, porque a pesar de su larga inmovilidad, el sudor hacía restallar sus pelambres oscuras. El de la motocicleta se pasaba sin cesar el dorso de la mano por la tela colorada de la camisa, despacio, sobre el brazo derecho, como si le gustara la sensación que producía sobre su piel la tela lisa. Chin sacudió la botella de cerveza y después la inclinó sobre su vaso, pero apenas si cayó, por el pico un chorro débil de espuma que dejó en el fondo del vaso un sedimento amarillo. Chin se dio vuelta y llamó a Berini.
Читать дальше