Arturo Pietri - La visita en el tiempo

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La visita en el tiempo: краткое содержание, описание и аннотация

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En La visita en el tiempo, Arturo Uslar Pietri recrea la vida de Don Juan de Austria, general y hombre de Estado español, hijo natural del emperador Carlos V y Bárbara de Blomberg. Nacido en 1545, fue criado secretamente por Luis de Quijada, mayordomo del emperador. Famoso por su gallardía, Felipe II lo reconoció como hermano, lo instaló en la corte y le concedió los honores propios del hijo del emperador.
Habían proyectado dedicarle a la iglesia, pero lo impidió su carácter belicoso.
Demostró sus condiciones de general y ambicionó reinar más que nada en el mundo; su corta existencia transcurriría en un constante conflicto entre el sueño y la realidad.

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Muchas veces se quedó absorto ante aquel cuadro. «¿Cómo es que se llama el pintor?» Lo llamaban El Bosco. Lo había enviado el duque de Alba de Flandes. Había muchos cuadros de aquellos pintores minuciosos y perfectos con sus Vírgenes quietas con inmensos paisajes más allá de su manto. Pero aquél era otra cosa. Era un laberinto de infinitas figuras minúsculas entre la tabla del Pecado Original y la del Infierno.

Sapos, cerdos con capas de ceremonia, lechuzas, huevos rotos de donde surgían figuras y cabezas, figuras que devoraban seres humanos, fornicaciones, monstruos con ojos y sin cuerpo, una inmensa fresa. Y luego en negro y rojo aquella pesadilla del Infierno. Entre las altas paredes renegridas surgía la inundación de llamas y humo, mínimas figuras negras se recortaban sobre el fondo de incendio. Trepaban por escaleras frágiles, ejércitos en fuga pasaban puentes encorvados sobre un agua ocre y como calcinada, diablos y condenados en trazos negros, monstruos de pesadilla y como el eco sordo de un clamor sin voces. Así era Flandes. Un inmenso infierno donde todo ardía.

Cada vez que llegaban noticias de la revuelta, de los motines, de la furia destructora, era aquella visión la que le venia a la imaginación.

«Ahora si tienes cara de rey.» Era la tuerta quien se lo decía ante la sonrisa de Antonio Pérez. Los cortos días en que estuvo en Madrid los pasó entre visitas y fiestas en La Casilla. Había cambiado mucho la princesa de Éboli. Se veía ahora más suelta y segura. La sombra de Ruy Gómez, que tanto había pesado sobre ella, se había borrado. Nada le quedaba de la racha piadosa que la llevó al convento de Pastrana. En su lenguaje, salpicado de insolencias y de frases de barrio, decía las cosas más atrevidas de los grandes personajes. Se le notaba un tono autoritario que antes no le había conocido. Mucho había cambiado su trato con Antonio Pérez. Ya no era un tono de afecto familiar y casi protector, sino una casi insolente actitud de dominación e intimidad.

En ciertos momentos lo insultaba jocosamente pero con un fondo de ternura. «Antonio, Antonio, eres un chapucero. No era eso lo que has debido hacer.» Había, por la parte de Pérez, una sensible actitud de sumisión y hasta de temor.

No le faltaron a Don Juan los comentarios. El marqués de Fabara, primo de Ruy Gómez, le había denunciado cosas escandalosas. Había mucho, mucho más, que una relación de amistad y complicidades de intriga entre los dos. Eran amores. «Todo el mundo lo sabe. No se ocultan.» Circulaban confidencias de criados. El mismo Escobedo lo admitía. «Es imperdonable que Antonio haya tenido tan poco respeto por Ruy Gómez.» En una de las fiestas de La Casilla los caballeros jugaban al estafermo. Al galope del caballo golpeaban el escudo de la silueta de hierro, que giraba rápida sobre su eje vertical. El saco de arena que colgaba de su brazo derecho tomaba vuelo y golpeaba al caballero que no era suficientemente hábil para esquivar y salir ileso. Un violento golpe que los desarzonaba. Aquella vez fue tan violento el impulso que el saco de arena se soltó de su atadura y fue a golpear a Antonio Pérez, que miraba el juego. Cayó al suelo aturdido y sin palabras y lo llevaron al interior de la casa. Detrás, desalada, se fue la princesa. Don Juan quiso verlo luego. En la antecámara estaba una dueña de Doña Ana que se alarmó al verlo y le dijo que el golpeado dormía y era mejor no entrar. Don Juan había alzado la cortina y pudo ver sobre el lecho a la princesa que, tendida junto a Antonio, le hacia caricias en la frente. Soltó la cortina.

Los días se aceleraban. Todas las noticias de Flandes eran malas. El príncipe de Orange se mostraba seguro y desafiante. El desconcierto y la anarquía cundían en las fuerzas del rey. El Consejo en Bruselas era un fantasma de gobierno. El Taciturno había dicho con sarcasmo: «¿Qué temen? Un puñado de hombres y un gusano frente al rey de España. Ustedes tienen quince provincias y nosotros dos. ¿Qué pueden temer?».

Desde las diversiones de La Casilla las perspectivas y las cuentas variaban continuamente. Siempre era más lo que se requería. Muchos baúles de escudos, muchas libranzas para los banqueros de Flandes. No era menos fluctuante la cuenta de los batallones, unos en rebelión, otros en desbandada, otros en amenazante calma.

Sentía que se había metido torpemente en un hueco sin salida. Dudaba. En torno suyo se sentía un ambiente de simulación, como si todos estuvieran de acuerdo para llevarlo a su perdición. Tan falso como aquel mundo de máscaras de La Casilla. Se pasaba de un tema a otro según las presencias y las ocurrencias. De la picante confidencia de un amor clandestino a la intriga política.

«Es como si me quisieran aturdir para llevarme al matadero», le había dicho a Escobedo. «Hasta el aire que se respira aquí es falso.» La Casilla rebosaba de perfumes dulzarrones y penetrantes. Un tenue humo azul de pebeteros enturbiaba la vista y el olfato. La cercanía de Antonio Pérez sofocaba de olores. A las puertas los criados movían incensarios con perfumes. Sahumaban hasta las gualdrapas de los caballos.

Mientras le borraba el rostro el tinte negro pensaba que aquélla era la sombra final que caía sobre su vida.

«Lo que quiere el rey es la paz y no la guerra en Flandes. Si fuera la guerra yo sabría que hacer, pero lo que quieren que haga es dejarme desarmado ante el enemigo.

No todos eran herejes, ni todos los que no quieren al rey eran herejes. Habría que olfatearlos como los perros.» Ir a Flandes, sin tropas, entre enemigos y asechanzas. Cruzar Francia entera, rivales y hugonotes, protegido con un disfraz.

Iba a dar vida a un cuerpo muerto con el último aliento en la boca. Así lo decía.

Lo enviaba el rey, lo enviaba Dios, tendría que haber un milagro. Dios lo había escogido para hacer el milagro.

«Como verdadero imitador de las esclarecidas virtudes de su insigne padre.» No a luchar, sino a negociar, a disimular la derrota. A cargar con la responsabilidad final del desastre. Iba a encontrar tropas amotinadas y tendría que someterlas, no para combatir, sino para retirarías de Flandes. «Es un puro disparate.» En lo peor de la desesperanza llegaba Antonio Pérez flotando en aromas. «¿Cuándo olerá a sudor?» El mal se convertía en bien, la debilidad en fuerza. Escobedo apoyaba. El retiro de las fuerzas podía ser la mejor oportunidad para invadir a Inglaterra. Lo que parecía el fracaso en Flandes podía convenirse en el paso definitivo para la empresa de Inglaterra.

Salió de Madrid sin anunciarlo, con el pretexto de ir a despedirse del rey en El Escorial. Torció hacia el Norte, hacia Valladolid, al convento de Abrojo.

Estaba con Doña Magdalena, Octavio Gonzaga y Honorato de Silva. En una soledad de celda de ajusticiado. Terminaron los últimos retoques de la nueva cara. Cuando era otro. El rostro oscuro, el pelo negro, la burda ropa pobre, si hubiera desaparecido. «¿Qué soy ahora?«Empezó a recordar figuras y nombres de aquellos moriscos que vio salir en recuas de Granada. «Nunca pensé que algún día me vería como ellos. Perro Ni vino ni tocino. Uno de tantos sin nombre. Ni siquiera Aben Aboo. Mucho Aben Humeya.

Al paso de las mulas el pequeño grupo avanzaba buscando los caminos menos transitados. El tiempo se había puesto frío y húmedo. Mucha niebla y aguacero.

Al azar de los encuentros del camino cambiaba el trato y la posición de Don Juan.

De ir en medio de sus acompañantes, acatado y dominante, a ponerse detrás, callado y sumiso, llevando del diestro la acémila del bagaje. Callar, saludar mansamente y hasta cargar con el equipaje de algún viajero incorporado al grupo. «Ahora soy el criado. Ahora soy el príncipe.«No era buen presagio que aquella empresa comenzara como una mascarada.

No fue así la entrada a Granada, ni el embarco en Barcelona para la guerra del mar. Tropas, trompetas, gallardetes, reverencias y aplausos. Y la llegada a Messina con toda la flota en parada de honor aguardándolo Si lo hubieran visto en esa facha.

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